Alexandra Kohan es psicoanalista y docente de la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires y docente y supervisora de Centro Dos, además de colaboradora habitual de las revistas Polvo, Invisibles y otros medios. Hace unas semanas salió, de forma únicamente digital, su libro Psicoanálisis: por una erótica contra natura, que bien puede pensarse como parte del fascinante retorno, propiciado por el feminismo, del manifiesto como forma literaria y política. Surgido a partir de una convocatoria de Patricia Kolesnicov, editora de IndieLibros, el ensayo forma parte de la colección #miracomonosleemos, que incluye a varios autores, según Kohan, con “posiciones heterogéneas en relación al género y al feminismo”.

Así, la autora se postula contraria a la opinión (la doxa) y se reconoce deudora del pensamiento de Roland Barthes (su tesis de maestría, de hecho, se llama Barthes y Lacan: la lectura como resistencia a la doxa). Consultada sobre si veía en la doxa un “enemigo” (“así, entre comillas”) del feminismo, la autora afirma que sí, pero según ella lo es de “cualquier movimiento que pretenda consecuencias políticas” y, “más radicalmente”, también de “la vida misma, en la de cada uno, ahí donde impide pensar, ahí donde adormece, ahí donde naturaliza y nos tranquiliza demasiado”. En consecuencia, el libro aparece como una crítica al modo “en que algunos discursos van precipitando, solidificando, cristalizando sentidos que luego empiezan a repetirse como un disco rayado y, en ese punto, se van vaciando de la posibilidad de tener consecuencias”.

¿Cuál fue el contexto de escritura de Psicoanálisis: por una erótica contra natura?

El contexto supongo que es la ebullición de discursos que vienen produciendo los feminismos. Me parece que a esta altura de los acontecimientos, el feminismo nos interpela a todos. En mi caso, empecé a pensar, en medio del movimiento masivo, cuáles son los feminismos que más me interesaban y, a la vez, cuáles son esos feminismos que se pretenden emancipatorios pero que no dejan de ser prescriptivos y que nos vienen a llenar de nuevos preceptos en nombre de la libertad. La repercusión que está teniendo el texto me sorprende gratamente y, a la vez, me hace objeto de una crítica habitual: “antifeminista”, cosa que no hace sino reforzar lo mismo que planteo: o repetimos todos lo mismo o las críticas son entendidas como anti. Esa polarización, que es un problema que excede al feminismo, resulta por momentos agobiante. Pero no deja de ser un poco graciosa allí donde confirma algunas de las cosas que digo, porque surge de mujeres que sostienen una vida muy poco feminista o de personas que pretenden decir “el feminismo soy yo”. Lo que planteo en el texto es la relación, no siempre interrogada, entre la euforia identitaria (esto también excede al feminismo) y las prácticas. No me desvela tener que definirme como feminista, porque no me interesa la declamación. Sí me interesa cuestionar ciertas prácticas, revisarlas, pensarlas. Hay una posición en cierto sector del feminismo que supone que no es el momento para críticas, entonces cualquier crítica, por fundamentada que sea, es desechada hacia el terreno de lo “anti”. Considero que sí es el momento, dado que ciertos discursos están siendo nocivos y están afectando a muchas personas. Como me importa mucho el padecimiento, las distintas modulaciones que va teniendo (de eso me ocupo todos los días), me interesa intervenir en los debates. Por otra parte, pretender que exista un único discurso, una homogeneidad que no es tal, es aplanar discusiones y debates que resultan de por sí interesantes. No siempre hay debate: ciertas feministas son más bien renuentes a ello y pretenden que se instale un discurso casi único y sin fisuras. Pero hay muchísimas otras con las que se puede debatir, pensar y poner en tensión ciertas cuestiones que me parecen fundamentales. A mí me gusta mucho el ejercicio de pensar con otros, y lo llevo a cabo con aquellos que sí están dispuestos.

En cuanto a los lugares comunes, ¿es imposible ser feminista y de derecha? ¿Todo discurso feminista debe ser antineoliberal?

No sé cómo debería ser el feminismo, porque si no estaría haciendo lo mismo que critico. A esta altura todo el mundo se dice feminista, incluidas muchas mujeres de derecha. Lo que a mí me interesa es, en todo caso, delimitar, discernir, escindir en medio de la masa las distinciones y las prioridades de un feminismo que me resulta más representativo y que pueda tener las consecuencias políticas que pretendemos. En ese sentido, cuando advierto que todo pasa por el debate sobre el aborto, que algunas feministas sólo se interesan en eso o por la exigencia de que los políticos digan cuál es su posición respecto de ese único tema, me resulta algo reduccionista, e ideológicamente está en las antípodas de lo que pienso. Si fuera sólo por eso, ya habría ganado el FIT [Frente de Izquierda y de los Trabajadores], que es el único espacio que ha llevado siempre en su plataforma la legalización del aborto, y eso no pasa. Un feminismo que no articule otras demandas sociales, como por ejemplo políticas de salud pública, de educación, de equidad social (por mencionar sólo algunas), no es el feminismo con el que me interesa construir algo en común. La euforia que causó el discurso de la diputada macrista Silvia Lospennato por haber votado a favor de la legalización del aborto luego de ser la misma que vota el vaciamiento de los hospitales públicos, que es parte de un gobierno que hace desaparecer el Ministerio de Salud, que lleva adelante una política previsional depredadora, que retira la posibilidad de que las amas de casa se jubilen, que produce el empobrecimiento de millones mediante su política de ajuste feroz, me parece ideológicamente deleznable. Creo que, como movimiento emancipatorio, el feminismo que a mí me interesa vehiculiza reivindicaciones a contrapelo del neoliberalismo. Si no, sería ese feminismo llamado “liberal” (acaba de salir un manifiesto muy bueno que se llama Feminismo para un 99%, de Cinzia Arruzza, Tithi Bhattacharya y Nancy Fraser, editado por Rara Avis), que sólo entiende las reivindicaciones del siguiente modo: ahora somos las mujeres las que tenemos que ocupar posiciones de poder y entonces ser nosotras las que oprimimos a los demás; un feminismo elitista, esnob e individualista. El famoso “empoderamiento” conduce a lo que estas autoras subrayan: el acceso al poder de unas pocas sin interrogarse por qué están vedados ciertos derechos para una mayoría. Es un feminismo que se pretende autónomo y escindido de las demás reivindicaciones sociales y políticas públicas que afectan a la mayoría. Hoy hay mujeres que se la pasan fiscalizando espacios para ver cuántas mujeres y cuántos varones hay, las que esencializan y se ven autorizadas a arremeter con derechos sólo por ser mujeres. Es el feminismo que lucha por ocupar el poder y, en el mismo gesto y sin pudor, demoniza la protesta social, por mencionar un ejemplo. Por otra parte, el feminismo que a mí me interesa incluye al hombre, porque creo que él también es parte de esta lucha y porque creo que el feminismo no es una cosa exclusiva de mujeres. Y porque creo que el machismo no se puede reducir a “lo que los hombres les hacen a las mujeres”. Estuvimos años intentando no subsumir el género en la anatomía y hoy asistimos a una genitalización de las reivindicaciones. No quiero decir “neoliberalismo” de manera general e imprecisa, pero si nos ponemos de acuerdo en que el neoliberalismo vehiculiza y propicia sujetos individualistas capaces de producir, de consumir y de creerse que son los únicos responsables de sus éxitos y sus fracasos, que arenga la flexibilización laboral, por ejemplo; si consideramos que rechaza el inconsciente porque pretende sujetos voluntarios y voluntaristas, entonces podemos acordar en que hay un sector del feminismo que es funcional a él. Es aquel que promueve, además, el empoderamiento de mujeres sólo por ser mujeres, que sacraliza a la mujer, demoniza al varón y así se mueve creyendo que las mujeres, ahora en el poder, son garantía de algo bueno: es el feminismo que eleva a algunas a condición de pisotear a la mayoría o que eleva a algunas sin preguntarse cómo es que fueron “elevadas”.

Alexandra Kohan

Alexandra Kohan

Foto: Daniela Podlubne

Sobre todo en el capítulo “Ignorar lo que se sabe” se puede ver una suerte de pedagogía en el pensamiento de Sigmund Freud, que se presenta como abierto a lo otro radical, digamos, a lo verdaderamente desconocido. ¿Podrías comentar algo en este sentido?

En todo caso, se trata más bien de pensar lo que produce un análisis, y lo que produce lo hace siempre como efecto. Y para que ese efecto tenga lugar (si es que puede decirse así) hace falta que el saber no esté de entrada, no esté anticipado del lado del analista. En ese capítulo tomé la frase de [Jacques] Lacan que apunta a la posición del analista. Se trata de seguir a Freud en eso: “lo que el analista debe saber: ignorar lo que sabe”. La noción de saber es enorme y va teniendo distintas modulaciones, pero lo que intenté delinear es el modo en que un saber anticipado sobre el otro, sobre lo otro, funciona como obstáculo, como problema para que advenga algo sorpresivo que rompa con la mismidad, el saber anticipado impide la lectura como acontecimiento, esa lectura en las antípodas de los saberes establecidos, sedimentados. Me interesó jugar con eso para pensar cómo funciona algo que sucede actualmente: “todo el mundo” cree saberse, conocerse, escrutarse sin mediaciones, y saber, conocer y escrutar al otro del mismo modo. Hay un rechazo a la opacidad del cuerpo, al cuerpo como algo extraño. Hay un imperio de las certezas (el librito se iba a llamar así), hay un rechazo al inconsciente que pone afuera todo lo que se rechaza de sí y se pretende que la pulsión no existe; hay, además, un rechazo a la contingencia: se pretende estar preparado para todo. Es, por momentos, una época que se comporta como si no hubiera existido el descubrimiento freudiano.

¿Cómo se entiende la cita de Freud (que a menudo ha sido usada para argumentar en contra del discurso trans) de que “la anatomía es destino”, en este esquema?

Se trata de leer a Freud. Eso conlleva una noción de lectura. Para mí la lectura es acontecimiento, ocurrencia y está en las antípodas del dogma. “El dogma”, dice el psicoanalista Juan Ritvo, “es lo que impide leer”, justamente. Esa frase la leyó Lacan en su momento tomando “anatomía” en su sentido etimológico: ana-tomía, el de corte, para subrayar los agujeros del cuerpo, el cuerpo pulsional. Esa es una lectura y es de por sí interesante porque conlleva una noción de cuerpo que no es una totalidad. Hay otra, que es la de Ritvo, que sugiere que decir “la anatomía es el destino” no implica decir que estamos determinados por ella, que la posición sexuada no está determinada por lo anatómico, “sino que la diferencia anatómica es ineludible; a ella hay que responder, sea como sea”. Y esto me parece fundamental para dejar de repetir que el psicoanálisis es heteronormativo y patriarcal, porque a esta altura es una burrada demasiado grande. La diferencia sexual anatómica existe y produce consecuencias. El cuerpo anatómico es ineluctable y lo es para cada uno de nosotros. De ahí en más se puede seguir pensando a partir de escuchar a cada quien. Por un lado, se critica a Freud por estas cuestiones pero, por otro, hay constantemente un corrimiento hacia lo anatómico: se fiscalizan genitales y no posiciones de enunciación. Si alguien es hombre (como si se supiera por lo anatómico), no puede hablar de género, del aborto, de ningún tema que no le corresponda; si es mujer (como si se supiera por lo anatómico), está autorizada a expresarse como quiera.

En el libro se habla mucho sobre la concepción de cierto feminismo del amor y del cuerpo. ¿Podrías explicar un poco cuáles son los puntos ciegos de esas visiones ingenuas o llanamente represivas?

No las creo ingenuas, pero sí las considero represivas, en el sentido de que pretenden rechazar el inconsciente, la pulsión. Y en el sentido de que naturalizan. No hay saber sobre el amor y, menos que menos, sobre el cuerpo; no de ese modo en que se pretende. Entiendo que se intente asir lo inasible per se y que cada quien tenga una idea sobre eso, pero lo que me resulta inquietante es que se pretenda, por ejemplo, que el problema del amor romántico está resuelto en el “si duele, no es amor” y todas las variaciones alrededor de la pretensión de que el otro no nos afecte en nada. Como si ahora sí fuéramos a tener mejores relaciones porque cayó el ideal del amor romántico, sin advertir que se erigen otros tantos ideales sobre el amor, algunos mucho más peligrosos. En ese sentido, creo que el punto ciego es no advertir la enunciación prescriptiva sobre el cuerpo, sobre el amor, a la vez que pretender que se puede saber, anticipar, asir qué es eso que tanto nos molesta, nos extraña, nos inquieta. Ahí es donde veo, más que discursos orientados a la emancipación, discursos evangelizadores que pretenden conducirnos hacia el bien. Hoy hay una especie de erotismo seco: se pretende un amor sin pathos, un cuerpo anestesiado, aséptico, limpio de impurezas. De hecho, se usa mucho el término “tóxico”. Lamento mucho que ese término tenga la connotación que tiene (por el pastor Stamateas), porque la idea de que el otro nos intoxica me gusta mucho, en el sentido en que el encuentro con otro, nunca posible de ser previsto, preparado, anticipado, conlleva una toxicidad propia de salirse de la mismidad. Se me ocurre pensar, que más que tóxico, el amor podría ser más bien phármakon: veneno y remedio. Creo que el rechazo a la angustia que se advierte mucho hoy se lleva puesto el encuentro con el otro como tal y nos deja a todos demasiado encerrados en la pretensión de garantías.

En tu cuenta de Twitter a veces atacás la noción de “empatía”, que en el libro aparece apenas mencionada en un paréntesis. ¿Qué se pierde en la exigencia de empatía?

Más que “atacar” me interesa leer lo que se juega ahí, el modo en que la empatía se está instalando como un nuevo mantra, como una especie de narcosis. En relación con el punto anterior, la empatía tiende a anular la otredad como tal. Se dice “ponerse en el lugar del otro” (como si fuera posible), sí. Pero yo agregaría: a condición de sacarlo a él. Mi pregunta es: ¿por qué hay que pasar por uno para acompañar al otro? Ahí es muy bueno advertir cómo funciona a veces el “entendimiento”. Alguien le dice al otro: “Sí, te entiendo, a mí me pasa lo mismo”. Por otra parte, el modo en que la empatía se está instalando como el nuevo rasgo para ser buenos, es impresionante. Todos piden empatía para todo. Hay una idea un poco pueril de que el mundo sería mejor con más empatía, y se convierte en una especie de imperativo, de moralismo: “Hay que empatizar con las víctimas”, por mencionar algún caso. Pero, además, vuelve a insistir la idea de lo voluntario como si uno pudiera decidir, elegir con qué o con quiénes va a empatizar. Es, en algún sentido, una nueva doxa si la pensamos como la repetición muerta que, como diría Barthes, “no viene del cuerpo de nadie”. Es una palabra que cifra la moral bienpensante. Es casi una garantía: si empatizamos, somos buenos; si no empatizamos, somos malos. Además, se pide empatía siempre con las “buenas causas”. Sería algo así como: la empatía es buena siempre porque yo empatizo con lo bueno, y lo bueno es lo que yo digo que es bueno. Como si la empatía fuera a-ideológica. ¿Qué dirían los que militan la empatía si alguien empatiza con un torturador? Los adalides de la empatía se enojan muchísimo cuando empatizás con algo distinto de lo que ellos consideran. Entonces, otra vez, no se trata de atacar la empatía, sino de ver cómo funciona en ciertos discursos, cómo se banaliza, cómo se cifran moralismos e ideología, cómo se solidifica en un sentido común.

Foto del artículo 'El amor phármakon: con Alexandra Kohan y su planteo contra un “feminismo elitista, esnob e individualista”'

Otra de las cosas que criticás es la insistencia con ver todo desde un punto de vista feminista. ¿En qué sentido esto es empobrecedor? ¿Puede ser el patriarcado la explicación de todo?

Es empobrecedor en eso mismo: en ver todo desde un solo punto de vista, y porque a la larga termina despolitizando allí donde todo es lo mismo. Entiendo que el feminismo haya puesto en jaque muchas cosas, que haya agitado lo que parecía inamovible, pero noto que cualquier noticia, cualquier disciplina, cualquier tema es interpelado por ese lado. Se toma la palabra públicamente sobre cualquier cosa y nunca falta alguien que lo relacione con el feminismo. Es empobrecedor porque aplana eso mismo que pretende potenciar. Porque se convierte en un monotema que no permite leer otras variables que no siempre pueden subsumirse en el feminismo, porque si no, el feminismo pasa a ser una maquinaria extractora que se aspira todo. Hace poco, una referente feminista muy importante y que nadie dudaría en reconocer como una estudiosa del asunto tuvo una intervención bastante desafortunada allí donde hizo pasar todo por el feminismo. Por el paro general anunciado para el 29 de mayo se cambió de fecha un partido de fútbol, y ella publicó: “Por el paro de la CGT se posterga un día el partido de River. El mundo es de los machos, te lo hacen notar, y lo llaman lógica”. En un mismo gesto reprodujo estereotipos machistas (el fútbol es de machos) y desconoció la variable sindical del asunto: hay un gremio, UTEDyC, que adhiere al paro. Fue un traspié, claro, y no se va a dejar de considerar la importancia de una referente como ella, pero creo que estas cosas empiezan a pasar cuando todo se lee desde una sola variable. Y, no, claro que el patriarcado no puede ser la explicación de todo. Creo que les funciona de explicación a aquellos que no están dispuestos a revisar nada de lo propio, que ponen todo a cuenta del otro.