Aunque la vastedad digital de internet parezca ajena a la preservación del papel, sus recursos se convierten, por momentos, en aliados del universo analógico de los libros. Ese es el caso del reciente repositorio digital dedicado a Serafín J García (1905-1985), autor de clásicos nacionales como Tacuruses (1936) y Las aventuras de don Juan el Zorro (1950). El proyecto se puede encontrar en la web www.serafin.uy y permite leer casi toda su bibliografía, escuchar algunas grabaciones y acceder a documentos como telegramas y correspondencia del autor. Y es, además, parte de una larga apuesta de digitalización de obras nacionales que desarrolla la Facultad de Información y Comunicación (FIC). Aunque el rescate de Serafín surgió en su propia cuna: la ciudad de Vergara (aunque nació en Cañada Grande, a los tres años pasó a vivir allí), a casi 300 kilómetros de Montevideo.
“Cuando era chico leí Juan el Zorro. Sabía que era un autor importante, pero no llegué a percibirlo del todo. Así que hacer este trabajo implicó un redescubrimiento”, explica el responsable de la iniciativa, Bruno Bittencourt, que tiene 30 años y es oriundo de Vergara, donde todo recuerda al escritor: junto a su museo, hay varias instituciones y espacios que llevan su nombre, como la escuela, la biblioteca municipal, un centro cultural y un escenario de espectáculos. Curiosamente, en su departamento no hay una calle que lo recuerde, como es el caso de Maldonado, San José, Rivera y Montevideo.
La escuela y el pasado
Ejemplo de un mundo radicalmente distinto del actual, más replegado en lo local y menos vertiginoso, Serafín J García logró, al menos hasta la década de 1970, mantener el mérito de haber sido el autor uruguayo más leído en vida. Y todo gracias a su primer libro, Tacuruses, que además es de poesía. Los críticos han señalado que tanto en poesía como en prosa, Serafín J García renovó la literatura nativista por haberle quitado afectación y poses, y, al mismo tiempo, haberle aportado aires de rebeldía y protesta. Nada de esto era, o es, particularmente significativo para un niño. Ni aunque se críe en las mismas calles de Vergara.
“En la escuela quizá podías apropiarte de alguna cosa de Serafín por el contexto en el que estábamos. Recuerdo que se hacían concursos de dibujo y en esa época hice una obra con Juan el Zorro, el Tigre y el Ñandú. Pero después no me acuerdo de mucho más, porque de niño no percibís la importancia que puede tener un escritor”.
Lo que sí reciben es a Juan el Zorro y sus correrías, que tienen poco de moral y mucho de viveza, y cuentan con momentos de insospechada crueldad, siempre articulados con su personal humor, que convierten a este libro en un trabajo muy accesible y superior al inacabado Don Juan, el Zorro (publicado póstumamente en 1984), de Francisco Espínola. Para niños, Serafín también escribió Piquín y Chispita (1968), sobre un tucutuco (roedor rural) y una lagartija que corren y se aventuran por el campo, con el que fue incluido en el llamado cuadro de honor del prestigioso premio Hans Christian Andersen. Pese a todo, para muchos niños como Bruno no era otra cosa que el hombre destacado de su pueblo.
La oportunidad de descubrirlo de verdad llegó cuando Bruno cursaba el seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación, que es parte de la currícula de la FIC. En ese curso se motivaba a los estudiantes para que participaran en el proyecto Anáforas, dirigido por la docente Lisa Block de Behar: es un portal web que, a su vez, conduce a otros tres portales o colecciones online. Una es la Biblioteca digital de autores uruguayos (www.autores.uy), que incluye más de 1.700 obras de texto, 100 sonoras y 1.000 visuales; otra es Periódicas, en la que se encuentran colecciones de revistas y diarios uruguayos desde el siglo XIX en adelante, y, finalmente, está el sitio Figuras, hecho a partir de la obra de Pedro Figari.
Cuando Lisa Block les propuso a sus alumnos trabajar en la digitalización de la obra de algún autor, Bittencourt propuso a Serafín. Salvo por Juan el Zorro, que incluso tuvo un par de adaptaciones a historieta, su obra casi no ha tenido reediciones, de modo que encontrarla en librerías es azaroso. Por ejemplo, una rápida búsqueda en Mercado Libre permite dar con viejas ediciones de al menos diez de sus 20 libros. Todas se venden por muy poco dinero, salvo Los partes de don Menchaca (1957), y como edición especial sólo se encuentra el manuscrito del poema “Orejano”, a 1.800 dólares.
Había mucho por hacer, y un solo sitio de referencia para dar con los materiales: el museo del autor en Vergara.
La facultad y el presente
Todo empezó en la biblioteca del mismo nombre de esa ciudad, que está al lado del museo. De hecho, es la única biblioteca municipal, ya que esta ciudad de Treinta y Tres no cuenta con una. Fue inaugurada en 1987, ha sido sostenida por la Asociación Cultural Vergarense y oficia como un centro de actividades para las escuelas y los vecinos. Una de sus iniciativas es entregar la medalla Serafín a cada liceal cuando llega diciembre. En el año de su fundación, Blanca Gonzales, viuda del escritor, les dijo a los miembros de la asociación que quería que sus pertenencias se integraran al acervo de la biblioteca para armar una muestra permanente.
Así, la viuda les envió su escritorio, su silla y su máquina de escribir, su correspondencia, manuscritos, fotos, documentos y biblioteca personal. Pero hubo un inconveniente. “Como no teníamos dónde guardar las cosas en Vergara, todo eso quedó almacenado en Treinta y Tres, y tuvimos que esperar hasta 1994 para recibirlo”, cuenta María Angélica Silva, directora de la biblioteca desde 1993. “Con [el historiador local] José Luis Cuello estuvimos dos años leyendo los materiales y en 1997 recibimos una donación del BID para comprar las vitrinas y exponer los materiales. A su vez, hice una pasantía en la Biblioteca Nacional, gracias a la que aprendí a organizar correctamente un archivo. Y ese fue el paso final para abrirlo”.
Bruno vuelve a su tierra una vez al mes para recuperar el espíritu del interior, entre el silencio y la naturaleza, para tomar mate y simplemente conversar con sus viejos vecinos. Pero en 2017 se propuso hacerlo para digitalizar la obra de Serafín, y se encontró con un gran camino allanado gracias a este archivo ordenado. Ahí, encerrado en un gran mueble, descubrió lo que describe como “su vida en papel”.
El tren no llegó a Treinta y Tres hasta la década del 30, cuando Serafín ya trabajaba en la comisaría de la capital departamental, por lo que, en su infancia, las comunicaciones eran lentas y los medios de transporte escasos. Las opciones educativas, más allá de la escuela, se truncaban si era necesario trabajar. Serafín perdió a su padre a los 14 años, por lo que tuvo que remangarse y asumir los empleos más humildes a cambio de unos pocos vintenes pero mucho aprendizaje vital.
“En la autobiografía reconoce que las enseñanzas más importantes se las dio la vida con los peones de campo, y las prostitutas, que por hambre o soledad se iban a ese caserío que era Vergara”, cuenta Bruno. “Cuando su padre murió, tuvo que ayudar a su familia y eso lo llevó a recorrer esos lugares turbios de los que sacó gran parte del material para su obra”.
De cebar mates en la timba a autogestionar un diario
De joven, Serafín lavaba frascos en una farmacia, cebaba mates en la timba a cambio de vintenes, fue ayudante de tipógrafo y tuvo un periódico que él mismo escribía y vendía. Leía con pasión a Máximo Gorki y Leónid Andreiev, cuyos libros conseguía en una biblioteca pública. Bruno afirma, además, que un veterano vecino de Vergara le contó que su abuelo salía de parranda nocturna con Serafín y, literalmente, “se metían ahí donde encontraban luz”.
A los 25 años el escritor se fue a Treinta y Tres, donde trabajó en los archivos de la Policía. Cinco años después editó Tacuruses, su best seller, y, ya en Montevideo, se dedicó a escribir en la prensa y a publicar con más continuidad. Sin embargo, fueron aquellos años entre las calles de Vergara y los caminos rurales los que se convirtieron en materia prima de su obra.
La web y el futuro
Hace un tiempo, en una de sus visitas, Bruno acompañó a un amigo hasta una arrocera, que es una de las principales fuentes de trabajo para la gente de la zona. Fueron en un camión hasta una zona de taipas, es decir, las elevaciones de tierra que permiten cubrir de agua a los cultivos de arroz para que rindan más. Ahí se encontró con un campamento de taiperos improvisado con una carpa hecha de bolsas de fertilizante sobre un pozo. Bajo el sol, la única manera de tener bebidas frías era dejar botellas en los mismos canales de agua. Ahí, frente a esas condiciones habituales de los trabajadores rurales, confirmó que el espíritu de los poemas y cuentos de Serafín estaba vivo. “Me acordé de un poema suyo sobre un peón de campo que muere tratando de salvar a una oveja durante una creciente. No te voy a decir que pase eso mismo hoy, pero hay cosas que se reproducen. Esa crítica social a las formas del trabajo y al modo en que vivía el hombre de campo todavía están muy presentes”.
Una vez terminado el trabajo de búsqueda y escaneo para Anáforas, apreció que estaba ante “uno de los autores más importantes de la literatura gauchesca, y un hombre que, además, caminó por las mismas calles que yo. Me di cuenta de esto cuando leí uno de sus cuentos sobre curanderas; ahí realmente me cayó la ficha del reencuentro y de cómo su obra estaba inspirada en gente muy parecida a la que conocí”.
Por todo eso, Bruno y la Asociación Cultural Vergarense resolvieron crear el sitio web dedicado al escritor, para que su obra no quedara sólo en el catálogo de Anáforas, sino que tuviera una presencia propia. La asociación se ocupó de pagar el hosting y el registro del dominio web, y Fabricio, su hermano, diseñó el sitio y creó un logotipo que perfectamente podría haber sido un sello ex libris del autor.
No conforme con el emprendimiento, Bruno trabaja, de a poco, en un documental en el que pretende contar la vida del escritor y sus primeros pasos en Vergara, ya que cuando indagó en el archivo descubrió su autobiografía. Es un texto poco conocido porque sólo tiene dos páginas y se llama “Autobiografía de un hombre sin historia”, aunque él haya vivido 80 años y tenido tanto impacto en las letras uruguayas (por el que, por ejemplo, le ofrecieron dos veces un lugar en la Academia Nacional de Letras).
Cada vez que Bruno regresa a Vergara lo hace porque necesita alejarse del ritmo montevideano. Coloca una silla playera y se instala bajo un árbol frente al arroyo Parado. “Seguramente, en todo esto influye ese amor por el lugar del que uno viene. Por más que suene a cliché, para mí es importante. Serafín también lo dice en su autobiografía: ‘Los hombres pasan, pero el pueblo queda. Hay que sembrar en él y para él, cuya entraña creadora está gestando siempre el porvenir del mundo’”.