Los efectos positivos del regreso de Luiz Inácio Lula da Silva se reflejaron en el retiro-cumbre de mandatarios sudamericanos propiciado por el presidente de Brasil el 30 de mayo. A América del Sur le hace bien que Brasil, potencia regional con vocación de incidencia global, no mueva tanto el péndulo que pase del solipsismo infantil del gobierno de Jair Bolsonaro (2019-2023) a olvidar el vecindario para enfocarse en el mundo. Lula parece haber comprendido que su postulado de la multipolaridad requiere volver palpable el polo donde de verdad pesa. En lugar de reeditar un club de amigos (más allá de la concesión narrativa de decir que los males de Venezuela son narrativos y no serios problemas reales de calidad democrática, como también los tiene Perú), Lula apela a una construcción con países, más allá del color político de sus presidentes. En ese sentido, el temprano esfuerzo del expresidente uruguayo José Mujica de actuar como puente entre Lula y el actual oficialismo de centroderecha es una forma de buscar establecer una “política de región” como extensión de las políticas de Estado que deberían pautar el rumbo internacional de las naciones. Uruguay sabe que no tiene otra opción que jugar en serio en esa cancha, aunque en la distancia corta se pueda usar la participación en el retiro para sumar supuestos puntos en la política de cabotaje (“Un rebelde en la cumbre” tituló El Observador el 31 de mayo, con foto del presidente Luis Lacalle Pou dando la espalda a su par venezolano Nicolás Maduro). Ahora hay una masa crítica para que América del Sur pese: al liderazgo de Lula se añade la irrupción de la “presencia de las ideas” del colombiano Gustavo Petro y, en otro terreno, la posesión de grandes cantidades de recursos estratégicos como el litio. Habrá que ver qué pasa con Argentina una vez que se dilucide el dilema de los tres tercios que se perfila para sus elecciones de octubre.