En la tapa el título aparece borroso, fuera de foco, en movimiento, pero aun así claro de leer. Más que un error de la vista, parece algo buscado, como cuando uno dirige ambos ojos excesivamente hacia el centro del campo de visión y se vuelve bizco por gusto. Una imagen, tal vez un bloque, un cubo. Pero de nuevo lo difuso vuelve un objeto con su forma y sus límites claros y precisos, en algo que se fusiona con su entorno. Este juego entre forma y fondo, foco, cercanía y alejamiento, extrañeza y familiaridad, está presente en la tapa de Sea, de Carolina Silveira –primer libro de ficción de la autora, con el que ganó en 2017 el tercer premio en la categoría Narrativa Inédita del Premio Nacional de Literatura–, pero también en todos los textos que lo integran.
La prosa de Silveira es inusual en la narrativa contemporánea uruguaya. En un panorama en el que abundan las certezas, lo unívoco, lo denotativo en lugar de lo connotativo, los textos de Sea bucean en la niebla, renuncian al entendimiento de lo que sucede, desarman, mezclan en lugar de construir estructuras de contenido. Y remarco lo de bucear, porque la narradora no está distante de su escritura: está cerca, tanto que se sumerge en ella y se deja extraviar. En este sentido, no es menor la elección de una primera persona fuerte, no sólo en lo que se refiere a lo gramatical sino también en la presencia que esa primera persona tiene en la escritura, considerando lo mucho que todavía se la suele rechazar en la narrativa de nuestro país, en ficción, pero también en otros discursos como el periodístico.
Hay dos cuestiones fundamentales que enriquecen estos textos: el foco y la falta de control. El primero es el recurso principal sobre el que se apoya la escritura, y quizás su mayor virtud. Como si se usara un lente fotográfico macro o un microscopio, el acercamiento a las cosas, al entorno, pero también al recuerdo y las sensaciones, es de cercanía extrema. Esto no sólo permite una sensación constante de intimidad sino que, al acercarse tanto, las cosas pierden su relación conocida con el entorno, y hasta lo más familiar se vuelve extraño e inquietante. Todo adquiere una nueva forma y, al reinventarse, pasa a tener una nueva función. Lo que genera este extrañamiento es la saludable sensación de sorpresa, de estar descubriendo por primera vez lo que ya automatizamos y naturalizamos cotidianamente, un reseteo de nuestra relación con el mundo, a la manera de lo que también generan obras como las del poeta argentino Mario Ortiz.
La falta de control sobre la escritura –o, al menos, el abandono de esa pretensión– le da al libro una libertad y soltura que la autora sabe aprovechar. Como se mencionó anteriormente, parecería no buscarse la construcción de una estructura incuestionable, la eficacia de la prosa, un tiro preciso, sino la multiplicidad de sentidos, la búsqueda, las preguntas. Esto no responde a un descuido de Silveira ni mucho menos, sino que parece haber sido buscado desde el primer momento. Del mismo modo en que el título del libro utiliza al verbo ser en subjuntivo, es decir, en un modo que expresa deseos y posibilidades, aunque de manera incierta, lo que parece mover y alimentar estos textos es el anhelo y el afán. Ese anhelo quizás tenga que ver con la reconstrucción de un pasado, con darle una nueva mirada que arroje nuevas lecturas (gran parte de los textos son sobre la infancia), o con el futuro, visto como un lugar al que llegar, tan impreciso como el presente o más. El anhelo es ni más ni menos que el de estar viva, y esto no tiene que ver con la autoayuda o la autocomplacencia sino con dotar a la escritura de una vida más allá del papel, intentando no separar de forma drástica lo escrito de lo vivido. Y para lograr esto no se vale de recursos de la autoficción o autobiográficos, sino de una prosa llena de sensaciones y descubrimientos, honesta, sin poses. De alguna forma, también significa un acto de valentía ponerse a sí misma en el centro, mucho más allá de la protagonista de las historias o de la primera persona. Es valiente intentar una escritura de la intimidad en un país como Uruguay, en el que cuando hace unos años salieron un par de libros más o menos intimistas, sutiles y personales (recuerdo Limonada, de Sofi Richero, o Prontos, listos, ya, de Inés Bortagaray), parte de la crítica tradicional y de la academia se horrorizaron ante ese monstruo terrible que llamaron “literatura del yo” y que supuestamente venía a banalizar y frivolizar nuestra seria y formal literatura vernácula.
De esta forma, lo íntimo se confunde con lo externo en un juego expresionista en el que los sentimientos y los recuerdos construyen la realidad y, a la vez, la supuesta realidad condiciona la forma en que se reconstruye esa memoria, se sueña con lo que vendrá o se establece conexión con el presente. Y el cuerpo, más que como un territorio cerrado, inaccesible, se vuelve el lugar desde el que surgen, o el que recibe todo lo que los sentidos y la imaginación pueden crear, percibir y vivir. Un cuerpo sin límites, que se confunde con su entorno, que no tiene un anclaje preciso en el tiempo, como el cubo de la tapa del libro. Y así tanto el amor como el sexo, los miedos, el frío, el calor y tantas otras cosas se dan de forma fluida, y de esta forma aparecen en las páginas.
Esa escritura sensorial y ambigua es una de las mayores virtudes de este libro, al punto de que cuando la autora se aparta de este registro es cuando el libro cae en intensidad; es decir, cuando se torna más cerebral, racional, frío, y parecería que se intenta buscar un lugar de control sobre las tensiones de la vida y el tiempo, o incluso de la escritura misma. En estos casos, que son los menos, la prosa pierde vitalidad y da la sensación de que no es el registro en el que la autora se siente más cómoda. No es necesario aclarar que la escritura poco tiene que ver con la comodidad, pero sí que en todo creador hay formas que le permiten expandirse y liberarse más que otras, y eso queda evidente en el texto.
Absolutamente necesario, en una literatura uruguaya actual que, salvo excepciones, se ha vuelto previsible y reiterativa, Sea revela una búsqueda genuina, tanto de una voz personal como de reconstrucción de un mundo a través de la escritura. Que Carolina Silveira continúe por ese camino o, al menos, con esa impronta, y que más escritores y escritoras puedan contagiarse de la libertad creadora que transmiten estos textos es un anhelo que de tan fuerte se vuelve imperativo. Que así sea.
Sea. Carolina Silveira. Montevideo, Estuario, 2018. 118 páginas.