La escena es conocida. Un artista disidente chino, Ai Weiwei, se hace fotografiar lanzando al piso una pieza de hace 2.000 años. La serie de tres fotos que documenta el acto se convirtió en su obra Tirando una urna de la dinastía Han (1995). La intención es tan obvia que se necesita la explicación del museo Guggenheim de Bilbao para recalcar esa obviedad: “Romper deliberadamente una figura icónica de aquel período equivale a arrojar todo un legado de gran significado cultural para China”.

El hecho de que fuera un chino destruyendo pasado para hacer un gesto a futuro podría hacer pensar en la Revolución cultural (1966-1976) impulsada por Mao Zedong, que además de reformular muchos aspectos de las relaciones sociales incluyó la destrucción de artefactos históricos. Sobre todo porque el propio Weiwei trajo a colación una frase del “gran timonel” al comentar su acto: “El presidente Mao solía decirnos que sólo se puede construir un nuevo mundo si destruimos el viejo”. Ironía pura. Lejos de ser una afirmación del poder, su obra actuó contra el sostén simbólico de ese poder (más allá de China, incluso).

Muy distinto fue lo que pasó el mes pasado durante la “toma de Brasilia” por parte de una turba de ultraderecha. Es verdad que el 8 de enero también se hizo añicos otro jarrón chino, pero más que para cuestionar el poder se lo rompió para preservarlo. En este caso la víctima inanimada fue un jarrón de la dinastía Shang, es decir, 1.500 años anterior al lanzado al piso por Weiwei.

Sin embargo, el verdadero “jarrón chino” de este 8 de enero no fue ese. Ni siquiera fue un jarrón chino. La pieza que los bolsonaristas rompieron para destruir deliberadamente “todo un legado de gran significado cultural” fue un lienzo: Las mulatas, de Di Cavalcanti. No se llama en verdad así. Di Cavalcanti no les ponía título a sus cuadros. Pero así le dicen. En esa “informalidad” innominada está también parte de su legado. Un cierto hálito de libertad, igualdad y fraternidad. Es decir, popular. Democrático. Legado informal de un pintor que no necesitaba de su nombre completo (Emiliano Augusto Cavalcanti de Albuquerque e Melo) para completarse.

Viendo su obra se puede intuir que Di Cavalcanti disiente respecto de la sociedad en la que le tocó trabajar. Que disiente respecto del lugar que les estaba reservado a las mujeres de las mayorías empobrecidas: esclavitud doméstica, esclavitud sexual. Cuando se produjo el big bang del Modernismo pictórico brasileño (1922), del que Di Cavalcanti es uno de los exponentes principales, no hacía 40 años que se había abolido la esclavitud en Brasil. Abolido en términos apenas formales. Di Cavalcanti, entonces, disiente y emigra. Busca en Europa el clásico viaje de formación de los pintores latinoamericanos (en general acomodados) y allí se encuentra con el Renacimiento que habitaba los museos y el precubismo que nacía en los ateliers de mala muerte. Después de mirar vuelve a Brasil para disentir todavía más. Se afilia a uno de los tantos partidos comunistas brasileños y en sus telas empieza a cuestionar lo aprendido. Lo visto, deberíamos decir para ser más precisos. Hay quien lee en alguno de sus cuadros una respuesta a El nacimiento de Venus (1485), de Sandro Botticelli (por ejemplo, en Samba, de 1925). Tampoco falta quien entiende sus mulatas como una re representación de Las señoritas de Avignon (1907), de Pablo Picasso. Prestando atención a estas interpretaciones paciera que el brasileño es como un Paul Gauguin que no necesita ir en busca de la Polinesia, sino que sería un imposible polinesio que viaja a la cuna de Gauguin y toma lo que necesita.

Es verdad que puede cuestionarse la romantización de esos modernistas, compartida incluso por cierta poesía de costumbrismo progre del momento (perdón, Vinícius). Pero hay un camino de disidencia hecho por Di Cavalcanti que va labrando una expresión política. Algo lo suficientemente opuesto al encorsetamiento psicológico del bolsonarismo como para recibir las puñaladas de la bronca de la turba. Los seis tajos sobre ese lienzo que está ubicado en el Palacio de Planalto tienen algo de navajazo traicionero y vengativo en un callejón a oscuras.

Como toda expresión artística verdadera, que siempre es inútil pero nunca inocua, Di Cavalcanti es, también, un punto de partida. Los que de verdad entendieron sus mulatas y no se quedaron en el límite que ese tipo de pintura tenía, pudieron disentir con Di Cavalcanti a partir del disenso que el pintor había planteado antes. La verdadera pintura es, en ese sentido, una siderurgia. Industria pesada capaz de generar otras industrias. Un ejemplo de esto puede verse en la plataforma de videos YouTube. Después de un travelling godardiano que hace pensar en Weekend (1967), se asiste al primer plano del rostro casi transilvano de un cadáver con la boca entreabierta y las narinas tapadas para que no salgan los humores de la muerte. Es Di Cavalcanti ya sin vida en el día de su sepelio. Forma parte del cortometraje documental de Glauber Rocha Nadie asistirá al formidable entierro de tu última quimera, salvo la ingratitud, aquella pantera fue tu inseparable compañera (1979), más conocido por su título reducido Di Cavalcanti di Glauber. O, aún más jibarizado, como Di-Glauber.

Si la destrucción de la urna Han por parte de Ai Weiwei es un acto exprofeso, deliberado, para crear un efecto que subvierta nuestra idea sobre lo real a través de lo que nunca debería pasar (lo normal no es romper una pieza antigua, sino preservarla), la película de Rocha hace la operación inversa. Muestra el hueso mismo de la muerte para mostrar que no hay manera de romper lo que Di Cavalcanti es. Que no es sólo lo que hizo, sino las puertas que eso que hizo pudo abrir. Y quizá, en un “quizá” dicho en voz muy baja, representa al mismo tiempo la construcción política entre deliberada y distraída que es Brasilia (esa mezcla de la audacia de arquitecto-urbanista de Oscar Niemeyer y la visión se diría que oportunista, o al menos oportuna, de presidente-demiurgo de Juscelino Kubitschek). Eso que fue lo que permitió que un cuadro como Las mulatas esté como una obra de arte destacada, de representación, en los salones del poder fue lo que fue abriendo puertas. Abriéndolas de forma, ahora sí, más distraída que deliberada, para que un aire de pueblo, una interpretación más exacta de lo que Di Cavalcanti intuyó, pero no pudo plasmar por los propios límites de su tiempo, se instalara en el Palacio de Planalto. Ese aire, digamos esos gobiernos del Partido de los Trabajadores en los dos mandatos de Luiz Inácio Lula da Silva y en el mandato inconcluso de Dilma Rousseff, insufló otra vitalidad al cuadro de Di Cavalcanti.

Fue en esa resignificación en la que se volvió un símbolo más potente de una brasileridad más real. Más disidente. Y fue por eso que el lienzo recibió los navajazos de castigo y advertencia. No hay revolución cultural en romperlo. Ni siquiera irónica. Hay contrarrevolución. Búsqueda de anular no un pasado, sino una posibilidad de futuro. No la destrucción maoísta del viejo mundo para construir uno nuevo. Ni siquiera la disidencia radicaldemocrática con las autocracias que representaría Weiwei. Lo que hay en la turba de navajeros es la destrucción fascista de toda posibilidad de algo nuevo, para preservar con violencia los privilegios de lo viejo. Dijo el crítico Frederico Morais que Di Cavalcanti le dio a la mulata brasileña una dignidad pictórica que la puso al nivel de las madonas renacentistas. Quizá algo así fue lo que la ultraderecha brasileña quiso evitar con la asonada del 8 de enero. Pero para las mujeres de carne y hueso.

Roberto López Belloso, director de Le Monde diplomatique, edición Uruguay.