Cuando el entonces canciller de Estados Unidos, Colin Powell, anunció el 5 de febrero de 2003 su “operación especial” contra Irak, lo hizo con una conferencia de prensa en la sala del edificio de Naciones Unidas donde colgaba una reproducción en tapiz del Guernica de Pablo Picasso. Símbolo del alegato antibélico, la obra fue una reacción visceral al bombardeo conjunto de la Alemania nazi y la Italia de Benito Mussolini, el 26 de abril de 1937, contra la población civil de una pequeña ciudad vasca. Quizá por eso, Powell la mandó tapar con una tela azul antes de la entrada de los periodistas. No resultaba una buena escenografía para el anuncio de otros bombardeos.
El acto de prestidigitación del secretario de Estado no sólo recordó el poder del arte. Trajo a la memoria aquello que decía Walter Benjamin sobre cómo una reproducción negocia con la potencia del original.1 Aquel tapiz que reproducía el Guernica no era el Guernica y a la vez, en lo esencial, era el Guernica. Quizá por eso, y para evitar incomodidades futuras, el 26 de febrero del año pasado la familia Rockefeller, que lo había prestado a Naciones Unidas, decidió retirarlo de forma definitiva.
Durante la cumbre de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), realizada en Madrid el 29 y 30 de junio, el vínculo entre arte y poder retomó su nunca perdida actualidad. Los mandatarios y sus parejas realizaron una visita privada al Museo del Prado. Elegir el Prado para esa cena protocolar fue, en cierto modo, evitar el Guernica. Mantenido a prudentes catorce cuadras, el Centro de Arte Reina Sofía, donde se conserva el potente cuadro de Picasso, no era un buen marco para las fotos. Porque la visita fue registrada con profusión y difundida con entusiasmo. Se pudo ver, así, al primer ministro británico Boris Jonhson recorrer las salas con entusiasmo de conocedor y señalar, con familiaridad, a Las tres gracias (1630-1635), de Pedro Pablo Rubens. O al presidente de Francia, Emmanuel Macron, observar con respeto devocional el cuadro La familia de Carlos IV (1800), de Francisco de Goya.
Sin embargo, la fotografía más importante de esa noche fue la que mostró a todos los participantes posando junto a la tela que se conoce como “Las Meninas” de Diego Velázquez. En semicírculo, los jefes de Estado y sus acompañantes se colocaron en dos alas dejando al centro, en el lugar de honor, a La familia de Felipe IV (1656), que es el título de la obra en el inventario del museo.
“Las meninas” lo tiene todo. En especial, misterio. Además de una heredera al trono, ayudas de cámara, reyes reflejados en un espejo y un perro, aparece el propio Velázquez en el momento de pintar un cuadro. Los estudiosos del arte todavía no se ponen de acuerdo sobre qué cuadro es el que está pintando. Pero sí acuerdan dónde está su modelo: en el lugar exacto en el que se para el público para mirar “Las meninas”. Es, entonces, un cuadro que interpela más allá de su tema y de su belleza. Fue con esta complejidad con la que se fotografiaron los mandatarios de la OTAN para dar un mensaje simple: son los guardianes de lo mejor que tiene Occidente, que no es la riqueza, sino la cultura.
Como las pinturas son inmóviles y silenciosas, explicó John Berger en su celebérrima serie británica Modos de ver, se prestan a la manipulación.2 Así, el pincel de Rubens desborda los marcos de su obra y envuelve, generosamente, la figura desmelenada de Boris Jonhson con un aura de prestigio. Es como si en la era de la información los mandatarios ya no precisaran del pintor para ser retratados con los atributos del poder —el manto púrpura de Rafael confirmaba dignidades papales con el mismo énfasis con que el brillo de las armaduras de Tiziano sostenía monarquías—, sino que situarse junto a esas obras, en especial junto a sus originales durante una cena oficial que hace mutar el museo en restorán de lujo, es en sí mismo un atributo de poder.
Todo lo que rodea a una pintura es parte de su significado, dice Berger. Se refiere a todo. A quien la pinta (Kehindre Wile, el pintor negro que utiliza modelos negros para llevar al óleo la cultura de la calle, del rap, del hip-hop, entrelazándola con ecos florentinos de los tiempos de Sandro Botticelli, y que fue quien hizo el retrato oficial de Barack Obama para la galería de los presidentes de Estados Unidos), al lugar donde está exhibida (“Las Meninas” en el Prado) y a cada vez que se la muestra (en un documental, en un anuncio de cereales o en la propaganda de una cumbre de la OTAN). Porque “todo a su alrededor confirma y consolida su significado”. Por eso hoy en día la vida no es fácil para las pinturas más reconocidas. “Deben mantener su sentido contra toda la información que empuja alrededor de ellas para aparecer en la misma página o pantalla”, agregaba la mirada visionaria de Berger desde un lejano 1972.
En cierto modo, los mandatarios de la OTAN parasitan las obras del Prado, se envuelven en sus atributos de poder y buscan fundirse con ellas. Pero el rebote no se detiene ni puede ser domesticado. La realidad no es una canalización lineal de mensajes, sino un Flipper. En la misma página del periódico, o en la misma pantalla del móvil, está la foto de Johnson junto a Las tres gracias, de Rubens, pero también está el meme que lo ridiculiza por haber bromeado sobre la necesidad de que los líderes del G7 posen de torso desnudo para competir con el presidente ruso Vladimir Putin. Johnson y sus colegas parecen haber reducido a su rival al meme en que aparecía sin camisa montando un oso. Una masculinidad tóxica que estaría en el origen, nada menos, que de la invasión a Ucrania. La facilidad con la que Vladimir Putin desarticuló el planteo superficial de Johnson (cuando recordó que fue una primera ministra británica la que envió sus fuerzas armadas a castigar la recuperación de las Islas Malvinas por parte de Argentina en 1982) no implica que el mandatario ruso no sea un arquetipo de toxicidad patriarcal. Pero sí muestra cómo el Flipper no se detiene. El meme parasita las cumbres (moviendo hacia “otro lado” el comentario de varios líderes de Occidente durante la sesión de fotos alrededor de la mesa de trabajo del G7) y luego el resultado se vuelve, a su vez, meme: un Jonhson adiposo puesto en contraposición gráfica con cualquiera de las imágenes del Putin atlético. Y ese Putin atlético que tanto gusta a sus incondicionales debe, a su vez, pulsear con las que lo travisten de vampiro o de ícono queer. Las que por su parte... La serie es interminable y su propia multiplicación al infinito la esteriliza y vuelve imposible la dialéctica.
Parece sintomático, sin embargo, que lo más novedoso que dejó la cumbre de la OTAN (y la del G7, que le antecedió del 26 al 28 de junio, en Alemania) haya estado en el campo de lo visual. Porque todo lo demás transcurrió por los carriles de lo esperable: el apoyo a Ucrania, la satanización de Rusia, el acuerdo de Suecia y Finlandia con Turquía para que el exilio kurdo deje de ser un obstáculo para su entrada en la alianza.3
Aunque Velázquez con seguridad no tuvo esa intención, hoy “Las Meninas” es un cuadro democrático en sentido radical: el ciudadano es puesto en el centro de la visión del pintor que se ha pintado a sí mismo, y los reyes son sólo un reflejo en un espejo gastado. Más democrático todavía: esa operación “ocurre” en un museo público. Por eso no debería ser usado como decorado de una foto de líderes de una alianza militar. O quizá, en un rebote más del Flipper, sea la alianza militar la que no debería colocarse a tiro del complejo cuadro que pinta Velázquez. Al menos por autoconservación. Porque eso que Velázquez está pintando, eso que tiene enfrente y que en “Las meninas” no llega a verse, es el Guernica.
Roberto López Belloso, director de Le Monde diplomatique, edición Uruguay.
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Walter Benjamin. La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, 1936. ↩
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John Berger, Modos de ver. BBC, 1972. Disponible en Youtube. ↩
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“En su cumbre de Madrid, la OTAN se comprometió a defender la ‘integridad territorial’ de todos sus integrantes”. la diaria, 29-6-2022. ↩