Que la toma de mando de Lula Da Silva ocurra el primero de enero permite la paradoja, tan brasileña como la profundidad de un samba enredo, de que ese día en que nunca pasa nada suceda un hecho clave para el sentido democrático de esta parte del mundo. Y así, la prospectiva parecerá imponerse por sobre el balance.
Pero proyectar lo que pueda ocurrir con Lula va de la mano con entender sus límites, por ejemplo, los que surgen de los apoyos de centroderecha que le dieron sostén más allá de la izquierda de la que proviene, y asumir que su mandato estará atravesado por ese corsé. Es con esas ataduras que deberá navegar las aguas pantanosas de su antimateria: la consolidación del bolsonarismo con más de 50 millones de votos1. Es verdad que lo que se gana parece ser más que lo que se hipoteca. En el caso de la política exterior, la recuperación de nuestro alfil regional en el tambaleante tablero multipolar permitirá tener una voz desde el sur que hasta ahora nadie más estuvo en condiciones de asumir. El México de Andrés López Obrador quedó demasiado envuelto en el humo contradictorio de sus polémicas acciones y su errática retórica, y la Argentina de Alberto Fernández nunca logró salir de sus dificultades internas, políticas y económicas, para proyectarse en un liderazgo exterior a pesar de sus intentos.
Esa voz recuperada no alcanzará para torcer políticas dictadas por intereses, pero sostendrá un sentido. Se podría decir que también ahí, en el concierto internacional, Lula precisará de apoyos. Pero decirlo de ese modo es insuficiente. Porque, en realidad, serán esos apoyos los que completarán a Lula. Los que harán posible que el sentido democrático, ese que Lula viene a colocar en lugar del trumpismo tropical, cristalice en política. Porque sentido sin política es estéril.
En esa ecuación es que entra Gustavo Petro. O para decir la fórmula completa, Gustavo Petro y Francia Márquez. Su elección en Colombia no sólo le quitó a la derecha su pieza histórica en América del Sur, sino que implicó la llegada al escenario de una voz robusta en términos de progresismo de izquierda y no sólo de progresismo socialdemócrata2. Si el inicio del Chile de Gabriel Boric fue la efímera tibieza —con su incapacidad política de conducir el proceso constituyente hacia algún tipo de puerto y su timidez para utilizar su capital electoral en sentido transformador— la Colombia de Petro y Márquez mostró, en estos primeros tres meses, otro modo de recorrer un camino similar. Articuló las alianzas en favor de aprobar algunas leyes redistributivas, pese a su debilidad parlamentaria de origen, y se situó en el concierto internacional con un discurso removedor que promete sostener en acciones.
El sentido democrático que recupera Lula, para Brasil y para la región, sería, de no existir Petro, sólo un sentido para una “democracia de baja intensidad”, para usar un concepto del portugués Boaventura de Souza. La propia reivindicación que hacen Petro y Márquez de los nadies, esa categoría social matrizada por Eduardo Galeano y que incluye a todos los excluidos, podría llegar a tener el alcance que necesitan estos tiempos líquidos (casi gaseosos) para construir una utopía real. Si la utopía —para seguir en la misma trama de discurso— es eso que sirve para caminar, la utopía real es la que sirve para ir construyendo ese camino. No es inocente el juego de palabras; y en su falta de inocencia el juego está, por supuesto, empedrado de peligros.
Si a nivel regional la decepción de Boric y las elecciones de Petro y Lula (con su sombra de la consolidación del bolsonarismo), fueron tres hechos centrales del año (y en un segundo nivel la trituradora de tipos de cambio y de sensatez política que ha seguido siendo la realidad argentina), en términos de cabotaje no puede olvidarse la potencial erosión de la calidad democrática uruguaya que surge de una serie de escándalos públicos. La situación más emblemática es el caso del jefe de la custodia presidencial, Alejandro Astesiano, que horadó con prácticas mafiosas la imagen del país más democrático del continente.3 En el ámbito internacional el presidente de Uruguay, Luis Lacalle Pou, suma las tensiones con sus socios del Mercosur ante el polémico manejo de la búsqueda de caminos de libre comercio por fuera del bloque, primero con China y luego con el Acuerdo Transpacífico.4
Todo lo anterior transcurre envuelto en un mundo que cambió para siempre. Es la tentación de todo análisis identificar, a veces tensando la lógica, hechos de proyección epocal entre los periódicos amarillos del año. En el primer número de la edición uruguaya de Le Monde diplomatique, en marzo, se daba cuenta de la invasión rusa a Ucrania, ocurrida el 24 de febrero. Resulta difícil no encontrar en ese episodio una bisagra. La puerta que abre no muestra nada bueno. La guerra de Ucrania ha arrastrado a Occidente a una rave belicista en la que los intereses geopolíticos se mezclan con el mundo del espectáculo.5 Europa, atada por Estados Unidos a su lógica atlantista, quedó presa de su propia retórica. No sólo porque el Kiev que se maquilla como paladín de la libertad es un régimen antidemocrático que venía violando desde 2014 los derechos de, al menos, un tercio de su población. Sino también porque nutrió a la Rusia de Vladimir Putin y le permitió sintonizar con las derechas europeas.
En el camino benefició a otras autocracias: amplió el planisferio de la influencia de Turquía, puso en guardia a China (alimentando a los halcones en el tramo final de un nuevo congreso de su partido de gobierno, de enorme incidencia en los destinos del mundo) y consolidó la alianza Moscú-Teherán que se venía templando desde la guerra de Siria (en este punto, no se puede nombrar en ningún balance la capital de Irán sin mencionar como otro de los hechos del año la protesta de las mujeres iraníes).6 La reconfiguración de la atención que trajo Ucrania, o la distracción sistémica de este tiempo tan lleno de distractores, permitió que algunos episodios regionales que deberían haber hecho sonar alarmas en la mirada progresista quedaran en la neblina: el encarcelamiento de la excomandante sandinista Dora María Tellez en la Nicaragua de Daniel Ortega, la deriva autoritaria de El Salvador camuflada tras la “mano dura” contra la violencia de las pandillas,7 la enésima crisis de Haití.
Pero hubo algo de fondo en el crujido de la bisagra ucraniana. Abdicando de una postura negociadora potente en su reacción ante la invasión rusa, Europa abdicó de su rol como codificadora del sentido democrático. De alguna forma cada época elige un centro para depositar, en sus bóvedas simbólicas, esa serie de claves a las que apelamos para entender más o menos lo mismo cuando decimos algunas palabras. Por eso la necesidad de recodificar algunos términos envejecidos. Por eso Lula (con Petro).
Roberto López Belloso, director de Le Monde diplomatique, Uruguay.
-
Ver cobertura de tapa “Las siete tareas de Lula”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, noviembre de 2022. ↩
-
Ver cobertura de tapa “Colombia en transición”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, julio de 2022. ↩
-
“Escándalo Uruguay: de pasaportes rusos a espiar opositores”, AP, Los Ángeles Times, 29-11-2022. ↩
-
“Tensión en Mercosur: Uruguay en la mira tras pedir ingreso al Acuerdo Transpacífico”, France 24, 3-12-2022. ↩
-
“Evento total, colapso editorial”, Pierre Rimbert. Le Monde diplomatique, edición Uruguay, abril de 2022. ↩
-
Ver cobertura de tapa “Un país propio”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, octubre de 2022. ↩
-
“Istmocracia en crisis”. Le Monde diplomatique, edición Uruguay, mayo de 2022. ↩