Se había desempeñado como profesor de Historia de enseñanza secundaria en Tacuarembó y en Montevideo, había sido destituido por razones políticas (en su caso, principalmente, por haber integrado la gremial de profesores), había armado con paciencia y renunciamientos una vasta cultura humanística –no diré “letrada” porque, con fundadas razones, rechazaba esta palabra–, había juntado con escrupulosidad una considerable biblioteca particular. Obligado por las circunstancias, se hizo librero. Primero tuvo un puesto en la feria de Tristán Narvaja, en la calle Uruguay, donde un día fue detenido y llevado a la Jefatura de Policía porque lo encontraron vendiendo el primer número de Cuadernos de Marcha, dedicado a José Enrique Rodó (1967). Desde 1984 y hasta mediados de la pasada década tuvo una librería de viejo, Altazor, en un local más bien gris ubicado en Colonia casi Magallanes. Cuando debió cerrar amenazó una y otra vez con volver a salir, como su admirado Don Quijote.

Pero, en este rubro, su más profunda pasión era la lectura, a la que se dedicaba con generosidad y con gran agudeza. Serio, a veces hasta intimidar, siempre amable y de una capacidad de afecto enorme cuando se trasponía cierta barrera, nunca dudó en hablar con quien lo reclamara sobre una larga serie de asuntos acerca de los cuales sabía más que el mayor de los mortales que andaban por aquí. A veces le venían ciertos accesos de arrepentimiento, renegaba y decía –por lo menos a los más próximos– que después de todo él tenía que vivir de su librería, que era un negocio y no un lugar para ir a tomar café o para tertuliar. Y, sin embargo, durante años, lo primero que hacía cuando algún conocido entraba era ofrecerle café y, en especial en la década de 1990, supo sentirse halagado porque un grupo de clientes decidió reunirse los sábados de mañana en el estrecho espacio que había entre el mostrador y las estanterías que flanqueaban una gran mesa central.

Ser librero para Diego González Gadea era casi una misión evangelizadora. Gran lector del Quijote, sobre el que publicó el primer y más erudito trabajo sobre las repercusiones que la obra tuvo en Uruguay (Cervantes en el Uruguay, Montevideo, El Galeón, 2005), había aprendido de manera profunda el valor de la tolerancia y la gratitud, que más allá de toda reserva le permitía vincularse amistosamente con personas de distintas filiaciones y caracteres, como Juan E Pivel Devoto, Julio Carlos Martell, Juan Fló, Vicente Cicalese, Fernando Mané Garzón, entre tantos otros que no eran ni fueron célebres y que eran tratados con la misma atención. Dejó ese pequeño gran libro sobre su devoción mayor, unos pocos artículos publicados en El País Cultural y otros que hasta cierto momento difundió entre sus amigos por correo electrónico; en general, anotaciones eruditas fundadas en su larga frecuentación de libros y papeles. Acarició largamente un proyecto sobre libreros y librerías en Montevideo. Había acumulado mucho material –decía, algo enigmático–, y había vivido lo suficiente desde mediados de la década de 1950 como para conocer de cerca esa experiencia. “El libro es un bien social”, se le oyó decir más de una vez, y ese fue su gran legado para quienes tanto le debemos. Diego González murió en Montevideo el 24 de agosto. Con él se retiran una época y una concepción de la vida cultural.