Los libros comenzaron en Biblos. O no. Pero al menos el nombre, la palabra que los nombra tuvo su inicio ahí. Tengo un día para hacer cualquier cosa antes de que salga el avión de regreso, así que voy a Biblos, con el mismo desgarbado chofer entrado en años que me había llevado al norte del Líbano. Mounir va más distendido que en aquella entrada a las tierras controladas por Hezbolá. Deja el auto en el estacionamiento de las afueras y baja conmigo a la ciudad. Me acompaña hasta la puerta del castillo de los cruzados. Le pregunto si va a subir.
–Ya lo conozco –contesta, y me doy cuenta de que, en realidad, la perspectiva de trepar escaleras medievales y recorrer senderos entre ruinas fenicias y romanas no es la mejor para quien se cansa sólo de caminar.
–Me quedo aquí fumando, usted vaya tranquilo –dice, y enciende un cigarrillo a la sombra. Menos oxígeno para sus pulmones, más tranquilidad para sus manos.
“Si no fumo tiemblo”, me había dicho unos días antes, en medio de un atasco en un control de carreteras.
Los libros comenzaron en Biblos. O no, pero al estar aquí, en Biblos, pienso que sí. Después de ver el castillo, de fotografiar el mar y de redescubrir que el mar es imposible de capturar en una imagen, después de encontrar una placa que dice que este es el lugar donde se encontró el mosaico del rapto de Europa, bajo al yacimiento antiguo. Deambulo entre su sembradío de piedras, recorro la necrópolis de los reyes, me detengo en las mariposas blancas entre las flores silvestres y en el anciano felino protegido a la sombra de un puente de madera.
Cuando salgo, Mounir está en el mismo sitio donde se había quedado. Subimos al auto y pasamos por el puerto fenicio. En el agua, pequeños peces verdes congelados en la inmovilidad inician de pronto una frenética carrera de ida y vuelta hacia ninguna parte. Podría ser, quizás, esa curvatura del círculo que tanto anhelan los geómetras utópicos.
El círculo vuelve a curvarse. Con la circularidad de las cosas que ocurren una y otra vez, desde el 1º de octubre hay, de nuevo, una feria del libro en Montevideo. Con sus puestos fenicios y sus piedras para arqueólogos. Con sus mariposas blancas –el libro Marosa que presentarán Ana Inés Larre Borges y Alicia Torres– y sus viejos taxistas que fuman recostados al edificio de ladrillos para que no les tiemblen más las manos. Este año el país invitado es Cuba. Quizás fue ahí, mientras José Lezama Lima escribía las primeras páginas de Paradiso, que nacieron los libros. O tal vez en el momento en que Isidore Ducasse dejó el puerto de Montevideo en dirección a París, llevándose al Otro consigo.
“Si no fumo tiemblo”, me había dicho Mounir al prender un cigarrillo en el auto y disimular el motivo real del temblor, en medio de un atasco de tráfico, entrando a un control de carreteras en el norte del Líbano. Una buena frase para el comienzo de un libro. Para ese libro que cuando se empieza a escribir o se empieza a leer es, siempre, el primer libro. El que nació en Biblos. O no.