En los últimos dos meses, siete niñas y niños fueron baleados en Montevideo y Canelones en el marco de disputas asociadas a bandas criminales. Dos de ellos fueron asesinados. El resto sobrevivió a los ataques.

En este contexto, el Ministerio del Interior (MI) convocó esta semana a una reunión interinstitucional, en la que participaron Fiscalía, el Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay (INAU), la Administración Nacional de Educación Pública (ANEP), la Administración de los Servicios de Salud del Estado (ASSE) y la Suprema Corte de Justicia (SCJ). El objetivo del encuentro fue coordinar acciones para la protección de las niñas y niños en situación de vulnerabilidad, en particular cuando las personas adultas de sus entornos tienen vínculos delictivos.

Las líneas de acción acordadas se centran en “fortalecer el trabajo de la Policía con poblaciones vulneradas”, “cambiar la cultura de la violencia”, dar talleres en escuelas, actualizar la guía de actuación policial cuando hayan niños en procedimientos, capacitar al personal de ASSE en territorio, dar más visibilidad a las líneas anónimas de denuncias y convocar al Instituto Nacional de Estadística para generar datos.

A raíz de estos casos, diferentes especialistas dialogaron con la diaria sobre el impacto de estos hechos en la sociedad y analizaron las cifras de los últimos años. Otros, comentaron los cambios que la situación generó de un tiempo a esta parte, por ejemplo, en los centros de salud.

Los homicidios de niñas, niños y adolescentes en los últimos años

Según los datos del Observatorio de la Criminalidad y la Violencia del Ministerio del Interior, correspondientes a los últimos años, las víctimas de homicidios de entre 0 y 12 años en 2018 fueron cuatro en 414 homicidios, en 2019 hubo seis casos en 390 asesinatos, en 2020 fueron tres en 334 casos, en 2021 también fueron tres pero en 300 casos, en 2022 hubo ocho en 383 homicidios y en 2023 fueron dos casos en 382 asesinatos.

No todos fueron asociados a conflictos criminales. En lo que respecta a lo que va de 2024, hubo dos casos de niños asesinados y ambos estuvieron vinculados a cuestiones criminales asociadas al tráfico de drogas.

En cuanto a los adolescentes, y sin contar con el dato de cuántos de estos homicidios corresponden a enfrentamientos criminales, en 2018 fueron 17 casos del total, en 2019 fueron 19, en 2020 fueron seis, en 2021 fueron seis, en 2022 fueron 12 y en 2023 fueron 13.

El “pánico moral”

El sociólogo e investigador experto en el análisis de la violencia letal, Emiliano Rojido, en diálogo con la diaria expresó que, si bien en términos cuantitativos son pocos casos, es “un horror”. A su vez, se refirió al “pánico moral” como concepto, que tiene que ver con la reacción que generan este tipo de hechos “tan espantosos”.

Para Rojido, hay que ver cómo son asesinados estos niños o por qué resultan baleados. Explicó que lo más común a nivel internacional es que resulten baleados en accidentes domésticos cuando hay armas en los hogares o en casos de violencia doméstica. Pero, según el experto, “hay que aclarar que los niños no son una población de riesgo de la violencia en el sentido poblacional o en términos de tasas”. “Aunque es horrible que pase, es relativamente bajo en relación a las personas de otras edades, como los jóvenes, por ejemplo, que son los que tienen tasas más altas”, agregó.

Rojido recordó que hay dinámicas de violencias instaladas en nuestra sociedad, y que en particular la violencia letal se concentra en los barrios vulnerados, donde la cantidad de niños es mayor porque suelen ser lugares pobres y la pobreza está infantilizada. Entonces, “tanto de manera intencional como por las balas perdidas, que ya están con una violencia muy exacerbada, puede llevar a que un niño reciba esas balas”.

Además, el experto destacó el impacto que tiene la manera en la que trascienden estos homicidios en los medios de comunicación, como ocurrió con uno de los últimos casos, específicamente el del niño asesinado en la boca de venta de drogas. Eso puede instalar la idea de que sólo los niños son baleados en estas situaciones. “Son los que generan más impacto público y la gente se queda con una idea un poco distorsionada de la realidad”, remarcó. En este sentido, para Rojido hay que “interpretar la realidad de forma más cautelosa”.

Ni patrones ascendentes ni “escudos humanos”

En una línea similar se expresó Gabriel Tenenbaum, sociólogo especializado en crimen organizado, quien comentó a la diaria que, según los datos del Ministerio del Interior sobre los homicidios que hubo entre 2012 y 2022, no existe un incremento de niñas y niños asesinados. “Hay idas y vueltas en algún caso, pero no hay un patrón”, aclaró.

En el caso de los adolescentes, se ve una mayor exposición a la violencia letal que en los niños. Pero “tampoco es que las curvas sean tan claras en términos ascendentes”. Entiende que el homicidio del niño frente a la boca de venta de drogas que despertó múltiples reacciones es algo “excepcional”.

Para Tenenbaum, “no es usual la utilización de niños y adolescentes como escudo en el crimen organizado, menos aún en el delito común”. No es algo usual ni hay evidencia clara que demuestre que lo sea o que hay incrementos en otras partes del mundo, sostuvo.

El barrio como determinante de la violencia

Por su parte, la socióloga Clara Musto, especializada en el estudio del crimen organizado y el narcotráfico, en diálogo con la diaria planteó que para contextualizar la violencia y su incidencia es importante recordar que es un fenómeno específico de América Latina. “En la mayoría de los países del mundo los homicidios vienen descendiendo desde hace varios años hasta constituirse en un problema bastante extraño, poco frecuente”, pero, en América Latina sucede lo contrario y la tendencia es al ascenso, “independientemente de los ciclos económicos y políticos”.

En tanto, contó una experiencia que surgió de la Universidad de la República, compuesta por profesionales de múltiples disciplinas, quienes compararon la exposición diferencial a la violencia en niñas, niños y adolescentes en Montevideo. Se enfocaron en particular en el municipio F, ubicado en el noreste de la capital.

Una de las principales conclusiones es que el barrio donde se vive “es totalmente estructurante de las experiencias de la violencia”: la exposición a la violencia, a las armas de fuego y a otro tipo de violencias más estructurales, como son la contaminación y la degradación de los espacios públicos, del acceso a servicios y del transporte, entre otros.

“En qué barrio uno vive es fundamental para entender la experiencia de la ciudad que uno tiene”, expresó Musto, que señaló que “vemos hace ya varios años que existe un problema grave en varias zonas de la ciudad, fundamentalmente en las zonas periféricas, de exposición a armas de fuego desde edades muy tempranas”.

A su vez, trabajaron con niñas y niños de una escuela del municipio F y de Punta Carretas. La dinámica consistía en que contestaran de forma anónima qué les gustaba más y menos de su barrio, y cómo lo mejorarían.

Al sistematizar esas respuestas, en el caso del municipio F, “surge muy claramente que los elementos que les dan miedo y que no les gustan del barrio son la muerte, los tiros, las peleas, la violencia, junto con otras manifestaciones quizá no tan delictivas, como las picadas, el ruido de las motos en la noche, los animales sueltos”. “Los niños de cuarto de escuela nos lo decían muy claramente: los tiros, o los corchazos, en su propio lenguaje, eran una realidad presente noche tras noche en sus barrios”, resaltó, y agregó que “esta exposición tan temprana a la violencia también tenía connotaciones a la hora de proyectar un espacio público”.

En la segunda parte de la dinámica, les proponían que en una maqueta proyectaran un espacio público que quisieran tener en el barrio. Se les daban elementos para que jugaran. “Para nuestra sorpresa se repetían en varios de los grupos el pedido de que esté la Policía”. “Ellos mismos ponían a la Policía para cuidar esta nueva plaza pública, ponían cámaras de seguridad, les agregaron rejas y cercaban la plaza para intentar proteger ese espacio”, detalló Musto.

“Toda esta preocupación tan temprana no la vimos cuando se repitió ese ejercicio con los niños de Punta Carretas”, advirtió. “Ahí no estaba presente el llamado a la Policía; tampoco las rejas ni las cámaras de seguridad”, remarcó.

La percepción de la necesidad de contar con la Policía “empieza a cambiar un poco” con la población adolescente: “Ya no está vista uniformemente como un actor que los protege, sino que también empiezan a aparecer algunas grietas, algunas experiencias de victimización de parte de la Policía hacia ellos, algunas visiones de su proceder injusto”. “Todos tenían anécdotas de cuando la Policía los había parado por estar en su barrio”, recordó.

Musto también resaltó que al cambiar de territorio se diferencian los relatos entre varones y mujeres. Las mujeres se sentían más expuestas a la violencia por acoso callejero y empezaban a tener un uso más reducido del barrio, mientras que los varones mantenían un uso más extensivo, con una exposición más sistemática a la violencia barrial. Los varones se perciben también como “víctimas de algunos abusos policiales, que sin embargo eran para ellos ‘legítimos’; podían ser injustos, pero no dejaban de ser legítimos como un modo imperfecto de intentar garantizar condiciones de seguridad”.

Para la especialista, este fenómeno diferencial de exposición de niñas, niños y adolescentes a la violencia no es algo nuevo, pero “quizás sí se manifiesta de forma más aguda y preocupante ahora”, aunque es “un estructurante total de las formas en cómo percibimos la ciudad y que van generando círculos viciosos”.

“En varias zonas de Montevideo hoy en día el Estado ha renunciado a la posibilidad de garantizar servicios”, algo que “hemos visto en varias zonas”, sostuvo. Explicó que tanto desde la Intendencia de Montevideo como desde el Ministerio de Desarrollo Social esto pasa porque “no se puede garantizar la seguridad a los trabajadores [una preocupación que destacó como legítima], entonces no se pueden garantizar los servicios”.

Musto resaltó que la falta de acceso a los servicios agrava los problemas de segregación territorial, que se suma a las desigualdades clásicas económicas, sociales y medioambientales. “A estas desigualdades, ahora se agregan las vinculadas a la violencia, lo que conforma un círculo vicioso de desintegración social que agrava el problema”, sostuvo.

El impacto en el sistema de salud

La Sociedad Uruguaya de Pediatría (SUP) emitió un comunicado de prensa en el que se refiere a los hechos de violencia que en las últimas semanas involucraron a niñas y niños. “Seguimos con enorme preocupación estas situaciones que vemos a diario en nuestros lugares de trabajo” y que “asistimos en los distintos niveles de atención”, comunicaron. A su vez, el grupo de pediatras consideró que son hechos que “de ninguna forma” se pueden naturalizar.

Otra de las instituciones que se pronunció al respecto fue el hospital Pereira Rossell, centro que recibe casi a la totalidad de niñas y niños heridos de bala.

Este jueves, en diálogo con la prensa, Álvaro Galiana, el director del centro de salud, dijo que si bien el hospital no tiene “a dos niños baleados internados por mes”, sí los recibe en modo “consulta”. Quizás en el último mes “hubo un aumento de casos que llamó la atención”, agregó.

En cuanto al incremento de las consultas por incidentes con armas de fuego, agregó que “no es nuevo” y que comenzó hace por lo menos 20 años. Pero, desde 2020 hasta ahora, “lo que antes era una excepción que se trataba de un niño pequeño que había tomado un arma de algún adulto, por error”, mutó a “niños de 12 años en adelante” que, en otro contexto, resultan heridos. También llegan al hospital adolescentes heridos “que estaban participando en actividades delictivas” y otros que quedan “en el medio” de otros hechos. “No hablamos de balas perdidas porque no lo son, salen de algún lugar”, consideró.

Sobre la atención explicó que cuando el hospital recibe a un niño, niña o adolescente herido de bala o arma blanca, además de brindarle atención clínica, le brinda asistencia psicológica o psiquiátrica, y se judicializa inmediatamente cada caso.

Galiana entendió que asistencialmente “es un problema” porque exige “adecuarse a que pueden surgir otros problemas”, por ejemplo, de violencia. “A veces las hay entre las personas que cuidan a los pacientes”, ejemplificó. Por este tipo de situaciones es que a los pacientes que se internan por hechos vinculados a violencia se los interna con una cuidadora y un funcionario del MI.