“Mi primera pasión fue el cine”, me dice Matías Ygielka. Nacido en Montevideo en 1987, está volviendo al país después de años de vivir en Buenos Aires y me cuenta sus planes.

Frustrada su primera pasión, se dedicó a la literatura, a la música y al teatro, y hoy tiene varias publicaciones en su haber, entre las que se destacan el manifiesto La escritura sin escritor (Montevideo, Yaugurú, 2014) y La máquina de dejar de escribir (Buenos Aires, Wu Wei, 2016). Sobre arte, poesía experimental y la imposibilidad habló hace unos días con la diaria.

¿De dónde es tu apellido?

Ygielka es judío polaco. Mi hermana y yo somos los únicos, porque mi abuelo escapó de la guerra con sus hermanos, y como todos no podían salir del país con el mismo apellido, a ellos les quedó con “I” latina.

Tu madre es Rimbaud de apellido, ¿tenés alguna relación con el poeta?

Sí, y me enteré de casualidad, porque mi familia no tiene interés por la literatura. Fue en una entrevista de trabajo que tuve por el Cerro (para ser cadete o algo así) hace muchos años. Aquel había sido el barrio de mi abuelo, que era un personaje bastante carismático de la vuelta, y la historia, al parecer, había trascendido entre algunos curiosos... Los que me entrevistaron sabían la historia y me la contaron ahí mismo. Esa tarde, al llegar a mi casa, increpé a mi madre, que entonces se acordó de que mi tío había investigado por si había algo de herencia, y luego fue en busca de un documento que tenía para darme. Resultó ser una fotocopia de una nota de un diario de hace varias décadas, de su tío abuelo, un compositor de canciones de los 60, en la que explica este detalle histórico. Parece que un hermano de Arthur Rimbaud, por parte de su padre (tenía dos), viajó a Brasil –y esto me parece un paralelismo a la decisión del poeta de irse a África– y trabajó recalando barcos entre los puertos marítimos de San Pablo y Montevideo. Y acá tuvo un hijo...

¿Cómo fue para vos descubrir eso?

Para mí fue muy fuerte, porque ya lo había leído y lo admiraba. Esa tarde en que me enteré quemé los libros que tenía de él y varias cosas más, todo muy teatral. Después en mi vida traté de no comentarlo, porque también está todo ese cliché de “ser maldito”, que es una mierda, toda esa estereotipación de la oscuridad, que nace de una ignorancia y una superficialidad increíbles.

Pero entonces ya escribías. ¿Cuándo empezaste?

En la adolescencia, a los 15, 16 años, en esa etapa bastante convulsa.

¿Ya empezaste en la línea que siguen tus libros La escritura sin escritor y La máquina de dejar de escribir?

No, de chico escribía poesía lírica, más tradicional, prosa libre, ese tipo de cosas... Y por esa época, a mis 16, apareció el primer blog, me parece, de literatura uruguaya, que se llamaba Palabras del Uruguay, y ahí publiqué mis primeros textos... Ahí estaban algunos que después iban a ser escritores más conocidos. Y fue muy loco, porque a partir de eso nos contactaron de España, de una editorial emergente, y nos publicaron a Ramiro Sanchiz, a Xime de Coster y a mí. Así que a los 17-18 ya tenía publicadas mis primeras cosas, que eran nada, la verdad... Yo tenía textos en libretas cuando me ofrecieron publicar, y medio que improvisé alguna cosa más para engrosar el libro, porque fue muy sorpresivo. Ese fue mi primer libro... me llegaron un par de ejemplares, pero no sé dónde quedaron... El prólogo lo escribió Ramiro, a quien nunca conocí personalmente.

Foto del artículo 'El espacio blanco. Entrevista a Matías Ygielka'

Y después te fuiste a Buenos Aires y tu obra se desarrolló más allá que acá.

Sí. Después de eso gané un premio en Argentina por un texto que salió en una antología, y otro, “Entes no considerados para su producción en masa”, fue finalista del certamen de B’nai B’rith acá. Después escribí en una revista, Arte Suburbano, que dirigía Xime y que también se dejó de hacer, pero entre los 18 y los 22 me desligué bastante de la escritura.

¿Cuándo empezaste con la escritura más experimental?

En realidad, “Entes no considerados para su producción en masa” ya es medio así, y de hecho me sorprendió cuando me dijeron que estaba seleccionado en el premio. Pero la búsqueda empezó como una indagación sin muchas lecturas... yo no era muy lector de chico, en mi casa casi no había libros, como ya dije, así que fue algo mío, una búsqueda desde la adolescencia, de autoconocimiento, digamos, y sólo después empecé a leer autores, pero muy de a poco. Ahí sí leí a Rimbaud, leí a Lautréamont, pero a todo llegué desde el aislamiento. En esa búsqueda, desde ese envión primero de ponerse a escribir, fue de empezar a deconstruir la idea de la escritura, y de ahí fueron surgiendo búsquedas estéticas o conceptuales, que derivaron también en todo lo otro: poesía visual, teatro, música...

La poesía experimental va en contra del discurso de la poesía como forma de autoexpresión y sentimientos. ¿Es ahí que entra el borramiento del sujeto en tu obra?

Sí, eso me obsesionó desde siempre. La idea de ese borramiento no sólo del autor, del ego, sino también del género, en el sentido literario, esa fusión más anárquica de novela con poesía, bocetos. Y en esa búsqueda, ser más “objetivo”, si se puede decir, no depender tanto de lo que me pasa, sino tratar cuestiones que me exceden, que me trascienden. Es más, el libro que estoy armando ahora, Conferencia definitiva sobre usted mismo, estará hecho con charlas grabadas que yo sólo voy a transcribir e interpretar.

Ahí está la doble cuestión de la literatura experimental, que sigue una serie de experimentaciones que vienen del Romanticismo y, a la vez, es antirromántica.

Sí, es así. Lo romántico está en una cuestión muy profunda de creer en ciertas utopías en relación con el arte, en creer todavía que es un medio poderoso, y a la vez en tratar de reformarlo e intentar romper con el ideal de la posmodernidad, de la cultura vista como un cadáver, de que las mismas ideas están pensadas hasta el hartazgo, que todo está hecho, que no se puede hacer nada nuevo, etcétera. El otro lado viene de romper la idea del romanticismo vinculada con el autor y con su figura de genio y originalidad. Y eso, romper todos los clichés que hay con respecto a eso, es muy difícil. En otras artes las vanguardias son más fácilmente aceptadas, creo, pero el libro sigue teniendo que tener cierta linealidad... Creo que en literatura es más difícil. Por eso hace seis años, obsesionado con esto, contraté una empresa y empapelé toda la ciudad de Buenos Aires de afiches con una especie de manifiesto que se llamaba Salir del tiempo al espacio e incluía un mail. Lo hice ahí, en Francia y en Berlín, porque quería salir del libro, de cierta pasividad que tiene la literatura más convencional y llevarla a algo más performático, más dinámico, más fluido, más salvaje, y abrirme al intercambio desde otro lugar.

¿Y recibiste respuestas?

Sí, fue increíble. En Francia lo hice con mi novia (imprimí unos cuantos y pegamos los que pudimos) y sólo me escribieron dos personas, no prosperó para nada, pero en Buenos Aires me escribió un montón de gente, como 30 personas. Me escribió, por ejemplo, un físico cuántico que empezó a mandarme libros, y con diez de esas personas la cosa luego se fue desarrollando y hasta armamos una especie de cadena de mails intercambiando textos, fue muy interesante... Algún día voy a hacer algo con ese material, porque alguna gente me pedía más información y otras personas escribían fascinadas. En Argentina hay una cuestión bastante fuerte con las manifestaciones, los interpela bastante... Acá estaría bueno hacerlo a ver qué pasa.

En tu obra hay una cuestión mecánica, muy vinculada a la técnica.

Claro, porque hablando de ese borramiento del ego que mencionabas, una forma de lograrlo es crear mecanismos para que tus emociones no intercedan. Un mecanismo conceptual que ponga en marcha cierta búsqueda de sentido que te abstrae. En el proyecto de los afiches no estaba mi nombre, incluso estaba planteado como desde un grupo, al punto de que la gente preguntaba: “¿Quiénes son?”. Por eso el día que nos juntamos todos en un bar fue rarísimo, porque todos pensaban que los otros nueve eran el grupo y fue muy cómico cuando les conté que era yo solo.

¿Y en Berlín cómo fue?

Lo hice en inglés y las respuestas fueron en inglés. En Buenos Aires imprimí como 2.500 afiches y los desparramé por toda la ciudad, en cambio en Berlín fueron cerca de 200 y estaban todos en Kottbusser Tor, que es una zona cultural movida, y me respondieron unas cuatro o cinco personas.

En La máquina de dejar de escribir también se le da mucha importancia a cierto aspecto místico. ¿Cómo se une eso con la experimentación?

Lo místico es una investigación que tiene que ver con lo que hablábamos antes, con eclipsar al ego. La idea del formato del libro surgió en un viaje a Marruecos, en el que estuve un tiempo en un pueblo sufi que se llama Chefchouen. Fui en un momento a un museo rarísimo que había en una masía y me interesó algo del recorrido museístico como formato literario..., como que entrás y pasás por las salas y te vas encontrando cosas, pero es tu recorrido, y en ese recorrido hay una yuxtaposición de cosas dispares.

Foto del artículo 'El espacio blanco. Entrevista a Matías Ygielka'

Por eso el libro está hecho como de fragmentos más narrativos, otros poéticos, dibujos...

Sí, es un experimento cuyo resultado no conozco, hecho con la idea de collage, uniendo cosas dispares a ver qué pasa. Y por eso hay varios planos narrativos. En el recorrido museístico aparecen también varios inventos, objetos, acciones y referencias a performances que hice. Como un álbum o un catálogo.

Es interesante eso de “fijar” la performance, que es, por definición, efímera.

Lo performático también funciona como una búsqueda conceptual, porque el libro lo empecé a hacer a partir de mi obsesión con un objeto, una especie de antena que aparece ahí. Yo la quería construir, pero era carísimo y tenía que hacer algo, materializarla de alguna manera, y en realidad iba a ser una escultura o una performance, pero la inviabilidad del proyecto terminó derivando hacia lo literario. Mi idea ahora es exponer el libro en algún momento.

¿La literatura es, en parte, producto de una frustración?

Sí.

Pero creo que eso le da algo más interesante, por más que tenga un motivo un poco pueril.

Sí, la imposibilidad puede potenciar lo creativo. Por eso la literatura se transformó para mí en el camino más usado, porque para escribir no precisás más que una libreta. El otro día leí unos textos de Ron Hubbard, el creador de la cienciología, de su libro Excalibur. Se dice que aquellos que lo leyeron, por aquel entonces, se volvieron completamente locos, por lo que el autor decidió no publicarlo íntegramente. Pero hay algunos textos en los que él intenta resumir toda la sabiduría del hombre en una palabra, que termina por ser “sobrevive”. Y es eso. Hacer lo que podés con lo que tenés.

Ahí está el tema del azar también, que entra ya cuando se incorpora a otra gente a la creación artística. ¿Lo tenés en cuenta al planificar tus obras, aunque suene paradójico?

Un gran referente es [William] Burroughs, sus cut-ups, y él decía que haciendo cut-ups podías ver el futuro. Es un mecanismo que aplicás y es eso: ver qué te devuelve, qué hay entre líneas. El espacio blanco. Y así profundizar más en el sentido de los textos.

Al principio hablábamos del malditismo, en torno a Rimbaud, y creo que la literatura experimental puede ser también una reacción a eso, porque hay mucho de juego, de disfrute.

Es verdad. Yo considero que hoy hay que darle un poco de aire a la literatura, sacarle un poco todo ese peso al rol trillado de “ser escritor” y buscar formas nuevas, empezar como de cero.

Festival del Ruido

Mañana a las 15.00 comienza el Festival del Ruido en el Museo de la Memoria (Avenida de las Instrucciones 1057). Organizado por Ygielka y Carlos Yapor, el evento, que contará con la presencia de varios artistas y colectivos de Uruguay y Argentina, promete intervenciones sonoras, performances, música experimental, charlas y xilografía.