Si en Uruguay –que separó oficialmente a la iglesia del Estado en su Constitución de 1918, y cuya población hoy se declara “irreligiosa” en un porcentaje que llega casi a 50%– las relaciones con la religión son siempre complejas, más lo son con respecto a los escritores abiertamente practicantes o de inclinaciones, por llamarlas de algún modo, espirituales, sobre todo si están ligadas al catolicismo. En al menos dos ensayos, Ida Vitale, por ejemplo, se refiere a Sarah Bollo con ironía como “poeta mística, según propia proclamación”, y en la biografía de Jules Supervielle, su yerno, Ricardo Paseyro, cuenta de dos profesores que habían publicado un estudio sobre “poesía mística femenina en Uruguay”, en el que habían incluido a varias de sus estudiantes de la Facultad de Humanidades pero habían cometido el error (mortal) de olvidar a una, que permanece innombrada por el biógrafo: “¡Tumultosa corrida!”, escribe Paseyro, y cuenta: “Ellos que llegan, ella que los sigue; ellos que se precipitan por las escaleras, ella que les pisa los talones. El alboroto aumenta, las clases se vacían, miramos por encima de las barandillas. La furia grita: ¡Yo soy mística, burros!”.

La anécdota, además de divertida, da cuenta del ambiente cultural uruguayo de la época –no tan distinto al actual en ese sentido–, reducido y peligroso para cualquiera que quisiera ejercer alguna forma de crítica o categorización. Lo cierto es que el problema de lo místico, tan complejo cuando autoproclamado, aparece como un tema reiterado a lo largo de la historia literaria uruguaya. Por empezar por un caso ilustre, Alberto Zum Felde, en el segundo tomo de su famoso Proceso intelectual del Uruguay (1930), llega a cuestionar incluso el catolicismo, asumido públicamente, de María Eugenia Vaz Ferreira (1875-1924).

“Exteriormente”, dice, “profesaba la religión católica”: “Llevaba consigo medallas y escapularios; concurría fielmente a los actos del templo; integraba congregaciones; se confesaba y comulgaba con frecuencia”. Pero eso no es suficiente para el crítico, que se pregunta: “¿era sincero su catolicismo?”, y da el toque final al definirla: “caprichosa, ¿era aquel uno de sus caprichos?... posseur, ¿era aquella una de sus posses?”.

Que yo sepa, en ningún otro sitio de los gruesos tomos de su libro se cuestiona la convicción espiritual de otro escritor; sólo en torno a Julio Herrera y Reissig (amigo muy cercano a Vaz Ferreira) y a Víctor Pérez Petit se habla de posse (siempre con la doble s); con Roberto de las Carreras, nada más, compartirá la poeta el epíteto de “caprichosa”, aunque para él, escritor muy menor en comparación, se reduce a una mención a su crianza.

Orfilia Bardesio en la barra del Chuy.

Orfilia Bardesio en la barra del Chuy.

Misticismo salvaje

Gracias al trabajo realizado por la Biblioteca Nacional de Uruguay, hoy se puede acceder muy fácilmente al contenido del archivo de la escritora: digitalizados y transcritos, hay cientos de papeles de valor incalculable disponibles para cualquiera. En una carta a su amigo Alberto Nin Frías, Vaz Ferreira confiesa, respondiendo una pregunta suya sobre la muerte: “Mis ideas intelectuales y sentimentales son complicadas y confusas, en cambio las religiosas (aparte de algunas divagaciones que no me permitirá escribir) [...] son de una pureza y sencillez tal que Vd. se asombraría”. Así de simple, pero la poeta, que se admite víctima de una “fiebre tolstoiana”, tiene la necesidad de agregar: “Soy de un misticismo salvaje [...] y aunque lea, escuche y comprenda teorías de ciencia profunda o conceptos de lógica humana, esto apenas hace oscilar pero no apaga esa llamita de fé que me hace ver las cosas como más amo verlas”. ¿Se necesita más? Lo hay, porque, después de todo, estas aseveraciones podrían ser vistas –al encontrarse en un texto destinado a un amigo que además es crítico– como otra forma de la “pose católica” que suponía Zum Felde.

En un papel privado, sin embargo, Vaz Ferreira escribe para sí: “Acostumbro a realizar todos los días [...] por lo menos una obra buena, ya sea de caridad, de perdón, de piedad, humildad o indulgencia” para contar “con el merecimiento” si llegara “la hora del ruego”. Más adelante deja por escritas, en otra breve anotación, sus vacilaciones, ligadas al que considera su “defecto capital” (“la volubilidad”), que es tan fuerte que hace que le resulte inquietante “la idea del Santo Paraíso, por demasiado, él, por demasiado mismo, y, sobretodo, por demasiado siempre” (los subrayados y las erratas se mantienen de los originales).

Por más real que fuera su sentimiento religioso, el escéptico Zum Felde podría seguir afirmando que no tuvo ninguna incidencia en su poesía: su obra, según el crítico, “no contiene un solo verso católico”. Un poco más adelante, concede que “Podría no exigírsele, en fin, poesía mística” pero, agrega, “cómo podría admitirse que existiera la fe donde no hay rastros espirituales de ella, donde todo es soledad, tedio, desesperanza, desconsuelo, deseo de aniquilamiento, vacío y negrura absolutos, es decir, ausencia de Dios”, tras lo cual incluye una serie de observaciones del tono de la que sigue: “En vano seguía el consejo de Pascal: se santiguaba con el agua bendita de las Iglesias; pero el rayo divino no hería su corazón”.

La acusación oscura, no obstante, ilumina: como el de Pascal, el dios de Vaz Ferreira está escondido. No en vano ambos fueron asiduos de la noche: como cuenta Susana Soca (1906-1959), la poeta vagaba por la ciudad en las madrugadas hablando con desconocidos: “Era una gran bohemia pero una gran señora y nos encantaba su conversación”, recuerda que decía uno de esos “vagabundos” años después de la muerte de la poeta.

Soca, que la tuvo como una auténtica maestra y un modelo intelectual, es más generosa y justa que Zum Felde. Habla de su hermetismo, de su dificultad para hablar de lo personal, de su autodeclarada “imposibilidad de penetrar en lo sagrado”. “La mujer que abrumada de insomnios e hipnóticos se levantaba durante la semana para llegar a la última misa”, escribe, “sólo una vez en una página de circunstancia habló de ‘Cristo, rey de los piélagos y los astros’”. ¿Cuál es, aquí, la pose? Soca, incuestionablemente católica, sigue recordando: “Ella oraba y decía: ‘No me hagas vivir’, o decía: ‘Perdóname de no desear vivir’. Mi temor es el de que no haya reposo, decía a una joven religiosa que le respondía con la más tranquila de las sonrisas. Déjelo; Él sabe mejor que Ud. Dígale que me ayude. Sí, pero Ud. debe ayudarle a Él. Dígaselo de todos modos”. ¿Qué más se puede pedir que el amor constante en la noche oscura del alma, la entrega a ese mismo Dios oculto al que Pascal dedica tantas páginas y en cuya cualidad de escondido basa la fuerza de su religión?

Susana Soca. Foto: Autores del Uruguay

Susana Soca. Foto: Autores del Uruguay

Universidad de las mujeres

Más allá de todo, el ejemplo de María Eugenia Vaz Ferreira será incalculable en las poetas posteriores. Profesora en la Universidad de Mujeres regida por Alicia Goyena, Vaz Ferreira ejecutaba una performance brillante en su carácter verdaderamente inspirado. Amaba improvisar al piano y, casi inédita en vida, declamar sus versos con “grave voz inolvidable”, como la recuerda Esther de Cáceres (1903-1971) en su prólogo a La isla de los cánticos (1924), libro que se publicó tras la muerte de la poeta a instancias de su hermano, el filósofo Carlos Vaz Ferreira.

La Universidad de Mujeres fue una institución cuestionada desde un principio que se creó por una ley de 1912 bajo el nombre Sección Femenina de Enseñanza Secundaria y Preparatoria, con la idea de fomentar el acceso de las mujeres a los estudios superiores (más allá del ciclo básico liceal), y fue un ámbito crucial para la vida cultural del país. Orfila Bardesio (1922-2009), en su libro de memorias El pasado cultural uruguayo (2006), hace una interesante defensa de su carácter “segregador”: “En la Universidad de Mujeres las jóvenes podían sumergirse en la lectura de innumerables libros de valor universal, no sólo durante el tiempo de preparación de las clases, sino en el que pudieran descubrir escritores como Hans Wolfgang Goethe, William Shakespeare, Dante Alighieri, Miguel de Cervantes, la Biblia, en fin, cuanto quisieran investigar; a solas, en el silencio o rodeadas de quienes quisieran penetrar otros mundos, se accedía a un conocimiento inestimable. La Universidad dejó luego de ser sólo para mujeres, pero el hecho de haberse fortalecido por la frecuencia devota del género femenino cuando se formaba, le confinó a su biblioteca y a quienes la frecuentaban una dignidad que tal vez no hubiera podido alcanzar en la diversidad”.

Es en ese espacio femenino, en el que se podía ejercer la soledad con libertad, donde la recuerda con mayor nitidez Esther de Cáceres: “Cuando apenas algunas composiciones suyas habían sido publicadas, mientras la autora se resistía a la edición de su libro, tales versos eran dichos con grave voz inolvidable por María Eugenia Vaz Ferreira. Los decía ante unas niñas asombradas, en la pequeña aula de la Universidad de Mujeres. La clase escolar de Literatura se había interrumpido; la sala había sido amortiguada con cautela en delicada penumbra; la voz de María Eugenia cantaba dulcemente. Ya estábamos solas con ella, lejos del mundo, en un mundo nuevo de alta y pura Poesía”. Ese otro mundo es tal vez la clave: De Cáceres se movería siempre en esa tensión.

Voluntad de libertad

Hija natural, De Cáceres contó desde niña con el apoyo de su abuelo y de su tío, el doctor Luis Correch, que la impulsó a estudiar. Así, se recibió de médica y fue a la vez profesora de literatura, poeta y conferencista, tareas con las que dejó una fuerte marca en sus contemporáneos. Zum Felde, que finalmente se convertiría al catolicismo en 1959, fue más amable con ella y la elogió en el tercer tomo de su Proceso... por su convicción religiosa y su carácter racional; por saber, en la imagen elegida por el crítico, “dar a Dios y al César lo que les corresponde”. En una entrevista de Federico Beltramelli y Sofía García, su cuñada Marta Behrens hacía a su vez una afirmación que incluye una explicación interesante: “Ella, siendo tan religiosa –aunque la gente piensa que la religión sofoca y contrae–, era la mujer más libre de espíritu que ustedes se puedan imaginar”. Así lo cuenta también Bardesio, que comenta, en una anécdota que dice más de Gabriela Mistral que de De Cáceres, que la poeta chilena “quiso conocer al esposo [...] cuando vino a Montevideo porque quería ver la cara del hombre ‘que dejaba en libertad a su mujer’”.

María Eugenia Vaz Ferreira. Foto: Biblioteca Nacional de Uruguay

María Eugenia Vaz Ferreira. Foto: Biblioteca Nacional de Uruguay

Al doctor Alfredo Cáceres, de quien tomaría el apellido, lo conoció en las reuniones del Partido Socialista, y su matrimonio sería famoso por las tertulias que organizaban, en las que alternaban Felisberto Hernández, Vicente Basso Maglio o los hermanos Dieste. “Podía escucharse en Montevideo”, recuerda Bardesio en referencia a De Cáceres, “la voz de una mujer que llamando como una campana o como luz radiante de mediodía” penetraba “los textos literarios en la Facultad de Humanidades, en el Paraninfo de la Universidad, en Amigos del Arte, en las instituciones culturales de mayor prestigio”. “A través de sus conferencias irradiaba con generosa humanidad”, sigue, “la divulgación del Arte en todas sus formas. Desde la salita de Amigos del Arte de la Ciudad Vieja sucedían del modo más natural, sin que nos diéramos cuenta, los acontecimientos de nuestra ciudad como silenciosa capital cultural latinoamericana”.

Hablando todavía de esa “salita modesta” donde dieron conferencias Jorge Luis Borges, Supervielle y Joaquín Torres García, Bardesio deriva una vez más hacia Soca: “Allí Susana Soca hablaba de la poesía uruguaya, como por ejemplo de María Eugenia Vaz Ferreira, a quien conoció y de quien dijo, con una lucidez sincera de crítico cuya veracidad es siempre útil, por caminos que inmediatamente no comprendemos: ‘De aquella implacable voluntad de destrucción solamente se salvaban los ojos y las manos’”.

Así, en estos textos memorialísticos y algo nostálgicos, De Cáceres, Soca y Bardesio crean una suerte de linaje de poetas que se ofrecen en sus conferencias, que profesan las artes y las ciencias, que leen filosofía y poesía, que saben varias lenguas y escriben sobre pintura y música, editan revistas, traducen a sus escritores preferidos, se mantienen fieles a sí mismas a cualquier precio, ya sea casadas (como De Cáceres y Bardesio, en este caso, con el también escritor y profesor Julio Fernández) o empecinadamente solteras (como Vaz Ferreira y Soca), y postulan con su vida una forma de ser mujeres y de ser poetas.

El silencio frente a la “región insólita”

Ahora bien, ¿qué pasó con estas poetas, difícilmente asimilables aún hoy, cuando se recuperan tantas voces de mujeres injustamente dejadas de lado? En su artículo “Cruces y caminos de las antologías poéticas uruguayas”, Pablo Rocca da una clave para entender el silencio que pesa, en general, sobre ellas y otros escritores de la época, al documentar el desdén de la llamada “generación del 45” por los contemporáneos a De Cáceres.

Si en los años 50 Emir Rodríguez Monegal atacaba a sus mayores inmediatos, una década después, recuerda Rocca, Mario Benedetti “completaría esta perspectiva en un artículo que aún sigue reeditando sin rectificación o aclaración alguna que modere el exterminio en masa de poetas como Esther de Cáceres, Sara de Ibáñez, Julio J Casal, Basso Maglio, [Enrique] Casaravilla Lemos, Emilio Oribe, [Carlos] Maeso Tognochi...”, varios de los cuales han sido etiquetados, para bien o para mal, como místicos o cuyo interés es de orden trascendental.

Esther de Cáaceres. Foto: Autores del Uruguay

Esther de Cáaceres. Foto: Autores del Uruguay

“Para Benedetti”, sigue Rocca, “como antes para [Juan Carlos] Onetti o para Monegal, sólo una poesía ligada a la circunstancia presente y rioplatense –o al mundo contemporáneo vivido con los pies en la tierra– podía servir a la recuperación de un público”. El crítico acusaba, entonces, a los poetas de habitar en una “región insólita”, en una “comarca extrageográfica, con una fauna y una flora tímidamente librescas y una total ausencia de reales asideros”. Así, dice Rocca, “Se decreta no incluir ningún elemento de una ‘fauna imaginaria’ y se prescribe la sencillez y la comunicatividad”. El ataque, con su curioso revés marketinero (ser más comunicante es, como Benedetti comprobará, ser más vendible), puede ser leído como parte del ambiente sartreano que reivindica el compromiso, pero es imposible dejar de ver en él el espíritu positivista que está en la base de la conformación del Estado uruguayo moderno.

Esa matriz ideológica sirvió como un lente deformante y ha moldeado la lectura de muchos escritores, que son inequívocamente acompañados de epítetos que denuncian su aparente “no pertenencia al mundo”, su carácter de marginales, evadidos, incluso locos. El “misticismo”, en general asociado (como muestra la anécdota de Paseyro contada al principio) a lo femenino, sirve entonces como una suerte de paraguas crítico, como la “rareza”.

Este desdén no parece tener su origen profundo en el anticatolicismo ni en una crítica de clase o siquiera política en el sentido meramente partidario. Es algo más: es un desprecio, una incomprensión por cualquier cosa que no aluda de manera más o menos directa al contexto inmediato, cotidiano, plano. Un desprecio, en suma, por lo literario.

Algunas obras

Recientemente, varias obras de estas autoras fueron reeditadas o puestas al alcance del público. En 2015, por ejemplo, Esther de Cáceres fue publicada en la colección Clásicos Uruguayos con una antología poética prologada por Elena Romiti, que incluye los libros Las ínsulas extrañas (1929) y Canto desierto (1969). En 2018 se presentó, por su parte, un sitio web de la Biblioteca Nacional dedicado a María Eugenia Vaz Ferreira en el que un equipo dirigido por Romiti publicó los contenidos del archivo de la escritora. El año pasado, además, Yaugurú editó en dos tomos la poesía completa de Orfila Bardesio, como había hecho con la obra poética de Susana Soca en 2010, en una edición que hoy está agotada.