Si Truman Capote nos embiste con su ímpetu torrencial, si Hunter S Thompson nos hace viajar entre el pánico y la locura –o entre el miedo y el asco–, si Norman Mailer nos planta de cara a los mitos y las realidades de la guerra y Rodolfo Walsh presagia una tragedia que no se advertía, Tom Wolfe, ese otro tótem del periodismo que falleció ayer a los 87 años, descubre personajes impensados, traza pinceladas mínimas y muestra detalles insignificantes que descubren la esencia descarnada –o demente, o injusta, o magnámima– de la conducta humana.
Considerado uno los padres del nuevo periodismo –junto a Walsh, Gay Talese y otros–, cronista legendario y referente del reportaje, Wolfe fue uno de esos escritores que se dedican a documentar su tiempo: se propuso registrar a la sociedad contemporánea desde el realismo, siguiendo la tradición literaria de novelistas como John Steinbeck, Charles Dickens y Émile Zola, si bien en su ensayo El nuevo periodismo (1973) postuló el fin de la novela clásica. Así, en la década de 1960 y frente a la crisis del relato periodístico tradicional que apelaba a la neutralidad y la transparencia para ejercer el oficio, este grupo espontáneo decidió mantener el rigor periodístico, a la vez que apeló a recursos propios de la literatura, que se convirtieron en nuevos dispositivos narrativos para comprender el entorno social y la vertiginosa y cambiante realidad. Según consignó Wolfe en El nuevo periodismo, se trata de “una forma que no era simplemente igual que una novela. Consumía procedimientos que casualmente se habían originado con la novela y los mezclaba con otros procedimientos de la prosa. Y constantemente, más allá por completo de las cuestiones de técnica, se beneficiaba de una ventaja tan obvia, tan firme, que uno casi olvida la fuerza que posee: el simple hecho de que el lector sabía que todo esto realmente había sucedido”. Y si antes la “clase literaria más elevada” era la única que podía acceder al alma del hombre, las emociones y los enigmas eternos, ahora surgía una horda de “miembros del lumpenproletariado” –“que ni siquiera formaban parte del escalafón”–, y que era nada menos que un rejunte “de escritores de revistas baratas y suplementos dominicales” que se apropiaron de sus técnicas.
El impacto de esta transformación derivó en Operación masacre (1957), de Walsh; Se oyen las musas (1956) y A sangre fría (1966), de Capote; Los ejércitos de la noche (1968) y La canción del verdugo (1979), dos premios Pulitzer de Norman Mailer; Honrarás a tu padre (1971), de Talese; Elegidos para la gloria (1979), de Wolfe; o recordados trabajos de Tomás Eloy Martínez y Carlos María Gutiérrez que bucearon entre los sórdidos e imprevisibles vaivenes de la historia, desentrañando lo que, a veces, la realidad ocultaba empecinadamente.
Cuando publicó su obra consagratoria, Capote admitió que se había propuesto “realizar una novela periodística, algo a gran escala que tuviera la credibilidad de los hechos, la inmediatez del cine, la hondura y libertad de la prosa y la precisión de la poesía”. En esta misma sintonía, en su tratado de 1973 Wolfe planteaba que era posible escribir notas fieles a la realidad mediante recursos habituales de la narrativa, incluso procedimientos como el monólogo interior. Propuso cuatro pilares básicos para producir un artículo: con las técnicas aprendidas del realismo, y el desafío de poder alcanzar una “comunicación emotiva”, capaz de “apasionar” o “absorber”, ubicó como primera consigna la construcción de “escena-por-escena”; como segunda, la rigurosa reconstrucción del diálogo; como tercera, la posibilidad de acudir al “punto de vista en tercera persona” para presentar las escenas a través de los ojos de un personaje en particular, que facilite la empatía del lector y la sensación de que vive la escena “tal como él la está experimentando”; y la última consistía en describir los gestos cotidianos, hábitos, usos y costumbres, y cualquier detalle simbólico que expresara el lugar que ocupaba en el mundo este personaje. Porque “la relación de tales detalles no es meramente un modo de adornar la prosa. Se halla tan cerca del núcleo de la fuerza del realismo como cualquier otro procedimiento en la literatura”.
Siempre apegado a su imagen refinada de dandy –con su tan característico traje blanco–, el estadounidense escribió trabajos logradísimos sobre estrellas de rock, las Panteras Negras, marginales adictos al LSD (Ponche de ácido lisérgico, 1968), la arquitectura y la pintura del siglo XX, un maravilloso perfil de Muhammad Ali, y hasta una larga investigación sobre los pilotos de prueba de la NASA (Elegidos para la gloria, 1979), que fue uno de sus grandes éxitos e inspiró una película protagonizada por Sam Shepard y Ed Harris en 1983.
Faraónico
Este pastor del hiperrealismo ficcional escribió novelas de más de 600 páginas. En los 80, su notable y ocurrente obra maestra, La hoguera de las vanidades, surgió como un folletín de la revista Rolling Stone y se publicó como libro en 1987. El texto –un éxito enorme de crítica y público– sacudió el panorama con el ascenso y la caída de un especulador de Wall Street; un yuppie envuelto en complejidades económicas, judiciales y amorosas que se convirtió en la gran novela de Nueva York, atravesada por el conflicto racial y las miserias del poder. Casualmente, La hoguera de las vanidades salió a la venta el mismo año del lunes negro de Wall Street, cuando los mercados de valores de Occidente se desplomaron estrepitosamente. Años después, Wolfe continuó el mismo esquema compositivo en Todo un hombre (1998), en el que explora la vida del sureste de Estados Unidos en los años 90 desde panoramas tan diversos como los negocios, la política o el deporte, y una gran galería de personajes dominados por el sexo, el dinero y el poder. Entre enormes y lujosas propiedades, el protagonista, que lidera el mayor imperio inmobiliario de Atlanta, pide un crédito bancario –motivado por su megalomanía y despilfarro– que no puede pagar, y debe emprender una espinosa ruta de supervivencia.
A lo largo de su vida, Wolfe desafió las leyes de cómo se debía contar la realidad, entre una precisa tensión narrativa, múltiples usos de la oralidad y la construcción de un mundo que se transforma de lectura en lectura. Y así, con los años, su voz se convirtió en un susurro torrencial que trazó un bestial proyecto de comedia humana.