Llenos de hambre y de cansancio, sin decir nada ni pelearse con nadie, sin fundar naciones, atravesar puentes o conversar sobre jazz y literatura en los cafés parisinos, sus personajes nos revelaron a México, a los muertos, al sonido del silencio.
A Juan Rulfo le bastaron dos libros breves para convertirse en uno de esos escasísimos escritores que nos revelan la literatura. Como ya lo han dicho varios: en nuestro idioma, Juan Carlos Onetti, Jorge Luis Borges y él; después, los demás. Y así, entre los fantasmas, los silencios y las voces, el mexicano se impuso como uno de los grandes creadores que fundaron un verdadero –y en su caso polvoriento– mundo propio.
Cuando tenía cinco años, Rulfo vio cómo un caballo cargaba con su padre muerto de un balazo en la espalda. A los nueve, le tocó ver morir a su madre. Cuando se fue a vivir con su abuela, se encontró con una gran biblioteca que había dejado un cura cuando huyó de la rebelión cristera (1926-1929). Pero el descubrimiento duró muy poco, porque enseguida lo mandaron a un orfanato, y de ahí, cuando cumplió los 18, a la capital. Como no logró entrar a la Facultad de Derecho, se convirtió en un empleado público de Inmigración, y ese trabajo lo llevó a trazar extensos recorridos por su país, en los que registró las vibraciones del habla popular, del carácter campesino, de la cambiante realidad mexicana. Desde entonces, Rulfo se fue ganando la vida como pudo: de burócrata pasó a publicista, guionista y empleado de una televisora de Guadalajara. Dicen que cuando inventó el pueblo de Comala tenía 35 años y era vendedor ambulante de cubiertas Goodrich.
Parias, desterrados y desencantados
Con los años, la crítica coincidió en considerar a Rulfo uno de los iniciadores de la narrativa contemporánea en América Latina. Para eso le alcanzaron tres obras (recientemente reunidas en un solo volumen por la editorial argentina Eterna Cadencia): una gran colección de 17 cuentos, El llano en llamas (1953); su novela corta El gallo de oro, que escribió de 1956 a 1958 pero que recién se publicó en 1980, aunque antes había sido adaptada al cine por Arturo Ripstein y Roberto Gavaldón; y la breve y maravillosa Pedro Páramo (1955) que, a juicio del colombiano Gabriel García Márquez, era “si no la mejor, si no la más larga, si no la más importante, sí la más bella de las novelas que se han escrito jamás en lengua castellana”, y que en su momento marcó el quiebre de la novela revolucionaria.
Para sorpresa de todos, a Rulfo se lo reconoció en todo el mundo y recibió premios como el Nacional de Letras y el Príncipe de Asturias. Él mismo se asombraba cuando en las bibliotecas descubría estantes enteros dedicados a su obra, mientras que sus libros sólo ocupaban, lógicamente, una mínima extensión. En aquel entonces admitió que nunca se había imaginado el destino de esos libros, y que más bien los hizo “para que los leyeran dos o tres amigos o, más bien, por necesidad”.
Pese a ese modesto propósito, su obra se convirtió en una clave para comprender no sólo el devenir cotidiano del desierto, sino también los coletazos de las traiciones que padeció la revolución mexicana, azotada desde adentro –con Pancho Villa y Emiliano Zapata asesinados–, y desde el mencionado contralevantamiento cristero. Para la escritora y crítica argentina Reina Roffé, que se ha dedicado a desentrañar los misterios que enmarcan la obra y la vida de Rulfo, el telón de fondo de Pedro Páramo responde a la revolución mexicana, “la revuelta de los cristeros y los desmanes que causaron en los pueblos de Jalisco. Hay una preocupación social y política muy notoria, y un hilo emocional fuerte cuyo tensor principal es la soledad y el desamparo de los hijos que deben crecer huérfanos, sin apoyo de ningún tipo, en un mundo convulso, injusto, violento. Esto tiene mucho que ver con la historia personal de Rulfo, con su historia primigenia, la de su infancia”.
En “Nos han dado la tierra”, el primer cuento de El llano en llamas, en ningún momento se nombra al desierto y, sin embargo, el desierto se adhiere a todo: “No decimos lo que pensamos. Hace ya tiempo que se nos acabaron las ganas de hablar. Se nos acabaron con el calor. Uno platicaría muy a gusto en otra parte, pero aquí cuesta trabajo [...]. Vuelvo hacia todos lados y miro el llano. Tanta y tamaña tierra para nada”. A estos sobrevivientes de la reforma agraria les dijeron: “Del pueblo para acá es de ustedes”. Y ellos preguntaron: “¿El llano?”. “Sí”, les respondieron, “el llano. Todo el Llano Grande”. Y dice el narrador, que habla por muchos: “Nosotros paramos la jeta para decir que el Llano no lo queríamos. Que queríamos lo que estaba junto al río [...]. Pero no nos dejaron decir nuestras cosas. El delegado no venía a conversar con nosotros. Nos puso los papeles en la mano y nos dijo: no se vayan a asustar por tener tanto terreno para ustedes solos”. Ahí quedaron, a la intemperie y sin sus caballos, en ese duro pellejo de vaca llamado el Llano: por un lado, los dueños de la tierra y, por otro, los explotados, sin ánimo de revuelta.
A lo largo de su obra, Rulfo explora esa migración forzada por el hambre y la violencia, a la vez que despliega una capacidad monstruosa para crear escenas y personajes, dando forma a sentimientos y estados de ánimo que sólo pueden sobrevivir y tener sentido allí, en su mundo, donde triunfa la escritura. A la vez, instaura la ficción como el mayor recurso para hacerle gambetas a la precaria condición humana. Así, se suceden tragedias personales, conflictos familiares y buenos tiempos, hasta que todo se descompone por dentro, y la revuelta no sigue por el buen camino: llueven balas y los insurgentes empiezan a caer, quebrándose con un crujido de huesos. En otros textos, el viento sopla sin descanso sobre un caserío de viejos y mujeres “casi trabadas de tan flacas”, campesinos, indios, ruinas, cielos encapotados y campos resecos. Los relatos avanzan enmarcados por esa maravilla asombrosa del “–Padre, nos mataron. –¿A quiénes? –A nosotros. [...] –¿En dónde? –Allá, en el Paso del Norte. [...] –¿Y por qué? –Pos no lo supe, padre”; la migración hacia Estados Unidos y las sutiles marcas de extrañamiento –por el estilo de “estuve a punto de ser tu madre”–.
Desde el primer momento, la apuesta de Rulfo se da a través de mínimos desplazamientos, desde los cuales crea atmósferas concéntricas que finalmente conquistan la historia. Esto sucede, por ejemplo, en uno de los párrafos de “Luvina”, cuando un personaje advierte: “Nunca verá usted un cielo azul en Luvina. Allí todo el horizonte está desteñido; nublado siempre por una mancha caliginosa que no se borra nunca. Todo el lomerío pelón, sin un árbol, sin una cosa verde para descansar los ojos; todo envuelto en el calín ceniciento. Usted verá eso: aquellos cerros apagados como si estuvieran muertos y a Luvina en el más alto, coronándolo con su blanco caserío como si fuera una corona de muerto”.
La noche que lo dejaron todo
¿Qué opinaba el autor de Pedro Páramo, su única novela? Decía que era el “relato de un pueblo: una aldea muerta, en donde todos están muertos, incluso el narrador, y sus calles y sus campos son recorridos únicamente por las ánimas y los ecos capaces de fluir sin límites en el tiempo y el espacio”. Esta novela de la desolación comienza cuando un hijo le promete a su madre moribunda que irá a Comala y buscará a su padre, para cobrarle el olvido en que los tuvo. Y ese padre no es otro que Pedro Páramo, el dueño del pueblo y la tierra, el que mantiene vivo el rencor. Mediante un fascinante vaivén entre el paisaje y su gente, entre el pasado feudal y sus fantasmas, Rulfo inauguró una literatura autorreflexiva que se construye a medida que es leída. Su coterráneo Carlos Fuentes definió el misterio de esa esencia pegajosa y fantasmal como sólo él podía: “Novela misteriosa, mística, musitante, murmurante, mugiente y muda, Pedro Páramo concentra así todas las sonoridades muertas del mito. Mito y Muerte: esas son las ‘emes’ que coronan todas las demás antes de que las corone el nombre mismo de México: novela mexicana esencial, insuperada e insuperable, Pedro Páramo se resume en el espectro de nuestro país: un murmullo de polvo desde el otro lado del río de la muerte”. Y así, por medio de ese mugido espectral, en los años 60 –y en paralelo al boom latinoamericano– Rulfo se encaminó hacia la canonización.
Después, salvo El gallo de oro, esa bellísima historia de Dionisio Pinzón y su odisea de gallero, en la que cargó unas cuantas plumas y algún recuerdo de sangre, acompasado por gritos de feria, ruletas y apostadores, Rulfo se hundió en el silencio. Y con el tiempo esto se convirtió en uno de los temas de conversación: en los círculos literarios se preguntaban por qué no publicaba, y mucho menos hablaba de publicar, cuentos y leyendas. Enseguida comenzó a circular una serie de hipótesis impensadas y presuntos datos insólitos. Pero el misterio se puede rastrear muchos años antes, alimentado por él mismo: mintió en todo, desde su lugar de nacimiento –entre Sayula, Apulco o San Gabriel– hasta el verdadero escenario del asesinato de su padre, los estudios que cursó y su época de seminarista. Durante mucho tiempo, incluso, se desconoció su magistral trabajo como fotógrafo; compuso fotografías que dan cuenta de la misma poesía que recorre el mundo de Pedro Páramo y El llano en llamas, esta vez concentrada en una serie de imágenes sugestivas y desoladoras, en las que registró esa inigualable dignidad que tanto identificó a sus personajes.
Después de que Pedro Páramo se tradujera a más de 50 idiomas, el mexicano mantuvo 31 años de mutismo. Falleció un martes de enero de 1986, y ese mismo día la ciudad de México fue sacudida por uno de los mayores temblores de su historia. “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”, dice el protagonista, y más adelante agrega: “Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera [...]. Todavía antes me había dicho: –No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio”. Y nadie duda de que Rulfo sabía de lo que hablaba. Sobre todo cuando, alrededor de las historias crueles, aun se escuchan ecos de murmullos secos.