A Julio Abreu y a Héctor Corbo no los fusilaron en Soca en 1974, pero sus vidas quedaron marcadas para siempre con aquel episodio.

Ocurrió el 20 de diciembre. El día anterior había sido asesinado a balazos en París el coronel Ramón Trabal, que por entonces se desempeñaba como agregado militar de la embajada uruguaya en Francia. Trabal había sido jefe del Servicio de Información y Defensa en el momento más duro del enfrentamiento de las Fuerzas Armadas con el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros.

Él había sido quien –entre otras cosas– había llevado a José Nino Gavazzo a desempeñarse en el Servicio de Información y Defensa (SID).

Al día siguiente del asesinato de Trabal, en las afueras del pueblo de Soca, departamento de Canelones, aparecieron acribillados a balazos cinco integrantes del MLN: Mirtha Hernández, Floreal García, María de los Ángeles Corbo, su esposo Héctor Brum y Graciela Estefanell. Todos ellos tenían como último lugar de residencia la ciudad de Buenos Aires.

Sobre el balasto del camino donde aparecieron los cuerpos –la ruta 70–, los asesinos grabaron la sigla MMM.

Floreal García había sido un gran boxeador, medalla de oro en los Juegos Panamericanos de 1963. Hernández era su esposa. El hijo de ambos, Amaral, de tres años, se dio por desaparecido y recién sería ubicado diez años después, en Argentina. Corbo estaba embarazada de cinco meses. Su hermano Héctor era oficial de la Armada. La primera vez que ella cayó presa en 1971, Héctor se había sentido en la obligación de advertirles a sus superiores que tenía una hermana tupamara.

Las fotos que acompañan esta nota fueron tomadas por la Policía Técnica en Soca, y nunca antes habían sido publicadas. Son clara muestra del horror de la matanza. Estefanell fue ejecutada desnuda. Los otros llevaban ropa confeccionada en Argentina.

Los cinco fusilados eran integrantes del MLN. Habían sido secuestrados en Buenos Aires el 8 de noviembre de 1974, un mes y 12 días antes de ser fusilados en Soca.

Foto del artículo 'Imágenes de una matanza impune: Fusilados y sobrevivientes de Soca'

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Julio Abreu no era tupamaro sino blanco, votante de Wilson Ferreira. Aquel mediodía porteño, el 8 de noviembre de 1974, estaba en un cumpleaños en que había muchos uruguayos. Entre ellos estaban Floreal García y Mirtha Hernández. Julio los conocía de verlos en casa de su hermano. Sabía que Floreal había tenido problemas políticos, pero no que era tupamaro. También había visto allí a Héctor Brum y a María de los Ángeles Corbo. Su hermano llevaba un buen tiempo radicado en Argentina.

Julio Abreu había viajado a Buenos Aires para emplearse en el laboratorio Ciba Geigy como ayudante de químico. Su sueño era trabajar y completar sus estudios.

La comida no alcanzaba para todos en el cumpleaños, y por eso a Julio lo mandaron a comprar un pollo al espiedo. Floreal quiso acompañarlo. Salieron a la calle, dieron vuelta la esquina y todo se vino abajo.

“Fueron gritos, golpes, insultos, caímos al suelo. Era de día, pero prácticamente no hubo tiempo de ver nada. Me esposaron a una mano de Floreal. No puedo precisar cuántos eran. Creo que nos deben haber metido en un Falcon, porque nos pusieron en la parte de atrás de un coche muy amplio. Uno me puso el pie arriba y nos apuntaba. No sé otros detalles, cuando digo que se termina el mundo es porque fue lo que sentí. Iba a comprar un pollo y me aparece todo eso, como si se me cayera una pared. Yo no entendía nada. En el auto Floreal me dijo: ‘Nos van a matar’. Los otros nos gritaban ‘Calláte, ¡hijo de puta!...”, relató Abreu en la primera entrevista que dio en su vida, al periodista Roger Rodríguez, publicada en La República en 2005, 31 años después.

A los otros los secuestraron en el apartamento donde se festejaba. Los llevaron a un centro de detención clandestino. Durante días, Julio, encapuchado, escuchó cómo torturaban a quienes habían sido secuestrados con él, sus gritos y la música a todo volumen.

Allí los tuvieron tres o cuatro días, luego los trasladaron a otro lado, quizás una unidad policial. “Había un fuerte olor a desinfectante”, relató Julio en aquella entrevista con La República.

No se ensañaron físicamente con él como con los otros, pero sí lo torturaron psicológicamente. Un día, uno de sus captores le dijo que no lo iban a matar: la prueba de ello era que no le habían sacado el reloj. Poco después, vino otro y se lo quitó. También le apuntaban con un objeto en la sien y le hacían adivinar si era un dedo o un revólver. Un nuevo traslado llevó al grupo a un conjunto de casas rodantes, cerca de un aeropuerto. Allí les sacaron la capucha y Abreu pudo ver a sus compañeros, deshechos por la tortura: “Floreal estaba destrozado. Tenía quemados los testículos y el pene, él nos mostró. No sé dónde no lo habían tocado. A Brum también le habían dado mucho. Me impactó mucho cómo estaba Floreal”.

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Para el traslado a Uruguay los drogaron con una inyección. Los trajeron en avión, el “vuelo cero” de la dictadura. Los alojaron en la casa de la rambla de Punta Gorda conocida como el 300 Carlos R o el “infierno chico”. Entonces Julio no sabía que estaba allí: se enteraría años después, al ver publicada una foto del baño que era obligado a limpiar luego de las sesiones de tortura. Varias veces sintió cómo se ensañaban con Graciela Estefanell.

Antes de fusilarlos, permitieron que los dos matrimonios cautivos quedaran a solas en un cuartito y que pudieran conversar un rato entre ellos. Como Estefanell estaba sola, la dejaron con Abreu.

Ella le dijo: “Mirá, Julio, a vos no te van a matar. Lo único que te pido es que cuando salgas le avises a la organización que no se habló nada, que no se dijo absolutamente nada ni nada por el estilo. Que no somos traidores, que echamos para adelante”.

Poco después se llevaron a los cinco.

Las fotos que acompañan esta nota dan cuenta de lo que ocurrió.

Tras la aparición de los cadáveres, la agencia española Efe envió un cable desde Montevideo al mundo: “Una nueva organización terrorista hizo su aparición en Uruguay 24 horas después de que el coronel Ramón Trabal fuera asesinado en París por elementos de izquierda. Presuntamente en represalia asesinaron a cinco personas directa o indirectamente vinculadas a la organización clandestina ‘Tupamaros’ [...]. Los cadáveres fueron encontrados acribillados a balazos en las proximidades de la ciudad de Soca. Junto a ellos se encontró una señal sobre la carretera con la inscripción ‘MMM’, aunque sin identificar a qué palabras corresponde la sigla”.

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Héctor Corbo era alférez de fragata cuando su hermana fue fusilada en Soca. Revistaba en el Fusna, el cuerpo de fusileros navales. El oficial de guardia lo llamó por teléfono a su casa. “Me dijo que habían aparecido unos cuerpos en Soca, y que uno de ellos era el de mi hermana”.

Tuvo que ir a Pando a reconocerla. El trámite para que le entregaran el cuerpo de María de los Ángeles se prolongó durante 30 horas. El velorio fue interrumpido por la Policía, que llegó para pedirles documentos a todos los presentes. Corbo avisó de la situación al Fusna, que envió una patrulla y echó a los agentes.

Pocos días después, el comandante en jefe de la Armada, Víctor González Ibargoyen, mandó llamar a él y a su padre.

Les dijo que lo ocurrido había sido “una barbaridad” y que aparentemente era una represalia por el asesinato de Trabal.

“Como explicación nos dijo que había algunos mandos intermedios que estaban fuera de control”, relató Corbo en el libro Gavazzo. Sin piedad.

La explicación no le cerró. Siempre pensó que aquello tenía que ser obra del SID.

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Después de la ejecución, a Julio Abreu lo tuvieron detenido unos días más. En ese lapso, uno de sus captores le dijo respecto de quienes habían sido secuestrados con él en el cumpleaños: “Bueno, ya los matamos, están todos muertos estos comunistas. Vos quedate tranquilo, a vos no te vamos a matar porque no sos comunista”.

Lo liberaron el 24 de diciembre de 1974 en Neptunia, cerca de la casa de su tía. Le dieron el equivalente al dinero argentino que llevaba para comprar el pollo al espiedo que nunca compró, pero le dijeron que el reloj ya no se lo podían devolver. Se disculparon por lo que había pasado y ahí se terminaron las delicadezas. Fueron bien claros en que no se le fuera a ocurrir hacer la denuncia o contarle algo a alguien. “Así como matamos a estos cinco, si hablás te matamos a vos y a toda tu familia. Esto no lo puede saber nadie. Si no lo sabe nadie, quedate tranquilo que no te va a pasar nada”.

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Héctor Corbo nunca desistió de buscar la verdad sobre el asesinato de su hermana y eso le valió muchos problemas en la Armada, según relató en Gavazzo. Sin piedad.

Un día el comandante del Fusna, el capitán Carlos Guianze, reunió a todos los oficiales y les preguntó si estaban dispuestos a torturar a los prisioneros. Algunos dijeron que sí, otros que sólo si él lo ordenaba. Héctor y otros respondieron que no lo harían.

Empezó a quedar marcado.

Un día vino de visita una delegación del SID. Corbo los responsabilizaba del asesinato de María de los Ángeles. Le dijo a su superior: “Yo no voy a saludar a esa gente”. El segundo jefe, de apellido Sánchez, le dio permiso para quedarse en su camarote y no participar en la reunión. Pero el comandante Guianze se enfureció y lo amenazó con pasarlo a la justicia militar por desobediencia. Un médico de la unidad certificó que necesitaba reposo, y eso lo salvó.

El teléfono de su casa estaba intervenido, recordó en diálogo con la diaria. Recibían con frecuencia llamadas con amenazas. Más de una vez su esposa levantó el teléfono y escuchó una voz anónima que le decía: “Mirá que sabemos dónde estudian tus hijos”.

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Julio Abreu nunca le dijo una palabra a nadie. Nunca pudo olvidar lo ocurrido ni dejar de preguntarse por qué le tocó a él vivir esa experiencia horrorosa, por qué no lo mataron. “Nunca fui libre, ni siquiera ahora lo soy. No entendí nunca qué pasó conmigo”, relató a la diaria.

Sentía miedo de que volvieran a secuestrarlo y ahora sí lo mataran. El 26 de abril de 1975 las autoridades de la dictadura difundieron un comunicado según el cual Julio estaba requerido por hechos ocurridos en Buenos Aires. Pensó en irse del país, pero temía que asesinaran a su familia. Su tía conocía a Adela Reta y le consiguió una entrevista con ella. La dirigente del Partido Colorado –que había renunciado a su cargo de presidenta del Consejo del Niño meses atrás– lo escuchó y le pidió unos días para ver si podía averiguar algo. Por fin le dijo que se quedara en Uruguay, que no escapara, y le ofreció intentar conseguirle un trabajo en el Estado. Poco después, Julio comenzó a trabajar en los casinos. “Ella fue la única persona a la que le conté lo que había pasado”.

Salía de trabajar a las dos o a las tres de la madrugada. La oscuridad de la noche lo aterrorizaba. No tenía sosiego. “No aguantaba mi cabeza. Estaba destrozado por dentro. Caí en el alcoholismo. El alcohol era mi refugio”, contó a la diaria. “Fumaba cuatro o cinco paquetes de cigarrillos por día y me tomaba un litro de whisky. Me orinaba encima. Quería morir. Rezaba para que me viniera un cáncer y morirme de una vez”.

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Una vez, Héctor Corbo vio a otro oficial del Fusna torturando a un detenido y lo denunció a sus superiores. Sus actitudes no caían bien. Su situación en el cuerpo era cada vez más tensa y complicada. Otro oficial de la Armada, el capitán de navío Juan Robatto, a quien conocía de sus pagos, le tiró un salvavidas en 1976.

“Robatto era conocido de Artigas y me pidió para el Servicio Hidrográfico, donde estaban necesitando oficiales. La verdad es que lo hizo porque se dio cuenta que yo en el Fusna iba a terminar mal”, relató en el libro antes citado.

En 1978, cuando falleció su padre, Corbo pidió a la Armada que no enviaran al entierro a una delegación uniformada, para no afectar el estado emocional de su madre. El pedido fue anotado en su legajo.

En el Servicio Hidrográfico, alejado de todo nexo con la represión, Corbo pudo llegar al final de la dictadura. Nunca dejó de intentar aclarar el homicidio de su hermana y lo ocurrido con los fusilados.

En 1985, al regreso de la democracia, la familia Corbo se presentó ante la Justicia y denunció el asesinato de María de los Ángeles. Las autoridades de la Armada le pidieron explicaciones a Héctor, que ya era capitán de corbeta, sobre qué había declarado en el juzgado. Tuvo que aclarar por escrito qué le había dicho al juez.

La ley de caducidad interrumpió el proceso judicial.

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La llegada de la democracia no alivió los padecimientos ni las angustias de Julio Abreu.

En 1985 fue localizado Amaral, el hijo de Floreal García y Mirtha Hernández, quien había sido criado por una familia de policías argentinos. El regreso de Amaral a Uruguay hizo que el tema volviera con fuerza a los medios.

“Yo escuchaba hablar y decir cualquier cosa de lo que había pasado”, recordó Abreu. Él conocía los hechos, los había vivido en carne propia, pero el miedo continuaba amordazándolo. “Yo había sido educado y enseñado en el valor de la verdad, y sentía la obligación de hablar, pero no podía”. Muchas veces oyó decir que existía un tal Abreu que había sido trasladado junto a los fusilados, pero nadie sabía quién era.

“Me ponía muy nervioso pensar qué iban a decir de mí, por qué había estado secuestrado, por qué no me habían matado, ni siquiera yo tenía una explicación para todo lo que me había pasado”.

Así vivió hasta 2005, un año en que le pasaron dos cosas importantes. Por un lado, le descubrieron el cáncer que durante tantos años había deseado. Cuando lo supo, se aferró a la vida y dejó de fumar.

Por otro lado, conoció al periodista Roger Rodríguez, con quien –por fin– sintió la confianza como para poder hablar de su historia. El 7 de noviembre su testimonio se publicó en La República: “Encontrarme con Roger fue fundamental para mí, por cómo me respetó, me entendió y me acompañó. Cuando por fin pude dar esa entrevista, fue muy importante”.

Tres años después, Julio Abreu pudo contar nuevamente su historia, esta vez ante un juez. Tras declarar, se sintió libre como nunca. Afuera del juzgado estaban los canales de televisión con sus cámaras.

“Yo sabía que había dicho toda la verdad. Y sentí que la verdad necesitaba un rostro creíble que la sostuviera, no la cara de un borrachín. Así que ahí mismo me prometí que no volvería a tomar nunca más. Y llevo 13 años sin tomar. Ahora la verdad tiene un rostro creíble y Julio Abreu también”.

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Corbo hizo un pedido de acceso a la información pública al Ministerio de Defensa Nacional en enero de 2020 para que le fuera remitida toda la información oficial sobre el asesinato de su hermana.

Los datos que le dieron fueron fragmentarios y pobres.

No se aclara qué unidad llevó a cabo los fusilamientos, ni quién lo decidió ni por qué. Tampoco quién y cómo trasladó a las víctimas desde Buenos Aires a Montevideo.

En cambio, los papeles que le entregaron a Corbo muestran que en 1981 la inteligencia de la Armada lo investigó a él y a toda su familia, y que también repasó los antecedentes de María de los Ángeles.

En esa investigación se dice que su hermana fue asesinada “por un grupo antiterrorista”.

También hay constancia de que dos misas que la familia Corbo hizo por la memoria de María de los Ángeles y su esposo en 1978 y 1982 fueron espiadas por la inteligencia militar.

El parte del agente que informó sobre la ceremonia religiosa de 1982, que se realizó en la iglesia Tierra Santa ante un centenar de personas, nunca se refiere a María de los Ángeles y a Héctor Brum por sus nombres. Las tres veces que habla de ellos los llama “los SUJETOS”.

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Sobre quién decidió los cinco fusilamientos se han dado diversas versiones. Según anota Lincoln Maiztegui en su libro Orientales IV. De 1972 a 1985, al cumplirse el primer año de la matanza, Wilson Ferreira dijo en México que tras el asesinato de Trabal, “los altos mandos se reunieron con [el entonces dictador Juan María] Bordaberry y con el ministro de Defensa, Walter Ravenna. Se decidió en esa reunión asesinar a algunos uruguayos de izquierda, luego se fijó el número: cinco”.

En su libro El color que el infierno me escondiera, de 1981, Carlos Martínez Moreno narra que la decisión de ajusticiar a los cinco tupamaros se tomó en una reunión del Consejo Nacional de Gobierno de la dictadura, el Cosena. Según el escritor, el presidente de facto votó en contra y pidió que su negativa constara en actas.

La versión de Martínez Moreno ha sido replicada por otros autores. Bordaberry, sin embargo, la negó en el libro Antes del silencio, de Miguel Ángel Campodónico: “No me hacen ningún favor al decir que voté en contra. Me agravia que se diga que yo estuve sentado en una reunión en la cual se trataba semejante asunto”.

A raíz de las polémicas que su libro causó por sus revelaciones sobre acciones tupamaras, Martínez Moreno aclaró que los relatos de El color que el infierno me escondiera –que cuestionan a la dictadura y también al MLN– se basaron en hechos reales, pero admitió que había detalles ficcionados. El autor falleció en 1986.

Por su parte, José Nino Gavazzo se refirió brevemente a las ejecuciones de la ruta 70, quitándoles importancia, en declaraciones que dio para el libro Gavazzo. Sin piedad, publicado en 2016: “Esa fue una operación de represalia de las que hay cien por guerra. Yo no estuve allí, pero no tengo dudas. Con una diferencia, hoy en día se sabe que no fueron tupamaros los que mataron a Trabal”.

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La causa judicial de los fusilados de Soca sigue abierta y el fiscal especializado en Delitos de Lesa Humanidad, Ricardo Perciballe, dijo a la diaria que está cerca de poder imputar a los responsables.

“Las operaciones de este tipo generalmente eran del Departamento III del SID, en este caso con apoyo de la Fuerza Aérea para los traslados. Estamos hablando de más o menos la misma gente que en otros casos importantes”.

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Las fotos muestran que los cinco fusilados fueron ejecutados con sus manos atadas a la espalda con una cuerda de nailon. Que María de los Ángeles y Graciela Estefanell tenían los ojos vendados. Que los cuerpos recibieron múltiples balazos cada uno. Que la ruta 70 –que en 2013 pasó a llamarse Camino de los Fusilados– quedó tapizada de casquillos de bala.

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Abreu se casó, tuvo dos hijas y una nieta, que hoy –según cuenta– es su principal apoyo en la vida.

Agradece el trabajo en el casino, porque le permitió formar y mantener una familia, y al juez que lo llamó a declarar, porque el haber podido contar la verdad en un expediente oficial operó en él una verdadera “sanación por la justicia”.

Corbo todavía no pierde las esperanzas de que la Justicia llegue a la verdad de lo ocurrido en Soca. Dice que estaría dispuesto a perdonar a aquel soldado que participó en las ejecuciones porque se lo ordenaron, pero no a aquel que se haya ofrecido como verdugo voluntario.

“En algún momento, tarde o temprano –dijo a la diaria– tengo la esperanza de que haya justicia. Ha habido demasiada violencia e impunidad de los autores, los materiales y los intelectuales”.