De todas partes vienen los convencidos de que las políticas públicas en seguridad no distinguen ideología. Parece ser la respuesta mayoritaria de quienes reconocen que el ciclo progresista en América Latina fracasó en materia de seguridad pública. Tras tamaña aseveración, se abrió la puerta a la búsqueda de explicaciones. Primero aparecieron los diagnósticos con conclusiones apresuradas, casi siempre atados a coyunturas políticas y electorales, aprovechados por las derechas, pero también por las izquierdas conservadoras. De aquí devienen los postulados de la mano dura, la tolerancia cero, la defensa social, el realismo de derecha.

En paralelo, aunque por otra vía, tomaron fuerza los autopercibidos y presentados al mundo como técnicos neutrales. Se caracterizan por ofrecer productos de seguridad en paquetes preexistentes con financiamiento cargado, muchos de los cuales son pastiches con baja efectividad demostrada. Sostienen que las medidas eficaces son las que no acarrean previamente un sistema de ideas, una sensibilidad social y una matriz de inteligibilidad. Eficacia aparece como sinónimo de mediciones, indicadores y buenos resultados. Quienes adhieren a este “neutralismo técnico” empujan estas ideas (ideología, claro) en un campo epistémico y económico que lo hace posible. Han logrado un efectismo inusitado en tiempos en los que la ciencia saldó antiguas discusiones. Por ejemplo, la construcción del dato no es un proceso estéril y los buenos resultados son tales a la luz de parámetros interpretativos (conceptuales, teóricos), valorando también procesos.

Amplios sectores de las izquierdas —en especial, los sectores progresistas desorientados y preocupados por la audiencia (propia y ajena)— ingresaron al cuadrilátero montado por las derechas, la izquierda conservadora y la supuesta neutralidad técnica. Subieron al ring y se ubicaron en el mismo ángulo de la lona de sus contrincantes. No hay disputa por la “verdad”, dicen que la ideología no discierne en materia de seguridad pública. Tras los primeros años de gestión, las izquierdas progresistas del primer cuarto de siglo XXI se acoplaron a esta hegemonía y perdieron una posición genuina en el campo de la seguridad. ¿Qué pasó? “¿Por qué en un gobierno presuntamente progresista y en favor de los derechos de las mayorías domina una seguridad punitiva o de ‘derecha’…? ¿Cuáles son los mecanismos estructurales que obturan una política progresista de seguridad?”. Estas preguntas comienzan a responderse con profundidad y honestidad en un segundo momento de diagnóstico que viene emergiendo desde el lugar de enunciación de la literatura especializada, en algunos casos elaborada por quienes ocuparon posiciones de gobierno. Es el caso de Sabina Frederic y su libro Lo que el progresismo no ve (cuando aborda la seguridad), al echar luz sobre la extendida tensión entre la seguridad pública y los gobiernos de izquierda en América Latina, aunque el trabajo se refiere al caso argentino y a su experiencia como exministra de seguridad de Argentina (2019–2021). A continuación, expongo algunas de las ideas potentes de esta obra.

La seguridad no es un campo delimitado, dice Frederic. Concita una agenda lábil, donde todos creen tener material decible como verdad. No solamente esto le cabe al abogado penalista convencido de conocer los pormenores de la seguridad pública por ser litigante en el par de delitos que reciben mayor publicidad. Las fronteras disciplinarias en la seguridad son tan difusas que todo es opinable. Y nadie duda: tres millones de ministros del Interior. Por lo tanto, no hay gestor que pueda conformar a las mayorías. Más aún si sus pares, gestores del pasado y políticos del presente, utilizan a la seguridad como arena de rencillas, canalizando ansiedades e incertidumbres en un cuadrilátero de barro, sin ideas.

Aquí entra en escena el mecanismo del pararrayos: estrategia simple y efectiva de recurrir a prácticas pseudo-legales para regular las emociones de la audiencia. El pararrayos desplaza el eje central de la cuestión hacia un problema creado y, a veces, ficticio. Es un acto de dramatización, una performance político-mediática de quienes encarnan su propia ley antes que la ley que nos rige a todos en el Estado de derecho, dice Frederic. El pararrayos es una estrategia de comunicación política en sí, encarnada por personas descartables que forman parte de un engranaje hecho para desviar la atención. Se trata de seducir, engañar, divertir y aterrorizar al público. Su efectividad se comprueba cuando los adversarios entran de lleno en el cuadrilátero creado por el pararrayos y utilizan las reglas de juego que esta figura performativa propone.

Esto ha sido uno de los problemas de la izquierda progresista: ingresar a un conflicto producido por otros (por ejemplo, la izquierda no reprime) y poner pararrayos de derecha (se refiere a Sergio Berni). Así las cosas, el Ministerio de Seguridad se transforma, más bien, en un Ministerio de Comunicación donde es más importante el decir que el hacer. Esto se ajusta muy bien a la seguridad, puesto que, como se dijo, es un tema/campo opinable por cualquiera, por lo que hay que atender la gestión de la opinión pública. Así, la ideología se somete al imperio de la comunicación.

Cuando la comunicación domina las decisiones de seguridad, el tiempo, los esfuerzos y los recursos se dirigen hacia la iluminación del foco reflector: los hechos del día a día en el terreno concreto. Asuntos estratégicos como comprender la organización del delito, predecir el comportamiento del crimen, rediseñar continuamente la política criminal de acuerdo a la evidencia, profesionalizar el trabajo de la policía y la justicia, por poner algunos ejemplos, pasan a un segundo plano. En otras palabras, se valora que un ministro se haga presente en la escena de los hechos, que ello sea registrado por la agenda mediática y reconocido por la audiencia, aunque probablemente buena parte de las decisiones importantes deberían tomarse sobre la mesa de un escritorio con los insumos necesarios, el equipo de asesores y los jerarcas de turno.

Al final, incluso en el progresismo, el engranaje configura que la demanda y oferta termine siendo más policía y más represión aquí y ahora. Esto desencadena un gran problema. La amplia predominancia de la prevención policial —que en Frederic significa patrullaje, control de la circulación y operativos de saturación— se dirige exclusivamente a los delitos de los débiles. Mientras tanto, la investigación criminal, con sus saberes y tecnologías, que es la que puede enfrentar a las organizaciones criminales y los delitos de los poderosos en general, no recibe la luz mediática.

¿Qué es, entonces, una seguridad progresista? Es la ampliación de la protección de la vida y de la propiedad de las mayorías, dice Frederic. Es la disminución de los asesinables y carcelables por medio del cumplimiento de los derechos ciudadanos y el trabajo en los márgenes. Es minimizar la violencia estatal y los reproches penales. Es mitigar la desigual distribución en la sociedad de las vigilancias y los castigos por clase, raza, etnia y generación. Es perseguir los delitos de los poderosos y la corrupción en todos sus niveles. Es ofrecer condiciones dignas de transitar la sanción penal y oportunidades reales de inserción en la conformidad social.

Cuidar a la policía también es una medida progresista, dice Frederic. La policía es el eslabón más débil, pobre y expuesto del sistema de justicia, y eso no se capta. Cuidarla implica dignificarla en su salario, pero también protegerla del agotamiento físico y emocional de la tarea, y de la corrupción. La caja policial generada por las coimas de la regulación de los mercados ilícitos deriva en maletas de dinero para la política y en sobres para la prensa. La finalidad de fondo no es (o no solamente) proteger el negocio criminal, sino proteger y financiar al verdadero poder político, económico y mediático. De este intríngulis, la policía es la que suele salir más afectada, mientras los otros actores quedan impunes o mínimamente salpicados.

Dice Frederic que “los márgenes de maniobra de una seguridad progresista son extremadamente estrechos y contrarios al pulso electoral”. La alternativa no es traicionar la sensibilidad y las ideas progresistas, sino la astucia, como, por ejemplo, producir cuadriláteros con las propias reglas de juego. El progresismo no debería utilizar pararrayos de derecha ni de izquierda conservadora, y tiene que evitar caer en la trampa del cuadrilátero embarrado que de forma sistemática y con estrategia comunicacional le plantean sus oponentes. El cacareo sin interlocutor solamente es una voz que se repite, nada más.

La seguridad pública implica brindar una respuesta a dos preguntas claves: cómo queremos vivir en comunidad y qué estamos dispuestos a hacer para cumplir con ello. Las respuestas no pueden rehuir un sistema de ideas, una sensibilidad social y una matriz de inteligibilidad sobre lo que entendemos por realidad y vida. La seguridad progresista es transformadora y no paliativa, y ese es su sello ideológico de identidad. Ubicarse en el mismo ángulo del ring de los adversarios ideológicos no es estratégico, es un paso hacia la pérdida del sello, un paso que nadie obligó a dar.

En el marco del seminario “Género y violencias en el Sur Global”, organizado por el grupo de investigación Juventudes, Violencia y Criminalidad en América Latina, de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República, este miércoles a las 19.00 Sabina Frederic dará una conferencia en la que presentará su libro, y harán comentarios la subsecretaria del Ministerio del Interior, Gabriela Valverde, y los académicos Nilia Viscardi y Gabriel Tenenbaum.