Ignacio Cano es doctor en Sociología y Psicología Social. Se desempeña como docente e investigador en la Universidad Estatal de Río de Janeiro y se ha especializado en el estudio de los homicidios. Justamente sobre eso habló en el Encuentro de Seguridad organizado por el Ministerio del Interior, el martes, que tuvo como foco analizar las estrategias que se han implementado en distintos países para reducir los niveles de violencia letal.

En una entrevista con la diaria, repasó el estado de situación de la región, a la que definió como la “más violenta del mundo” por sus tasas de homicidios cada 100.000 habitantes, habló de experiencias que se han implementado en diversos países para reducir los niveles de violencia y de las posibilidades que tiene Uruguay para revertir la problemática de los homicidios.

El ministro del interior, Carlos Negro, dijo el martes que Uruguay tiene tasas epidémicas de homicidios. ¿Qué implica esa definición?

Lo primero es definir qué son tasas epidémicas. En general, lo que se usa como referencia es la tasa de 10 homicidios por 100.000 habitantes, porque en algún momento la Organización Mundial de la Salud dijo que a partir de ahí se podría considerar una tasa epidémica.

Uruguay tiene una tasa de 10 homicidios cada 100.000 habitantes.

Sí. Es una clasificación relativa, porque la palabra epidémica sugiere contagio y que va a haber un aumento, cosa que no necesariamente es así. Digamos que más que epidemia es un límite entre tasas que se consideran tolerables y tasas que se consideran excesivas. Europa, por ejemplo, está por debajo de cinco en general. Hay países, como Estados Unidos, que están en seis. América Latina es la región más violenta del mundo. Nuestras tasas de homicidios están en 20 y 40, por ejemplo, Ecuador llega a 40. El Salvador supo llegar a más de 100. Son niveles de violencia comparables a los que se encuentran en conflictos armados. El único país del mundo que se compara con América Latina es Sudáfrica, y ocasionalmente hubo algún otro país, pero el resto del mundo tiene tasas muy inferiores.

¿Qué factores explican que nuestra región sea una de las que tiene mayores tasas de homicidios?

No hay una explicación única, pero hay muchos factores que han sido estudiados. Entre ellos, la fuerte desigualdad social, el hecho de tener estados débiles, los altos niveles de impunidad, la baja tasa de esclarecimiento criminal y la alta presencia de armas de fuego. Luego está el crimen organizado y la disputa entre grupos criminales, que ha disparado la violencia en algunos países. También está la cuestión del machismo y el patriarcado como un factor que estimula los femicidios. El femicidio, por ejemplo, es un crimen tipificado básicamente en América Latina. Tenemos también un historial de violencia y la violencia es algo que siempre tiene un efecto inercial importante. Cuanto más violencia hay hoy, más violencia habrá mañana. Eso es negativo, por un lado, pero, por otro lado, también significa que si conseguimos reducir los niveles de violencia, es bastante probable que esa reducción tenga también un efecto inercial y podamos seguir reduciendo los niveles de violencia. Países que hoy en día son tranquilos y tienen bajos niveles de violencia, como los países europeos, fueron muy violentos un tiempo atrás. Entonces, no hay ningún determinismo genético ni cultural que nos obligue a ser violentos el resto de la vida. Por otro lado, la izquierda latinoamericana siempre esperó que la resolución de la exclusión social, la disminución de la pobreza y la desigualdad acabaría con la criminalidad, con la violencia, y eso no sucedió.

¿No tiene incidencia la disminución de la pobreza en la baja de la criminalidad y la violencia?

Incide de varias maneras, por ejemplo, las víctimas de la violencia letal en general son gente pobre, jóvenes, de sexo masculino, con baja escolaridad y habitantes de regiones periféricas. Eso es casi una regla universal. Eso no significa que una disminución de la pobreza o de la desigualdad a corto plazo consiga acabar con la violencia. Lo que hemos observado, por ejemplo, en Venezuela, en la época del gobierno de [Hugo] Chávez, es que hubo varios programas que redujeron la pobreza y, sin embargo, explotó la criminalidad. En el nordeste brasileño, durante el gobierno de Lula da Silva, hubo también muchos programas de transferencia de renta y se dio un momento de mucha explosión de la violencia. Entonces, la reducción de la pobreza no garantiza a corto plazo una reducción de la violencia. A mediano o largo plazo pensamos que sí, tenemos algunos estudios que muestran la relación entre la renta del sector más pobre de la población en cada municipio hoy y la tasa de homicidios 20 años después. Pero la prevención social es algo que va a tener un impacto a mediano o largo plazo, que no coincide con los ciclos electorales y con los planes de seguridad en general. El segundo gran fracaso fue pensar que el fin de la violencia política acabaría con la violencia en general. Países como El Salvador, por ejemplo, salieron de la guerra civil y acabaron experimentando tasas de homicidio más altas que incluso durante la guerra. No tenemos una solución mágica, pero tenemos que ir trabajando para conseguir sociedades más inclusivas, menos desiguales, donde haya menos incentivo para el crimen organizado y donde los niveles de impunidad sean más bajos. Por otro lado, en los últimos años ha habido muchos estudios sobre las dinámicas del propio crimen como motores de la violencia, porque tradicionalmente lo que uno piensa es que los malos son los que cometen la violencia y los buenos son la Policía o el Estado y que entonces los buenos van a luchar contra los malos. Sin embargo, en muchos casos las dinámicas entre los propios grupos criminales son fundamentales para determinar los niveles de violencia. En México, por ejemplo, en el gobierno de [Felipe] Calderón, el objetivo fue descabezar los grupos criminales, y arrestaron y mataron a muchos jefes de los carteles. Eso generó una disputa entre los carteles y una fragmentación que multiplicó la violencia por tres. México pasó de una tasa de 7 homicidios cada 100.000 habitantes a tener más de 20 en pocos años. Entonces, parte de los niveles de violencia tienen que ver con el comportamiento de los grupos criminales y no sólo con el comportamiento del Estado, y ahí se abre también toda una discusión en varios países de en qué medida tendría sentido negociar o, por lo menos, crear incentivos para que los propios grupos criminales trabajen con menores niveles de violencia. Es una posibilidad potencialmente fructífera, aunque tiene riesgos bastante significativos. En El Salvador, por ejemplo, la tregua con las maras en el gobierno de [Mauricio] Funes redujo en dos tercios la tasa de homicidios en poquísimo tiempo, lo que muestra que las dinámicas entre los grupos criminales en algunos países donde la violencia tiene esa característica intergrupal son fundamentales para determinar los niveles de violencia, y que si uno consigue generar incentivos para que el crimen opere con menores niveles de violencia, puede reducir la violencia en plazos relativamente cortos.

¿Cuáles son los riesgos de negociar o promover incentivos para que se autorregulen los grupos criminales?

El riesgo es que si empiezas a negociar con grupos criminales, los legitimas. Por ejemplo, lo que pasó en El Salvador es que los grupos criminales aprendieron que matar era un instrumento de negociación con el gobierno. Eso se puede convertir en un proceso infinito si no hay un proyecto de salida de la vida criminal. Por ejemplo, esa tregua en El Salvador hace unos años redujo muy significativamente los homicidios, pero no resolvió el problema de la extorsión. La tregua se cayó y, en ese momento, justamente, fue que El Salvador alcanzó una tasa de más de 100 por 100.000 habitantes. Hay una cosa que se está proponiendo actualmente, que se discutió en el seminario [el Encuentro de Seguridad], que es lo que se llama disuasión focalizada. La disuasión focalizada no es nada más que una priorización de determinados tipos de crímenes y determinados tipos de actores que tienen un gran potencial de ejercer violencia para que se reduzca esa violencia. Es una especie de política de reducción de daños, es decir: “No voy a acabar con la venta de drogas, por ejemplo, que es imposible, pero voy a intentar que esos grupos que operan vendiendo droga trabajen con menores niveles de violencia”.

¿Qué experiencias de disuasión focalizada han dado resultados?

En Río de Janeiro tuvimos una experiencia que se llama la Unidad de Policía Pacificadora, en la que la policía en vez de invadir los territorios de los narcos, disparar y matar gente, lo que hacía era permanecer en el territorio de los narcos para intentar evitar los enfrentamientos armados. En esa época nosotros fuimos contratados por el gobierno del Estado y lo que les recomendamos es que crearan esos grupos de policía pacificadora en las áreas más violentas, como una forma de dar una señal a los criminales de que quien operara con mucha violencia, iba a perder el territorio. Entonces, les terminaba saliendo más en cuenta trabajar con menores niveles de violencia. Ese es el tipo de incentivos que ni siquiera exigen una negociación, porque cuando uno tiene que negociar con grupos criminales, los riesgos políticos son infinitamente mayores. La primera experiencia de lo que se llama disociación focalizada fue la de Boston Ceasefire, que era básicamente llamar a los grupos criminales y decirles: “Sabemos que ustedes venden drogas, cometen crímenes y que van a continuar haciéndolo, pero el día que maten a alguien vamos a estar encima de ustedes, vamos a capturarlos a todos y vamos a echarles el sistema criminal en contra”. Hay algunas estrategias que intentan primero privilegiar algunos crímenes sobre otros. Nosotros trabajamos mucho sobre homicidios; si uno quiere reducir homicidios, tiene que priorizarlos y tiene que hacerlo sobre otro tipo de crímenes. Si uno quiere acabar con el tráfico de droga, pero está todo el día en enfrentamientos armados con el tráfico de drogas, no va a reducir los homicidios. En Uruguay hicimos un estudio sobre los homicidios y hay muchos homicidios que ocurren en barrios periféricos, aparentemente por bandas relativamente pequeñas, incluso familiares, que están armadas. Uno puede generar algún tipo de incentivo a esos pequeños grupos para que sigan operando y cometiendo otro tipo de crímenes, de cuño económico, pero sin violencia letal. Si negociás, los riesgos políticos y sociales son amplios, luego la oposición política te va a decir que vos estás tratando a los criminales como interlocutores. Si haces este tipo de cosas de las que venimos hablando, no abusás de nada porque no estás negociando con nadie.

Uruguay dejó de ser sólo un país de tránsito y pasó a ser un país de acopio y consumo de la droga, y eso ha tenido un correlato en el incremento de homicidios. ¿Cómo ves la situación del país respecto del narcotráfico y el crimen organizado?

Lo primero que hay que decir es que el crimen organizado es un concepto extremadamente elástico. El Protocolo de Palermo establece que si son tres personas que se ponen de acuerdo sistemáticamente para cometer crímenes, es crimen organizado, o sea que casi todo es crimen organizado. Otra cosa importante también es que la gente confunde el crimen organizado con violencia. Europa, por ejemplo, tiene un nivel de consumo de drogas relativamente alto, que se produce a través del crimen organizado, que lleva la droga desde Asia, Medio Oriente y América hacia allá, y no hay niveles altos de violencia. Los mercados ilegales no se pueden regular por medio del Poder Judicial, porque son ilegales, pero eso no significa que tengan que regularse necesariamente a través de una violencia extrema, como pasa en nuestra región. Entonces, en qué medida el crimen organizado puede acabar derivando en altos niveles de violencia depende de muchos factores. En ese sentido, a veces también se discute sobre si la prioridad tiene que ser la lucha contra la corrupción o la lucha contra la violencia, porque a veces priorizar una de ellas puede acabar perjudicando a la otra. Yo creo que hay que priorizar la lucha contra la violencia y hay que evitar que ese crimen organizado se organice más y sobre todo que se vuelva más violento. Por ejemplo, en casos como San Pablo, la extensión de hegemonía y el predominio [de un grupo] te permite bajar los niveles de violencia y seguir con altos niveles de lucratividad. Las banditas que hay en los barrios de Montevideo podrían seguir vendiendo drogas sin necesidad de matarse a tiros. Entonces eso es lo que hay que pensar; cómo conseguir que esos grupos operen con menores niveles de violencia y no pensar que necesariamente porque hay crimen organizado automáticamente hay mucha violencia, y automáticamente hay que combatirlo de manera también muy violenta, con grupos de operaciones especiales, que, muchas veces, como pasó en México, es totalmente contraproducente. A mediano y largo plazo, evidentemente, tendríamos que descriminalizar las drogas, porque es algo que sólo nos perjudica, ya que genera corrupción y violencia, pero no hay todavía suficiente apoyo político y social. Es un gran mérito que en Uruguay se haya conseguido descriminalizar la marihuana, pero a mediano y largo plazo tenemos que plantearnos que la droga es un problema de salud pública y no un problema de seguridad.

El año pasado, junto con Emiliano Rojido y Doriam Borges, presentaron un estudio sobre lo que ha funcionado y lo que no para reducir los homicidios en América Latina y el Caribe. Vieron, por ejemplo, que el descabezamiento de los grupos criminales y el patrullaje militar era contraproducente. ¿Qué funciona para disminuir la violencia letal?

Lo que concluimos en el estudio es que hay tres tipos de programas que han funcionado. Uno es la limitación al porte de armas en determinados locales, en determinados horarios. Eso en San Pablo y en Colombia ha funcionado, ha llevado a reducir los homicidios, a veces como 10%, un poco más. Otra cosa que ha funcionado es la reducción de los horarios de venta de alcohol en lugares donde los homicidios estaban asociados a lugares nocturnos de tiempo libre. En San Pablo y Colombia ha funcionado de manera bastante importante. También han funcionado los programas policiales en áreas de alta incidencia de homicidios. El programa que ha sido evaluado es básicamente el de la Unidad de la Policía Pacificadora en Río de Janeiro, que ha reducido las muertes provocadas por la propia Policía, que allá tiene una altísima letalidad. Esos son los programas que han mostrado de manera consistente un resultado positivo en la reducción de homicidios. Luego hay otra serie de programas que son prometedores, pero en los que la evidencia todavía es escasa y hace falta generar mucha más.

El gobierno está desarrollando un Plan Nacional de Seguridad, que este año se nutrirá de aportes de diversos actores, y que se presentará a principios de 2026. ¿Has visto alguna otra experiencia en la región de este estilo que haya dado buenos resultados?

Uruguay tiene un papel muy importante que jugar por varios motivos; es un país con niveles de criminalidad y violencia relativamente bajos, aunque han aumentado en los últimos años, es un país con un nivel de institucionalidad bastante elevado y es un país donde hay determinados consensos políticos todavía, que no existen en otros lugares. En ese sentido, es un lugar adecuado para intentar hacer una política de largo plazo de prevención de la violencia y la inseguridad. Aun así, evidentemente la inseguridad es una demanda social muy clara y muy urgente en muchos países de la región, y el hecho de que en Uruguay las tasas sean relativamente inferiores no significa que la gente no se sienta insegura. La gente demanda medidas de seguridad que tengan efecto inmediato. Si uno le dice que hay políticas de prevención social, que de aquí a 20 años van a resolver el problema, la gente va a decir que de aquí a 20 años van a estar todos muertos y no pueden esperar. Entonces, la tentativa de hacer un plan que tenga un nivel de apoyo social lo más alto posible, de legitimidad, por un lado, técnica, y, por otro, política, es realmente un camino bastante interesante.

Otro elemento que me parece fundamental es la formación de policías, fiscales y jueces, que tengan un perfil más técnico y, por tanto, puedan preservar determinadas políticas y actuaciones más allá del vaivén electoral. En Uruguay hay una generación de policías bastante serios, que han estudiado fuera, que se han formado y hay que conseguir generar, no sólo grupos de policías, sino generaciones enteras de policías con ese perfil. El objetivo es que le puedan decir al gobernante: “Mire, eso que está proponiendo usted no funciona y no lo vamos a hacer”.

Otro tema con el que me parece que tiene que avanzar mucho Uruguay es el control de armas, que todavía es muy precario. Nadie se va a oponer a controlar munición y armas ilegales. Son cosas que en general pueden suscitar un consenso político bastante amplio. Si uno genera, por ejemplo, un sistema nacional de registro de armas y de municiones, con marca balística, que permita identificar de dónde viene cada disparo, de dónde sale cada munición, se podrían resolver un montón de casos de violencia y desarticular un montón de redes de corrupción. Entonces yo creo que ese es el camino y me parece una apuesta bastante interesante que viene haciendo Uruguay, y el éxito va a depender de si se consigue un apoyo suficientemente amplio, que es una incógnita porque es un tema delicado.

¿Qué análisis hacés de la situación carcelaria uruguaya y su impacto en los niveles de violencia?

Uruguay tiene un nivel de reincidencia muy alto, de 65% en tres años. Normalmente medimos en cinco años, eso significa que si lo midiéramos en cinco, tendríamos 70% u 80%; es muy elevado. Luego, tienes una falta de inteligencia en las cárceles, que es fundamental. En Brasil, durante mucho tiempo se intentó impedir, a partir de bloqueadores, que hubiera comunicación entre dentro y fuera de la cárcel. En un momento se dieron cuenta de que era más importante escuchar lo que decían que impedirlo. Primero, porque no lo puedes impedir, y segundo, porque si escuchas, puedes prevenir muchas cosas que van a pasar fuera y dentro. Entonces, Uruguay tiene dos áreas que me parecen críticas: el control de armas y la situación penitenciaria. Hay superpoblación en condiciones que no son muy favorables y no hay una política para los egresos, para los que salen. ¿Qué se hace con los que salen? Habría que tener, por ejemplo, incentivos fiscales para las empresas para que contrataran egresos cuando salgan. Necesitamos también, idealmente, aunque es más caro, cárceles menores, con presos que tengan perfiles más semejantes entre sí. Las macrocárceles, en general, son fábricas de criminalidad. Otra cosa es que, probablemente, como pasa en muchos países de la región, mucha gente que está en la cárcel podría sufrir penas alternativas, que son más útiles para el resto de la sociedad, menos gravosas y menos costosas. Luego también, por los estudios que hicimos sobre homicidios acá, hay mucho crimen vinculado con el consumo problemático de drogas en determinados barrios de Montevideo. Entonces hay que trabajar el tema del consumo problemático, hay que tener opciones de desintoxicación, de tratamiento, de apoyo a la población de calle también. Eso es fundamental para prevenir futuros problemas de violencia y de criminalidad.

El atentado a Mónica Ferrero

“Hay países de América Latina donde los operadores de la justicia viven amenazados, son cooptados o muertos directamente, como en algunas zonas de México. Cuando eso sucede, el sistema deja de funcionar”, señaló Cano. Precisó que Uruguay “está muy lejos de esa situación”, aunque es “muy grave” el ataque que recibió la fiscal de Corte, Mónica Ferrero.

También sostuvo que el hecho “va a traer un aumento de la protección contra los operadores judiciales, evidentemente, y no podría ser de otra forma, y habrá que esperar un tiempo para ver si es un caso aislado”.

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