Cuando en la noche del 25 de agosto del año 2000, un médico del Hospital Militar de Montevideo completó el certificado de defunción de María Celia Martínez Fernández, fallecida a los 81 años por una insuficiencia cardíaca, al consignar la profesión de la difunta escribió “labores”. El doctor no tenía por qué saberlo, pero con aquel acto administrativo, mera burocracia de trámite en el pasaje de la vida a la muerte, estaba subrayando el olvido que había sido una constante en los años finales de Amalia de la Vega, quien fuera considerada la principal voz femenina de la música popular del Río de la Plata.

El destino de Amalia de la Vega fue el de muchos cantores que, habiendo llegado al cenit de la aceptación popular mediante grabaciones, conciertos y difusión masiva en los medios, se sumergen en un ostracismo que los ralea de los focos de antaño, condenados a padecer las calamidades de una legislación que no contempla las jubilaciones de artistas, propuestos a recibir los mendrugos de una pensión graciable y víctimas de desahucios, desalojos, vidas de prestado en casas de familiares e improvisadas presentaciones, ya con las fuerzas menguadas, sobre ómnibus en marcha o en la vía pública para que, al morir, cuando la noticia circula en los corrillos, desprevenidos comentadores digan que pensaban que ya estaban muertos o, en el colmo de la canallada institucionalizada, se les prodiguen aparatosos homenajes en los que todos tienen algo para decir luego de descubierta la consabida placa.

Vida de canto

Te escuchamos con halago. Amalia de la Vega y sus canciones criollas, flamante libro del investigador y ensayista Hamid Nazabay (1978), propone un acercamiento a la obra de la llamada Señora del Folclore, por medio de una profusión de documentos y de la interpretación de su derrotero artístico, que pasó por una etapa de búsqueda, otra de consolidación y una final, como se ha dicho, de olvido.

El libro de Nazabay aparece en un momento en que el nombre –no tanto la obra– de la cantora melense ha sido puesto en valor en el año en que se cumple el centenario de su nacimiento. Ante tantos homenajes y apropiaciones, Te escuchamos con halago ofrece una línea precisa de acercamiento al cancionero de esta artista sin igual, que cantó siempre lo que quiso, negándose a transar con productores, músicos y comunicadores, y que tras la salida del fonograma Poetas nativistas orientales, editado por Orfeo en 1982, ya no cantó más, ni siquiera bajo la ducha. Tamaño compromiso con su arte, del que fue la propia gestora, prescindiendo de cualquier tipo de representante, subraya la condición superior de la libertad de un artista, hecho que se vuelve especialmente visible en estos tiempos en que campea el discurso políticamente correcto, el afán inclusivo que unifica expresiones creativas y el temor instalado al qué dirán, que ha llevado, entre otras cosas, a que consagrados cantautores reescriban y regraben versos de antiguas canciones para no afectar los hipersensibles oídos del presente.

Repertorio

El libro de Nazabay repasa la historia artística de De la Vega desde su debut en la radio El Espectador, en 1942, hasta la seguidilla de entrevistas y apariciones públicas de los años finales, sin cantar, en las que manifestaba la misma timidez de sus orígenes. El investigador analiza con precisión, abundancia de fuentes y un bienvenido espíritu crítico cada canción grabada por la artista, así como las formaciones instrumentales que la acompañaron en cada caso, los vínculos con los compositores y las repercusiones en el público. Sobre todo, el trabajo sobrevuela el instrumento mayor de De la Vega, su voz, subrayado con precisión por el musicólogo y estudioso del folclore más importante que dio esta región, Lauro Ayestarán, quien en la contratapa del disco El lazo de canciones, editado por Sondor en 1958, escribió que “en esta cantante se unen armoniosamente un bello metal de voz, la más sólida afinación y la dicción más clara para recrear las tradicionales melodías en el más adecuado estilo”.

El propio repertorio de De la Vega es otra prueba fehaciente de que la artista no puede ser reducida a ningún gueto de la música popular, pues en su discografía conviven la milonga con la zamba, el gato con la cueca, la vidalita con el estilo e, incluso, una versión de la canción brasileña “É doce morrer no mar” (“Qué dulce muerte da el mar”), de Jorge Amado y Dorival Caymmi, además de esa auténtica rareza en su discografía que constituye “La historia del Tacuarí” (que le pertenece en letra y música), canción en la que se dobla a sí misma para cantar a dos voces.

Una coda

Permítaseme cerrar este comentario sobre el libro de Nazabay con una referencia a un episodio ocurrido en 1975, el tristemente recordado Año de la Orientalidad, cuando vieron la luz algunos discos propiciados por la dictadura por intermedio de la Dirección Nacional de Relaciones Públicas (Dinarp), que celebraban el “Sesquicentenario de los hechos históricos de 1825”. En uno de esos discos se incluyó la canción “Memorias de Artigas”, que De la Vega grabara para el antes mencionado El lazo de canciones, en 1958. La inclusión de ese tema registrado 17 años atrás, en un momento en que la cantora ya no tenía ningún vínculo contractual con el sello, ha leudado la cantaleta, muy encendida en algunas figuras de la cultura, de que De la Vega colaboró con la dictadura. En un capítulo de Te escuchamos con halago Nazabay les coloca un bozal informativo a los vociferantes detractores. Y, por sobre el coro de ladridos, el engranaje del olvido y los ocasionales oportunismos, Amalia de la Vega, imperturbable, sigue cantando.

Te escuchamos con halago. Amalia de la Vega y sus canciones criollas. De Hamid Nazabay. Montevideo, Ediciones Tinta & Papel, 2019. 254 páginas.