En mayo, la bióloga Rayyanah Barnawi se convirtió en la primera saudí en realizar una misión espacial. Por más destacable que sea este acontecimiento, no es representativo de la condición femenina en el Magreb, el Mashrek o en el Golfo. Para alcanzar la igualdad de sexos, las mujeres de la región no pueden esperar nada de un feminismo estatal, que legitima los poderes establecidos.

La ola de manifestaciones en Irán desencadenada por la muerte de la estudiante Mahsa Amini en setiembre de 2022 muestra cuán central se volvió la cuestión de la emancipación de las mujeres en el Medio Oriente actual1. Para examinar el asunto con total rigor, es mejor no apoyarse en las posiciones de Occidente, que tiende, en general, a explotar o caricaturizar el tema de las desigualdades de género en la región, y que se arroga el poder de liberar o rechazar a ese otro “Otro” que es la mujer oriental. Conviene también no limitarse a la elección entre dos opciones sesgadas por igual: o bien ensañarse con las raíces supuestamente profundas de la opresión de las mujeres en Medio Oriente, o bien presentar a estas últimas como víctimas del colonialismo primero y de la aspiración reaccionaria a la autenticidad cultural después2.

Comprender la lucha de las mujeres en esa parte del mundo requiere un punto de apoyo más sólido. Se trata de interrogar los términos ideológicos y políticos en los cuales el objeto social del género ha sido construido, tanto para Occidente como para los mismos pueblos de Medio Oriente. Sólo así se puede sacar algo en limpio de las herencias obstaculizadoras del pasado, tanto como de las nuevas posibilidades de desafiar el patriarcado y hacer escuchar voces hasta ahora marginalizadas.

Entre los numerosos daños causados por el colonialismo europeo en la región, pocos tuvieron un impacto tan duradero como el sistema de normas misóginas promulgadas contra las mujeres. En el contexto de la época, ninguna sociedad, fuera colonizadora o colonizada, era ejemplar en materia de igualdad de los sexos. El poder del patriarcado proviene de su carácter universal. Sin embargo, los conceptos de género y de privilegio masculino en Medio Oriente diferían con bastante claridad de las jerarquías e instituciones vigentes en Europa, que remodelaron la región a partir del siglo XIX.

Una diferencia central concierne a las normas informales en oposición a los códigos legislativos. Es cierto que la vida social en Medio Oriente estaba enmarcada por los textos y opiniones de los juristas islámicos, pero también ofrecía a las mujeres una libertad considerable en múltiples dominios, entre los cuales estaban la gestión de las finanzas, las deliberaciones jurídicas y las firmas de contratos. En muchos aspectos, el sistema de géneros inscripto en la sharia, a propósito, por ejemplo, del rol de las mujeres en el seno familiar y la pareja, se destacaba por su flexibilidad. Llevaba a la vez la marca de las concepciones religiosas y de las necesidades pragmáticas de la sociedad.

El colonialismo europeo transformó este sistema de dos maneras. Por una parte, fijó las prescripciones de la sharia, que hasta entonces estaban sujetas a interpretaciones muy distintas según las comunidades, en un código uniforme de leyes intangibles. La frontera rígida establecida entre las mujeres y los hombres no mahram, es decir, sin lazos de familia con ellas, ilustra bien esta evolución: lo que antes era una línea de conducta más o menos maleable y connotada en términos religiosos pasó a constituir una obligación legal impuesta por coacción. Por otra parte, el colonialismo grabó después estas reglas en un conjunto de códigos civiles y penales impuestos a las sociedades locales a golpes de tribunales, de órdenes militares y de decisiones de las autoridades públicas.

El despotismo ilustrado

Bajo el efecto de la dominación europea, la antigua mezcla pluralista de normas religiosas informales se transformó entonces en un arsenal de imperativos que no admitían ninguna excepción. Esto reflejaba las visiones de las potencias coloniales sobre el Islam y los musulmanes, considerados atrasados y reacios a la civilización, de lo cual se derivaba que las mujeres vivían necesariamente en la opresión y tenían que ser salvadas. Pero la voluntad imperialista de “civilizar” a los musulmanes desemboca en el efecto inverso al someter a las sociedades locales a un poder autoritario, a la violencia uniformada y a la explotación económica. Las mujeres también fueron víctimas de ello. Más que liberadas fueron absorbidas dentro de un nuevo aparato legal que expresaba la visión europea de la jerarquía de géneros.

Nada ilustra mejor la remodelación de las tradiciones locales bajo el efecto de la estatización colonial que la cuestión de los derechos e identidades de las personas homosexuales. En gran cantidad de sociedades musulmanas, las concepciones de género y de la sexualidad admitían de manera tácita una cierta ambigüedad de las relaciones humanas y de las prácticas sexuales bíblicamente prohibidas. Ahora bien, los criterios de clasificación que retuvo el legislador occidental trazaron una línea de demarcación rigurosa entre lo “hetero” y lo “homo”. La sexualidad fue codificada de modo tal de criminalizar toda práctica que se asimilara a un desvío. Esto tuvo por efecto extirpar las relaciones homosexuales de su terreno tradicional para inscribirlas a la fuerza dentro de categorías ajenas a la cultura mesoriental3.

De ello se derivó una serie de paradojas en la manera de concebir el feminismo y los derechos de las mujeres en el mundo occidental. Los administradores coloniales castigaban a las poblaciones musulmanas por su opresión de las mujeres, mientras que en sus propios países las mujeres no tenían ni derecho al voto ni acceso a las carreras políticas. Además, en el campo de las transacciones económicas, las mujeres europeas disponían de una autonomía ampliamente inferior a la de sus hermanas de Medio Oriente, que podían participar en celebraciones de contratos y contribuir a obras caritativas o académicas a través de la institución del waqf, la dotación de bienes islámica.

Asimismo, el movimiento de emancipación femenina cobró impulso en Occidente a mediados del siglo XX, dentro de un contexto en el cual la homosexualidad seguía siendo criminalizada y la heterosexualidad constituía la norma insuperable. Cuando el mundo occidental se comprometió con el reconocimiento de las personas identificadas como LGBTQIA+, a inicios de los años 2000, no contravino la regla de la “doble vara”: lo hizo al culpar a las sociedades musulmanes por su condena de las prácticas no heterosexuales mientras olvidaba su propia conducta pasada al respecto.

Desde el punto de vista de Occidente, el objetivo de la igualdad de los sexos dentro de las sociedades musulmanas no podía alcanzarse sino implantando sus propias ideas. Esta manera de ver las cosas se derivaba de la hegemonía que había ejercido durante tanto tiempo sobre las normas en los cuatro puntos cardinales del planeta. Pero el imperativo de un feminismo de estilo europeo jamás alcanzó un resultado convincente. Alentó la educación y la movilización de las mujeres burguesas ciudadanas, es cierto, pero alimentando el autoritarismo y promoviendo estereotipos culturales que ignoran las identidades locales. Implementados a través de la construcción de un Estado al término de una guerra, como en Irak y en Afganistán, o por gobiernos nacionales que se valían de medios tecnocráticos, semejantes esfuerzos alimentaron una reacción autóctona que asimila la emancipación femenina al imperialismo occidental.

Este mecanismo se reprodujo a lo largo de toda la historia moderna. En primer lugar, en su forma más brutal, consistía para los gobiernos coloniales en promulgar leyes represivas en nombre de la igualdad de género. En Asia Central, por ejemplo, la Unión Soviética procedió al desvelamiento forzado de las mujeres en los años 1930. Francia hizo lo mismo en Argelia en 19584. Si bien tomó como blanco a las élites tradicionales y a las autoridades religiosas, esta política tuvo sobre todo el efecto de alimentar la confusión entre progreso y colonialismo.

Clase de canciones religiosas en la gran mezquita Imam Khomeini, en Teherán, Irán, el 19 de mayo.

Clase de canciones religiosas en la gran mezquita Imam Khomeini, en Teherán, Irán, el 19 de mayo.

Foto: Morteza Nikoubazl / NurPhoto / AFP

En segundo lugar, la misma lógica estaba en juego en el seno de los propios regímenes autoritarios, bajo la inspiración o la dependencia directa de sus aliados del Norte. Esta versión local del “despotismo ilustrado” apuntaba a liberar a “la” mujer musulmana sin liberar a los ciudadanos. Insertó la cuestión de los derechos de las mujeres dentro de la armadura de un poder autocrático que busca utilizar el conservadurismo secular como un arma contra la oposición religiosa, de modo tal de ampliar la base social del régimen. El shah de Irán, el antiguo rey de Afganistán Mohammad Zaher Shah (1933-1973), el expresidente tunecino Zine El Abidine Ben Ali (1987-2011) o el actual príncipe heredero de Arabia Saudita Mohammed Ben Salman recurrieron todos a dicha estrategia. En cada caso, se trata de consentir derechos limitados a las mujeres para obstaculizar mejor toda demanda de democratización5. El hecho de acordar a las mujeres algunos puestos ministeriales, de reconocer sus derechos a la educación y a una vida económica y de definir el matrimonio como un contrato entre partes iguales constituye más una táctica probada que una posición de principios.

Este feminismo de Estado se integra a la caja de herramientas de un orden autoritario. Explota las avanzadas positivas consentidas a las mujeres en vistas a consolidar el estatuto o prestigio del régimen. Limita la influencia de lo religioso mediante un secularismo impuesto desde la cima de la sociedad. Es una estrategia que pudimos ver en práctica en el transcurso de la consolidación histórica de los regímenes de partido único, como el Baas en Siria o en Irak, o en las repúblicas nacionalistas árabes. En la actualidad, sigue cimentando el reino autocrático de Estados que se valen de la tradición para controlar de manera muy ajustada la interpretación del islam, como Marruecos o Egipto.

Sponsors occidentales

Una tercera versión de este mecanismo, y no de las menos importantes, proviene de las instituciones multilaterales y de las organizaciones no gubernamentales (ONG) que operan en Medio Oriente, que motorizan sin descanso el registro de la emancipación de las mujeres y la igualdad de los sexos. Desde las Naciones Unidas hasta las más pequeñas ONG que actúan en el territorio, estos actores intervinientes sostienen o implementan grupos de mujeres e incitan a los gobiernos a mejorar el acceso a la educación y al empleo de sus poblaciones femeninas. Como otras formas de importación del feminismo occidental, estas campañas omiten la democratización para poner el acento en temas sociales y económicos fragmentarios mientras esquivan al Estado, que se considera inválido.

Este tipo de enfoque tiene también por efecto perpetuar el “tokenismo”, es decir, una política del símbolo que tiende a presentar la emancipación limitada de un segmento estrecho de la población como si fuera una marejada que arrastra a la sociedad entera. Recordamos con qué entusiasmo las instituciones occidentales recibieron la llegada al poder de Benazir Bhutto en Pakistán en los años 1990, que no tuvo sin embargo sino un impacto muy marginal sobre la realidad de las desigualdades hombre-mujer en el país. A fin de cuentas, los derechos de las mujeres siguen estando limitados a un puñado de microcosmos institucionales que se derrumban ni bien sus sponsors occidentales se vuelven a casa. El Afganistán abandonado a los talibanes en 2021 es un ejemplo estrepitoso de esto.

Sea de forma colonial, estatal o “humanitaria”, la estrategia del feminismo desde arriba choca con problemas centrales. Por una parte, consolida la fortaleza autocrática reduciendo el concepto del derecho de las mujeres a algunos sectores de la función pública. No sólo ignora el problema más general de las violaciones de los derechos humanos y de la ausencia de libertades políticas, sino que además autoriza la instrumentalización de la causa de las mujeres por parte de dirigentes autoritarios. Pensemos, por ejemplo, en el príncipe Mohammed Ben Salman, que otorga a las saudíes el derecho de manejar un automóvil pero que encarcela a varias militantes feministas. El mensaje es claro: los derechos de las mujeres en Arabia Saudita dependen en exclusiva del poder de la monarquía y, por sobre todas las cosas, no dependen de las reivindicaciones expresadas por las mismas concernidas. Por otra parte, al imponer de manera selectiva ideas importadas, semejante estrategia atiza la hostilidad de las fuerzas conservadoras locales, que aprovechan la oportunidad para afirmarse como las depositarias de la autenticidad cultural. Esto refuerza naturalmente las corrientes islamistas más intransigentes, que encuentran un pretexto en la tradición musulmana para oponerse a toda modificación legal del estatuto de las mujeres.

Cécile Marin.

Cécile Marin.

Todos ciudadanos, todas iguales

Para tener una oportunidad de imponerse, las luchas feministas en Medio Oriente se beneficiarían si no se alinearan más sobre las soluciones a la carta promovidas por Occidente, y giraran más hacia los recursos locales y las experiencias en el terreno. Los precedentes históricos al respecto no faltan. Se los puede incluir en tres categorías.

La primera reagrupa las tentativas de fundir el secularismo dentro del nacionalismo, como el kemalismo en Turquía y, en menor medida, el bourguibismo en Túnez. Inspirada sin acción intrusiva por parte de Occidente, la estrategia no tiene con él una deuda directa. La finalidad perseguida consistía en transformar por completo la sociedad hasta sus fundamentos económicos y su estructura de clases en vistas a reedificar la nación después de la ocupación colonial. En ese marco, el secularismo constituye un proyecto deliberado de redefinir las atribuciones del Estado, y no un arma en manos de un poder que monopoliza e instrumentaliza la religión con fines autocráticos, como es el caso hoy en Egipto, en Marruecos y en Arabia Saudita. Pero mientras que el kemalismo apuntaba nada menos que a eliminar toda influencia religiosa sobre las instituciones políticas, el bourguibismo aspiraba más bien a controlar la religión para ponerla al servicio de un esfuerzo general de modernización, especialmente a través de un ijtihad de Estado (un esfuerzo de reinterpretación del texto coránico y de la sharia).

La emancipación femenina, entonces, va de la mano con el secularismo, si consideramos que separar la esfera política de la religiosa constituye el mejor medio de redefinir los lazos sociales, de reformar el marco legal y de permitir a las mujeres participar plenamente en la vida económica y en la acción política. Un proyecto de ese tipo presenta el inconveniente, sin embargo, de despertar la hostilidad de los medios religiosos y de los segmentos conservadores de la sociedad. Para las élites tradicionales, como los ulemas, abandonar sus prerrogativas jurídicas, así como su deber moral, implica renunciar a todo un bloque de su influencia en la práctica de la fe en el momento mismo en que nuevos actores religiosos, como los islamistas, acusan al secularismo de rebajar la identidad cultural de la sociedad musulmana. La oposición secularismo/religión se duplica entonces en una profunda escisión política, como lo demuestran Turquía y Túnez en la actualidad.

La segunda opción es el feminismo islamista6. Esta corriente de pensamiento se desarrolló en los años 1970 en el marco de la reforma islamista emprendida por los Hermanos Musulmanes en Egipto, el Refah [Partido de la Prosperidad] en Turquía y la Revolución iraní. Es fruto de un cambio sociológico, dado que los movimientos islamistas se expandieron en esa misma clase burguesa urbana a la cual se dirigía el feminismo occidental. Responde también al deseo expresado por numerosos islamistas de distanciarse de una línea fundamentalista radical, enraizada en una lectura estrecha de la sharia. No es casual que las feministas islamistas más expuestas tengan todas ellas un padre conocido por su islamismo “duro”, como Zainab Al Ghazali en Egipto, Faezeh Hachemi Rafsanjani en Irán, Soumaya Ghannouchi en Túnez o Nadia Yassine en Marruecos.

El movimiento que ellas encarnan se distingue por una combinación original entre fe y práctica. Por un lado, adhiere a los atributos visibles de la piedad, tales como el velo, la modestia y la castidad; por el otro, milita por la integración de las mujeres en el espacio público a través de la educación y la participación en la economía y la vida política. La exégesis religiosa de estas feministas se opone a una lectura literal del fiqh (la jurisprudencia islámica) y privilegia una interpretación contextualizada de la sharia. Es favorable, por ejemplo, a toda reforma que garantice a las mujeres la igualdad en las cuestiones de divorcios y herencias.

Pero el feminismo islamista nunca produjo un movimiento estructurado. Estuvo y sigue estando entrampado entre las fuerzas conservadoras más rígidas y la tentación del secularismo liberal. Es decir, o bien cede bajo la presión de los radicales religiosos, como en Irán, o bien termina por renunciar a sus referencias dogmáticas, como es el caso de Saïda Ounissi en Túnez. Incapaces a la vez de reformar el islamismo desde el interior y de aliarse con el secularismo liberal hacia el exterior, las feministas islamistas se enfrentan a un dilema insostenible.

Queda una tercera y última posibilidad: el feminismo democrático, que funda sus reivindicaciones de igualdad en el concepto de ciudadanía. Se inserta en un movimiento más general en favor de la democracia, como en ocasión de las revueltas populares de la “Primavera Árabe” de 2011. Sordo a los debates que conciernen a la autenticidad o la aplicación de la sharia, intenta escapar a la dicotomía –islam contra secularismo, autenticidad contra occidentalización– que encorseta a los discursos públicos sobre el género. Es la razón por la cual sus militantes se niegan a considerar al velo como un obstáculo para la igualdad: cada mujer debe llevar lo que quiera sin que eso bloquee los derechos que se le deben.

Las feministas democráticas son en general jóvenes. Expresan sus ideas en las redes sociales y se desmarcan de las antiguas ideologías, nacionalistas o religiosas, que estructuraron las eras políticas pasadas7. Su militancia no se articula en términos ideológicos sino dentro de la convicción de que la igualdad de géneros es una premisa de la vida democrática: uno no se puede denominar ciudadano sin adoptar una visión igualitaria del mundo. Conscientes de los debates que atraviesan al feminismo occidental, se cuidan de no adentrarse en ellos y prefieren redefinir esas discusiones dentro de su propio lenguaje y dentro de su propio contexto. Conciben su lucha como constitutiva de un combate más amplio por la democracia. Y rechazan la instrumentalización de las mujeres por parte de los regímenes autocráticos. Su suerte está entonces ligada de manera estrecha con la democratización.

De todos estos posibles, sólo el feminismo democrático puede construir un puente hacia el futuro. Producto de la ocupación colonial y luego de la construcción nacional poscolonial, los proyectos kemalistas y bourguibistas no pueden ser ya reproducidos fuera de su contexto histórico específico. El feminismo islamista fue marginalizado por la corriente que lo engendró. El feminismo democrático, en cambio, provee un vocabulario y una visión que permiten no sólo a las militantes redefinir la noción de feminidad, sino también incluirla en su exigencia de una democracia para todos.

El velo ya no divide

Mientras que los levantamientos de la “Primavera Árabe” de 2011 fracasaron en sus tentativas de democratizar el Medio Oriente8, abrieron sin embargo nuevos horizontes al feminismo democrático. Este sobrevivió al movimiento nacido en Túnez porque sus militantes ocupaban un espacio políticamente sensible que no podía ser desmantelado. En Egipto, el mariscal Abdelfatah al Sisi justificó en parte su golpe de Estado contrarrevolucionario de 2013 en nombre de las mujeres que se consideraban amenazadas por el gobierno electo de los Hermanos Musulmanes. Como la protección de las mujeres sirvió de coartada para destituir la democracia, el régimen no puede dedicarse realmente a este punto. De igual modo, en Irán la Revolución Islámica trajo con ella la promesa de elecciones democráticas acoplada a una valoración de las mujeres considerada como una base social del nuevo régimen. En tanto que pilares de la política electoral y de los movimientos sociales, las iraníes se volvieron a ver, en consecuencia, en el centro de la movilización popular.

El feminismo democrático se propagó a través de toda la región dentro de la sociedad civil desde 2011. Hoy está presente en las redes sociales, en la sociedad civil, en los medios educativos y en los debates públicos. Esta movilización abrió la puerta a nuevas figuras militantes incluso dentro de las jóvenes mujeres de origen rural o urbano desfavorecido. El feminismo dejó de ser una ideología exclusivamente burguesa y urbana para convertirse en una vocación accesible a todas y todos, como lo atestigua la multiplicación de escritos feministas en las redes sociales. Su resiliencia se vio facilitada por la migración económica de numerosos hombres del mundo árabe, así como por el lugar importante asumido por las mujeres dentro de la economía informal. El reflujo del “rentismo” contribuyó también a orientar a las mujeres hacia el mercado de trabajo, en particular en las monarquías del Golfo, que están nacionalizando sus fuerzas de trabajo.

Esta militancia de baja intensidad sin dudas no es tan visible como los cambios políticos de gran envergadura, pero no es por ello menos influyente. Vinculada con las transformaciones sociológicas en curso en los rincones más ocultos de la vida privada, terminará, de modo inevitable, por surgir en la escena política. Permite también a los ciudadanos imaginar sus derechos fuera del campo del autoritarismo, ya que la igualdad de géneros resulta de la implicación de fuerzas sociales, y no de las manipulaciones autocráticas. Por encima de todo, la articulación entre democracia y feminismo se podría revelar como determinante para derribar la falsa oposición entre tradición y modernidad. Para las feministas democráticas, la libre expresión es la mejor prueba de autenticidad cultural, porque a ella aspiran todos los ciudadanos que demandan la democracia.

Estos procesos están cambiando la vida política en toda la región. El velo es cada vez menos un marcador de modestia femenina y cada vez más un campo de batalla político alrededor de la ciudadanía. Su naturaleza divisoria se difumina poco a poco. En Túnez, hay mujeres no veladas que desafían la herencia del bourguibismo defendiendo a sus hermanas veladas en nombre de los derechos humanos. Tanto unas como otras se movilizan contra la destrucción de la democracia posrevolucionaria emprendida por el presidente Kaïs Saïed.

En Irán es al revés. Se ve allí a mujeres veladas yendo a socorrer a sus camaradas no veladas dentro de las procesiones en las que se manifiestan juntas contra la brutalidad represiva del régimen. Lejos de disputarse entre sí por el uso del velo como elección personal, protestan contra su imposición a todas las mujeres. A contracorriente del “feminismo desde arriba” promovido en Arabia Saudita, la lucha por la igualdad de los géneros en Irán se lleva adelante desde abajo.

De hecho, el levantamiento desencadenado por la muerte de Mahsa Amini reveló cuán prisionero quedó el Estado iraní de su propio simbolismo. El velo no es tanto un problema en sí como un emblema del conflicto entre el régimen clerical y una amplia parte de la sociedad. Lo que antes fue un marcador cultural de la Revolución Islámica se convirtió hoy en el punto débil del régimen. Si las autoridades iraníes deciden abolir la portación obligatoria del velo, necesitarán otras concesiones para contener a la multitud entusiasmada. Esto abriría sin duda la esclusa a cambios drásticos. Allí como en cualquier otra parte de Medio Oriente, la campaña por la democracia exige repensar la religión y la secularización dentro del marco de una reivindicación universal de los derechos humanos que trascienda tanto a una como a otra de estas categorías.

Hicham Alaoui, autor de Security Assistance in the Middle East: Challenges... and the Need for Change [Asistencia de seguridad en el Medio Oriente: desafíos... y la necesidad de cambio] (obra colectiva codirigida junto con Robert Springborg), Lynne Rienner Publishers, Boulder (Estados Unidos), 2023; y de Pacted Democracy in the Middle East. Tunisia and Egypt in Comparative Perspective [Democracia pactada en el Medio Oriente. Túnez y Egipto en perspectiva comparada], Palgrave Macmillan, Londres, 2022. Traducción: Merlina Massip.


  1. Véase Mitra Keyvan, “La juventud iraní reivindica un cambio”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, noviembre de 2022. 

  2. Sahar Khalifa, “Femmes arabes dans le piège des images” [Mujeres árabes en la trampa de las imágenes], Le Monde diplomatique, París, agosto de 2015. 

  3. Para una analogía con la situación en el África subsahariana, véase Kago Komane, “Gay-bashing in Africa is ‘a colonial import’” [El ataque a los homosexuales en África es “una importación colonial”], Daily Maverick, Ciudad del Cabo, 25-6-2019. 

  4. Jean-Pierre Sereni, “Le dévoilement des femmes musulmanes en Algérie” [La develación de las mujeres musulmanas en Argelia], OrientXXI, París, 13-9-2016. 

  5. Véase Olfa Lamloum y Luiza Toscane, “Les femmes, alibi du pouvoir tunisien” [Las mujeres, una coartada para el poder tunecino], Le Monde diplomatique, París, junio de 1998; y Florence Beaugé, “Arabia Saudita sacude sus tradiciones”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, junio de 2018. 

  6. Françoise Feugas, “Ces féministes qui réinterprètent l’islam” [Estas feministas que reinterpretan el islam], OrientXXI, París, 5-9-2014; y Mona Ali Allam, “Ces lectures féministes du Coran” [Estas lecturas feministas del Corán], OrientXXI, París, 30-10-2019. 

  7. Akram Belkaïd, “El mundo árabe a la hora del #MeToo”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, agosto de 2021. 

  8. Hicham Alaoui, “¿A dónde llevarán las contrarrevoluciones árabes?”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, noviembre de 2022.