Su paso por el Ministerio del Interior como director de Convivencia fue lo que motivó al sociólogo Gustavo Leal a acercarse al mundo de los sicarios, compuesto de muchos actores, motivos y complicidades.

No son más de cinco las preguntas que disparan al autor a comenzar el libro y que luego son contestadas en su transcurso por los propios protagonistas, que accedieron a contar los motivos que los llevaron a estar, en casi todos los casos, más de la mitad de sus vidas en prisión. Desde niños y por falta de educación, ausencias o conflictos familiares, obsesión, ajustes de cuentas, meros encargos o necesidad, son algunas de las razones que unen seis relatos, vidas y, sobre todo, muchas muertes.

“El término ‘sicario’ es una palabra que la Real Academia Española (RAE) reconoce como un asesino asalariado”, explica el libro en el comienzo. Sin embargo, en las historias reales que luego relata deja en evidencia un abanico de presentaciones que sobrepasan la definición: sicarios son hijos, hermanos, padres, cuñados y hasta patriotas que matan por su bandera sin recibir ni un solo peso a cambio.

“El crimen más sangriento de la ciudad de Rivera” es como Leal define el plan de una profesora de Biología que, tras muchos años de mala relación con su cuñado, el hermano de su esposo, decidió ponerle fin a la vida de él, su esposa y su hijo de apenas dos años, que iba a cumplir tres al día siguiente de ser asesinado. El objetivo era claro: quedarse con todos los bienes que desde hacía años eran el gran motivo de la disputa familiar.

Paola Fraga participó en el homicidio, de hecho asesinó a una de las víctimas, pero no lo hizo sola: contrató a Fernando Portillo, un sicario de 19 años. “Estuve sentado en la plaza Artigas, frente a la Jefatura, pensando en entregarme, pero no me animé. A mí no me daba la cara para decirle a mi madre lo que había hecho”, le relata al autor del libro, años después de lo sucedido. Aquel trabajo le costó 25 años de prisión, saldrá de la cárcel en 2028, con más de 40 años de edad. Portillo abandonó la escuela en cuarto año, sin saber leer ni escribir, y desde entonces comenzó a trabajar para contribuir en la alimentación de sus hermanos y pasó de arreglar el jardín de Fraga a matar e involucrarse en el final de una familia entera. En la entrevista con el autor declara que de su infancia no recuerda nada: para el sicario son años que se borraron de su memoria como si nunca hubieran existido.

Su madre fue quien lo motivó a aprender a escribir cuando estaba en la cárcel; lo hizo para poder escribirle una carta. Tiene dos hijas que nunca conoció. Con una se comunica por teléfono; con la otra, ni siquiera eso. Cuando Fraga lo contrató lo primero que le dijo fue: “Fernando, quisiera hablar con vos, necesito que me hagas un servicio”, cuenta. Agrega que él no quería matar al niño y que de esa muerte se enteró tiempo después, pero aquel día le dijo a la profesora: “Vos matás al niño y yo te parto al medio y te dejo tirada acá como un perro”. Reconoce aquel encargo como “el momento más triste” de su vida y se arrepiente de haberlo hecho; “no soy sicario de alma”, dice.

Al igual que Portillo, Ruben, alias “el Fofón”, tenía 19 años cuando se convirtió en sicario casi por casualidad. Un día de marzo, cuando fue a acompañar a una amiga que llevaba a un familiar a la escuela de Casavalle, el integrante de una de las bandas que en ese momento se enfrentaban le puso un arma en la mano y le encargó dispararle a una mujer de otro bando, que se encontraba a pocos metros de él. Lo hizo, pero la bala no impactó en ella sino que entró en el corazón de un niño de 12 años que había ido a acompañar a su primo a la escuela.

Ruben abandonó la educación en los primeros años y a causa de eso es analfabeto, al igual que su madre. Cuando se convirtió en sicario su hijo tenía un año y medio de edad. “Disparé porque me vino un flash” y “me hicieron una macumba” son las razones que para él justifican el hecho. En la segunda entrevista con Leal reconoce haber estado drogado en el momento del hecho; “cuando caí en cuenta ya estaba en cana”, dice desde la prisión en la que cuenta los días para salir. Lo hará en la primavera de este mismo año.

Foto del artículo 'Asesinos por encargo: una aproximación de Gustavo Leal al mundo de los sicarios'

Leonardo, de casi 30 años, no estaba muy convencido de realizar el encargo, pero luego de seis meses de conversaciones y encuentros con Miguel, el hermano de su víctima, y de haber recibido varios pagos por adelantado, en enero de 2019 recibió una llamada en la que se le dijo: “Tiene que ser hoy”. Miguel nunca le confesó a la Justicia que quería matar a su hermano, engañó a la Policía al igual que a Leonardo, a quien tampoco le dijo que Javier era su hermano. “Me dijo que era para matar a un violador de un niño de tres años que había quedado libre por artilugio” y “acepté también porque tengo un hijo que en ese momento tenía esa edad”, le cuenta al autor de Sicarios.

Ese mismo año y en el mismo barrio, Erwin, alias “el Coco”, le pidió a una persona de su confianza que le encargara a un sicario matar a un hincha de Nacional. Esa persona terminó siendo Gaby Costa. Junto a su novia, quien antes de acompañarlo le contó que le daría un hijo, emprendió viaje hacia la avenida 8 de Octubre, donde en la esquina de la calle Presidente Berro efectuó seis disparos en cuatro segundos. Uno de ellos provocó la muerte de Emanuel, un hincha de Nacional que festejaba en el lugar acompañado de su novia, que también fue lastimada a causa de otro de los disparos. Un año después, fue condenado y saldrá de la cárcel cuando tenga 51 años. Con 27 años es la cuarta vez que cae preso y confiesa que “no era para matarlo, pero pasó y ta”.

Nadie visita a Gaby en la cárcel. Repitió la escuela en varias oportunidades hasta que la abandonó. Consume drogas desde los 13 o 14 años, asegura que luego del episodio que lo llevó a en la cárcel quiere “colgar los guantes”.

Vínculos con el narcotráfico

Los apodos son comunes en los jefes que contratan, muchas veces por llamadas telefónicas y desde la cárcel, pero también en los mismos sicarios. Marcio Portes, el “Muito Loco”, es un sicario que ha matado a muchas personas. “Me mandaron a cobrar, ellos no pagaron 35 kilos de pasta base y yo vine a matarlos y a cobrarles”, asegura. Se presenta como un soldado del Primer Comando de la Capital (PCC) –una de las organizaciones criminales más grandes de Brasil– y en 2018 llegó a Uruguay desde Brasil a prestar servicio al jefe de un grupo de narcotraficantes de Rio Grande do Sul que controla la ruta del tráfico de armas entre Rivera y Brasil. No recuerda cuántas personas mató, y en enero de 2018, luego de estar más de 11 años en la prisión y al comenzar con salidas transitorias, se arrancó la tobillera electrónica que portaba por obligación y pasó a ser un miembro clandestino del PCC, con una nueva identidad y un nuevo rol en la organización, y se trasladó a Uruguay.

Con el nombre de Valden Padinha llegó al país y entre abril y mayo de 2019 mató a tres personas. Por cábala, lo hizo el mismo día y a la misma hora, con una semana de diferencia. En uno de sus encargos falló: la víctima, al sospechar del hecho, se colocó un chaleco antibalas. Aun así, Muito Loco fue condenado por dos delitos de homicidio muy especialmente agravado y uno en grado de tentativa, también por uso de documentación falsa, sumando una condena de 27 años de prisión.

Nació en Porto Alegre y es casi analfabeto. A sus 39 años carga con casi una decena de homicidios, pero nunca pierde la sonrisa. En una entrevista con Leal, en el módulo 8 de Santiago Vázquez (ex Comcar), confiesa que “un combatiente nunca está triste, no llora por nadie” y asegura que una vez recuperada su libertad, nunca más volverá a Uruguay. Mató a su padre, vendió droga en la calle desde los seis años. Cuenta que mató por el PCC, que no le pagaron por ninguna de las tres muertes.

Algo en común

Al igual que Portillo, Gaby Costa también abandonó la escuela. Ninguno de los dos recuerda nada de su infancia, esa etapa se borró de sus memorias. El papá de Costa lo maltrataba, al igual que a Leonardo el suyo. Cuando Ruben se convirtió en sicario su hijo tenía la misma edad que una de las víctimas de Rivera, del episodio que convirtió en sicario a Portillo. La madre de Gaby Costa nunca fue a prisión a verlo, pero el tatuaje de “mamá te amo” que el delincuente tiene en su piel es la esperanza de que algún día eso suceda. Las madres de sus hijos son un motivo para pensar en el afuera o las que los iniciaron en la delincuencia. Ser padres puede ser el motivo que los lleva a no incluir niños dentro de sus víctimas; en otros casos, por el contrario, sus víctimas no significan nada, directamente son “bolsas de basura” para algunos de ellos.

Culpan a la necesidad, las macumbas y la mala racha por sus actos, o simplemente confiesan haber elegido ese camino a pesar de tener otras opciones. Por comer, querer vestirse mejor o no conocer otra manera de transitar la vida, porque alguien puso un arma en sus manos en cuestión de segundos, y, sobre todo, por grandes cantidades de dinero.

Historias de sicarios en Uruguay. Gustavo Leal. Penguin Random House. Edición Debate, 2021. 328 páginas.