23 de diciembre, un día antes de Nochebuena. Los senadores de Cabildo Abierto (CA) Guido Manini Ríos y Raúl Lozano visitan la cárcel de Domingo Arena, donde están presos los represores de la dictadura por violaciones a los derechos humanos. En el encuentro, los legisladores buscan informar a los recluidos sobre el proyecto de ley de prisión domiciliaria que elaboraron especialmente para ellos. Al respecto, Lozano asegura a la prensa que la iniciativa busca “hacer justicia”.

Un día después, el presidente Luis Lacalle Pou viaja al Congo junto al ministro de Defensa Nacional, Javier García, para pasar Navidad junto a los soldados uruguayos que están de servicio en ese país. Fotos y videos del presidente portando el uniforme del Ejército circulan rápidamente por medios de prensa y redes sociales, donde reciben tanto elogios como cuestionamientos.

A fines de noviembre, con motivo del 38° aniversario del Acto del Obelisco de 1983, también conocido como “Río de Libertad”, considerado un hito de la lucha en torno a la reconstrucción democrática, la secretaria de Derechos Humanos de Presidencia, Rosario Pérez, asegura en un acto conmemorativo de la fecha que el “golpe” de Estado fue “consecuencia” del deterioro que “la guerrilla” y los movimientos sociales organizados generaron en el país.

La selección de estos eventos no es antojadiza, sino que los une una línea discursiva clara, una lectura del pasado reciente que algunos sectores de la sociedad creían extinta, pero que parece renacer junto al cambio de color político en el gobierno.

De definiciones y apropiaciones

Quienes están familiarizados con las discusiones en torno al pasado reciente conocen bien el término “teoría de los dos demonios”. Según define a la diaria el escritor, docente de historia e investigador Carlos Demasi, a grandes rasgos se trata de “una narrativa” que busca explicar el origen de la dictadura, en clave bélica y binaria, en la cual un “demonio terrorista” (los movimientos guerrilleros y ciertas organizaciones sociales, en particular el sindicalismo) y un “demonio militar” (las Fuerzas Armadas) se enfrentaron en iguales condiciones, lo que derivó en el quiebre democrático con la intervención militar del Estado.

Se trata de una categoría importada. Según cuenta a la diaria el también profesor universitario de Historia e investigador Aldo Marchesi, su origen viene del informe Nunca más que elabora en 1984 la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas durante el gobierno de Raúl Alfonsín en Argentina, tras la vuelta de la democracia en el país vecino. Allí “se plantea que la sociedad estuvo enfrentada entre estas dos minorías, la guerrilla y los militares, los dos demonios, mientras que la mayoría de la población estuvo por fuera del conflicto”, precisa.

Para esa oportunidad, el escritor y ensayista argentino Ernesto Sábato escribía: “Durante la década del 70 la Argentina fue convulsionada por un terror que provenía tanto desde la extrema derecha como de la extrema izquierda, fenómeno que ha ocurrido en muchos otros países”.

El origen de la dictadura se debió, o al menos en parte, decía Sábato, “a los delitos de los terroristas”, a los que “las Fuerzas Armadas respondieron con un terrorismo infinitamente peor que el combatido”, dejando a la sociedad con “la desprotección, el oscuro temor de que cualquiera, por inocente que fuese, pudiese caer en aquella infinita caza de brujas”. Críticas de esta tesis, las organizaciones sociales de derechos humanos argentinas le adjudicaron el término, que luego comenzó a utilizarse también en Uruguay.

“Este relato de héroes y villanos está basado en un arquetipo de cierto modelo narrativo básico” que se usa en múltiples contextos, y lo que hace es “simplificar”, en tanto “es fácil a quién atribuirle cierta responsabilidad” sobre lo que pasó, ya que “te quita responsabilidad, te protege como audiencia” si no formaste parte ni de un bando ni del otro, explica a la diaria Mariana Achugar, investigadora de la Facultad de Información y Comunicación especializada en memoria colectiva con perspectiva discursiva y de derechos humanos.

Lo que hace esta teoría, entonces, es “crear un espacio en el medio que no es ni de uno ni de otro bando, y que ve a los dos como el enemigo” que había derrotar, por lo que “te exime de culpas si estás en el centro”, añade en la misma línea Demasi.

Sanguinetti como “arquitecto” de la teoría de los dos demonios

Aunque la teoría de los dos demonios termina de consolidarse como relato a posteriori del pasado reciente, buena parte de su discurso estaba presente en el mismo momento en que los militares tomaban el poder, analiza Marchesi.

Ese relato se irá luego amoldando a medida que pasen las décadas, pero parte de su argumento ya “aparece en los 70 y 80 por parte de los sectores oficialistas de la dictadura y por los sectores que la apoyaban” para explicar el “por qué del golpe”, en un momento en el que “había cierto reconocimiento, no explícito pero sí implícito, de que la violencia era necesaria para detener esa amenaza externa”, definida por los militares como el movimiento guerrillero y civil organizado, agrega.

Sin embargo, Demasi estima que se trata de “una construcción” posterior, y que durante la dictadura “no era tan evidente” la idea de que el “MLN [Movimiento de Liberación Nacional] y el sindicalismo llevaron al golpe de Estado”.

“Si vos le preguntabas a alguien el 27 de junio de 1973 por qué vino el golpe, lo último en lo que hubieran pensado era en los sindicatos, que justamente eran los únicos que estaban haciendo movilizaciones en contra, porque en definitiva los partidos políticos no lograron hacer nada”, señala.

Por otra parte, a fines de setiembre de 1972, el gobierno todavía democrático anunciaba, mediante el informe Siete meses de lucha antisubversiva: acción del Estado frente a la sedición, que había logrado desmovilizar buena parte del movimiento guerrillero, y con esto, aunque sin declararla de forma explícita, su derrota. Este hecho no pasó desapercibido, y era reconocido en su momento por actores políticos que más tarde acusarían con firmeza que los tupamaros eran los principales culpables de la dictadura, asegura.

Los sectores opositores a la dictadura, incluyendo los de los partidos tradicionales, con figuras como las de Julio María Sanguinetti y Wilson Ferreira Aldunate, “planteaban la idea de que [el exdictador Juan María] Bordaberry dio el golpe, que los tupamaros ya no existían, que las movilizaciones sociales habían sido reducidas, y que por ende eso no explicaba el golpe ni la violencia desarrollada contra todos los partidos y contra importantes sectores de la sociedad”, reafirma Marchesi.

Ambos historiadores coinciden en que la narrativa más clásica de esta teoría se consolida definitivamente en la década del 80, especialmente tras el triunfo del No durante el plebiscito de la propuesta constitucional de los militares de ese año, y más cerca de la reconstrucción democrática.

Otro de los hitos que consolida esa narrativa es la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado en 1986, que otorgó la amnistía a los responsables del gobierno militar. Ante el temor de que la ansiada democracia recién recuperada pudiera perderse, se intercambió “estabilidad política” por la impunidad, bajo la idea de “pasar la página”, explica Demasi.

A su entender, la teoría se va reconstruyendo en paralelo con todo este proceso, y genera a su vez “un efecto disciplinador de la sociedad”. El docente sostiene que el perdón a los militares, el eximirlos de esa responsabilidad, también se ampara en la idea de que “el gobierno fue víctima de la sociedad, y no tuvo más remedio que pedir ayuda a los militares”. Eso, sumado a la idea de que “hubo dos bandos”, exime de responsabilidades a los represores.

Pero, al mismo tiempo, sienta las bases de otra idea, “de que la agitación social provoca golpes de Estado, y que si no queremos golpes de Estado tenemos que mantenernos tranquilos, no hacer demasiados reclamos desde los sindicatos, porque se va a despertar el otro demonio y a esa película ya la vimos”, puntualiza.

Con esto hay además una decisión deliberada de evitar mencionar ciertos elementos de la coyuntura de entonces, local y regional, que hicieron a los hechos del pasado reciente. “Les da mucho trabajo” referirse al Plan Cóndor, a la crisis económica que atravesaba al país, y “te relatan la superficie, no hacen mucho análisis de ningún contexto ni de ninguna situación que no esté estrictamente bajo la mirada de la narrativa”, dice Demasi. “Hubo agitación y por lo tanto hubo golpe de Estado, y listo, ese es el esquema, no escarban mucho más”, recalca.

En este proceso, Sanguinetti aparece como una figura central, que pasa de identificar a Bordaberry como responsable del golpe y cuestionar al gobierno militar durante los 70, a ser un “abanderado de la democracia con base en la teoría de los dos demonios”, analiza Demasi.

“Esta teoría beneficiaba a determinados partidos, por ejemplo, benefició mucho al Partido Colorado [PC]”, ya que “utilizando el argumento” del terror comunista de la izquierda, en línea con la discursiva internacional de la Guerra Fría, se dice “‘Entonces vamos a votar al partido que está más en contra del Frente Amplio [FA]’, que, con el wilsonismo con tanto peso dentro del Partido Nacional durante los 80, era el PC”. “Después los blancos se dieron cuenta de que ese discurso [wilsonista] no les servía, y se acabó”, agrega.

En este sentido, Marchesi define a Sanguinetti como “un arquitecto que va adecuando su narrativa de una forma inteligente e instrumental”, lo que lo consolida como “el principal intelectual de esta forma de repensar el pasado”.

La cultura de la impunidad

La teoría de los dos demonios no es el único relato que tiene la sociedad sobre la historia reciente. Los movimientos sociales, en particular los de derechos humanos, las izquierdas y otros sectores, defienden otra interpretación, “con otros actores, otra cronología y otra secuencia a nivel de organización de los eventos”, dice Achugar.

Este otro relato tiene “la búsqueda de justicia” como fin y la condena al “terrorismo de Estado, que es el que produce el horror y las violaciones de los derechos humanos”, con el pueblo como la víctima de estas violaciones, y el Estado y sus agentes represores como “perpetradores y criminales”, explica.

Lejos de estar saldada esta discusión, las dos interpretaciones continúan “en disputa y coexisten”, especialmente porque la dictadura para el país “es un asunto traumático”, y que en buena parte “no se ha resuelto”, en tanto “no hay acuerdo social” al respecto. “Ambas son narrativas base: simplifican, reducen y permiten a nivel discursivo explicar lo que fue la dictadura” de forma esquemática, analiza.

Con el avance del discurso de derechos humanos y la reivindicación de la memoria, verdad y justicia, proceso cuyo inicio puede ubicarse en el comienzo de la era progresista, con el primer gobierno de Tabaré Vázquez, la teoría de los dos demonios parecía que “ya se podía olvidar”, dice Achugar. Sin embargo, “a lo largo del tiempo cambian los contextos de escucha”, apunta.

“Lo que se puede decir y es legítimo es lo que va cambiando. ¿Por qué la secretaria de Derechos Humanos pudo ofrecer esa narrativa [sobre el origen del golpe] en un contexto público que hace cinco años no se podría haber dicho? ¿Por qué se puede proponer un proyecto de ley [de prisión domiciliaria para represores] como el de CA, que no se hubiera podido hace cinco años?”, ejemplifica. La lectura del pasado, subraya, “está en constante disputa; el trabajo de memoria es un trabajo continuo, nunca termina”.

A su entender, la pregunta que conviene hacerse al respecto es por qué sigue resurgiendo esta narrativa. Propone que un motivo es esta explicación facilista y “dicotómica” que nos es familiar, y deja a la sociedad en el lugar de víctima. A ello, se le suma la cantidad de actores que se han visto beneficiados por este relato, y dice que cierta parte de la izquierda también la perpetuó. Pone como ejemplo al Movimiento de Participación Popular, y compara la visita de Manini y Lozano a Domingo Arena con la emblemática visita del entonces presidente José Mujica al represor Miguel Dalmao en 2011, “justo cuando se estaba cuestionando la ley de caducidad”. “¿Por qué tiene tanta circulación este discurso? Porque está en la izquierda y en la derecha, no es sólo de la derecha”, cuestiona.

Achugar añade un tercer elemento, que tiene que ver con las “condiciones de escucha”, en una sociedad que en buena parte “elige no escuchar ciertos relatos y privilegiar unos sobre otros”. La docente vuelve a poner como ejemplo el discurso de la secretaria de Derechos Humanos: “Hay una responsabilidad de la comunidad sobre este discurso, y no sirve sólo el pánico moral de decir ‘la mala es la señora’, porque siempre depositamos todo el mal y toda la culpa en un lugar, porque eso nos absuelve. La cultura de la impunidad la reproducimos todas y todos. No es sólo el Estado, no son sólo los perpetradores, no es Manini Ríos. Sí, ellos son y tienen más responsabilidad, pero no son sólo ellos porque no funcionaría si fueran sólo ellos. Si nosotros no participamos no funciona”, asevera.

En este sentido, subraya que lo que hay que observar entonces es cómo lograr que la sociedad “demande otros relatos, que no acepte eso, que no continúe reproduciendo este discurso”.

Resurge el relato, resurge la lucha

En la última década, y aún hoy, hay una nueva ola de derecha y extrema derecha en el mundo, coinciden los investigadores. Para Demasi, sin embargo, al gobierno actual “le está costando más” instalar un relato dominante de lo que en su momento le costó a la izquierda.

“Cuando asumió el FA hubo un giro impresionante en el discurso, aparecieron los desaparecidos, los rehenes de la dictadura: nadie hablaba de eso antes”, señala en este sentido.

Más allá de que considera insuficientes los avances que hubo durante los 15 años de gobierno del FA en torno a la búsqueda de desaparecidos y el enjuiciamiento a los represores, sí cree que “el gobierno [frenteamplista] pegó el giro y reconstruyó el discurso, y eso también reconstruye la realidad”, ya que, por ejemplo, permitió el redespertar de las organizaciones de derechos humanos que se habían visto desmovilizadas durante la década de 1990.

La actual “es una coalición todavía más heterogénea que el FA, y entonces le está costando mucho alinear a sus integrantes”, observa. Esto es notorio, dice, cuando se ven las posturas de los miembros de la coalición sobre el proyecto de ley de prisión domiciliaria. Algunos le quieren “hacer modificaciones, otros prefieren no hablar, les da mucho trabajo hacerlo”. “Hace varios meses que anda dando vueltas, CA insiste, pero los socios le sacan el cuerpo”, resume.

Esto se debe, en parte, a que hay cierto “esquema” que “funcionaba en los 90” y hoy hay que usar formas “más discretas”, explica Demasi. Manifestarse a favor de otorgar un beneficio como el que propone el proyecto a los represores de la dictadura genera una resistencia de la sociedad civil y dentro de la propia coalición.

Es en este sentido, subraya Marchesi, “que los debates sobre el pasado son especialmente relevantes cuando también se habla sobre el presente”, ya que “en la medida en que las preguntas sobre el pasado se conecten con el presente es que el debate va a ser más relevante”.

Para Achugar, estos nexos se están dando en este momento en Uruguay. Se los puede ver en las generaciones más jóvenes, por ejemplo con los movimientos estudiantiles, que observan cuál era el lugar de los estudiantes durante la represión militar y “generan el vínculo: ‘Ese podría haber sido yo’”, propone. Lo mismo ocurre con los movimientos feministas, que conocen cómo “la cultura de violación” operó durante la dictadura contra las presas políticas y “dicen ‘esto lo conozco, tiene que ver con mi lucha’, y de este modo se resignifica el relato”.

Marchesi recuerda, a su vez, el ejemplo de la revuelta chilena que comenzó en octubre de 2019 y finalizó con la creación de la Asamblea Constituyente, que tiene entre sus cometidos elaborar una nueva Constitución que reemplace a la vigente, aprobada en 1980 por la dictadura de Augusto Pinochet.

“Hoy la sociedad uruguaya tiene pendiente un debate sobre el lugar de la autoridad, del orden, de los derechos, y en esos tres asuntos la experiencia del pasado es central para pensar la experiencia del presente”, define el historiador. “Aprender de ese pasado” y dar esta discusión “puede contribuir a generar sociedades más democráticas”, concluye.