A un siglo y medio de la muerte de Isidore Ducasse se publica la primera edición uruguaya íntegra de su obra más revulsiva, Los cantos de Maldoror (Hum). Contraseña de las vanguardias, desde el surrealismo hasta el punk, el enigma que plantea el poeta se transforma en cada relectura generacional.

Una calle de una sola cuadra que desemboca en el arroyo Miguelete, en Aires Puros, es el recuerdo que le reserva el nomenclátor de Montevideo.

Construcciones bajas, enrejadas, protegidas por perros que corren todo el largo que permiten sus cadenas. El ancho les está prohibido. Ladran sin tensar al máximo la potencia de sus laringes. Se reservan para el ladrido de alerta de la noche. Un cartel ofrece masajes con piedras calientes. En la cuerda de ropa pesa, recién lavada, una toalla.

En otra casa alguien aprovecha el sábado para pintar el portón de hierro.

–¿Esta calle se llama Lautréamont?

–Sí.

–¿Se sabe quién era?

–Un conde.

Un aire de orgullo le atraviesa el gesto en que fija la cara enseguida de decirlo. Con ojos vivaces busca en el otro el asombro por tan inesperada respuesta. Un conde. Endereza la espalda y acomoda la postura con la que está sentado sobre el balde vacío. La vuelve más digna de esa situación a la espera de una nueva pregunta.

–¿Un conde uruguayo?

–Francés.

Hace una pausa y añade:

–Aquella otra se llamaba Petain, pero le cambiaron el nombre.

Podría haber agregado que la calle Clemenceau queda trescientos metros más allá. Lautréamont, Petain, Clemenceau. Una pequeña Francia en la frontera de ninguna parte.

Al final de la cuadra el Miguelete espera inmóvil. Un espejo de agua de azogue gastado que ya no tiene, sin embargo, la sordidez de otros tiempos. Unos niños juegan al fútbol en un campito con dos arcos relativamente derechos. Desde la orilla verde y cuidada de la ribera se ve el cartel de la proa del motel Ajedrez. Una Montevideo “de barrio” con un hilo de agua de cabotaje refugia el nombre de su hijo más universal.

* * *

Nacido el 4 de abril de 1846 en la ciudad sitiada por la Guerra Grande, Isidore Ducasse, hijo de un funcionario consular francés, vivió en Uruguay hasta los 13 años. Más de la mitad de su vida. Enviado a estudiar a Francia escribió en ese país Los cantos de Maldoror (1868-1869) con el seudónimo de Conde de Lautréamont.

Más allá de los rescates minoritarios de principios del siglo XX, y más allá del intento de Rubén Darío de acercar esta rara avis al bestiario del Modernismo, es el sumo sacerdote surrealista, André Breton, quien lo vuelve a la vida en 1919. Un año más tarde, Man Ray vuelca bromuro de plata sobre vidrio para crear su obra “El enigma de Isidore Ducasse”.

Las vanguardias continuarán bajo su influjo por décadas. Salvador Dalí lo ilustra hasta el cansancio (sus originales se conservan en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, el MoMA) y la mexicana Remedios Varo lo coloca como protagonista de su “Pterodáctilo”, de 1959. La académica Rosa Fernández Urtasun hace notar en Théléme, revista de la Universidad Complutense de Madrid, la influencia silenciada de Los cantos... en Altazor, de Vicente Huidobro. Junto con otros estudiosos también ve los hilos del conde en la trama de la poesía del otro Vicente: Aleixandre.

No se equivoca Fernández Urtasun cuando sigue a Juan-Eduardo Cirlot para explicar la incidencia real de Lautréamont, no tanto por su malditismo como por la recodificación de las formas que implicó su escritura.

Los surrealistas entienden enseguida este carácter revolucionario del poeta. Lo reivindican como padre y a la vez se regodean en la imposibilidad de entenderlo. Como dicen en la primera línea del celebérrimo panfleto “¡Lautréamont contra viento y marea!”, firmado en 1927 por Breton junto con Louis Aragon y Paul Éluard, “todas las investigaciones” sobre él “han sido en vano”.

No es tan así, por supuesto. Ya en 1925 Álvaro y Gervasio Guillot aclaran algunos equívocos en su libro Lautréamont & Laforgue. Dan cuenta incluso de una fotografía, luego perdida. Dos años después, François Alicot entrevista a un condiscípulo de Isidore en el liceo de Francia al que fue enviado a estudiar el Montevideano (con ese apodo lo nombraban). Lo conservaba así en su recuerdo: “ese joven alto, delgado, algo encorvado, pálido, con los cabellos largos cayéndole en la frente”. Un romántico del París del siglo XIX. O un neopunk del Montevideo under de finales del XX.

En su “Retrato imaginario de Lautréamont a los 19 años, obtenido por el método paranoico-crítico” (1937), Salvador Dalí lo muestra en su descarnado halo adolescente. Algo andrógino. Con un rictus de maldad que luego se difumina en la obra hasta dejar en el centro del cuadro la firma de Dalí. La mayoría de las reproducciones hacen un recorte falso y colocan en primerísimo primer plano todo el rostro del conde. De ese modo se pierde lo que subyace: el retrato es, en verdad, un autorretrato. El rostro imaginado del nombre propio. El otro (infierno rimbaudiano) que se quiere ser en la construcción rubricada de uno mismo.

***

No es necesario levantar la vista para comprobar la oscuridad. La noche de a poco se va metiendo en los huesos. Los espectadores reciben el aliento frío del paso del tiempo y no pueden ni siquiera apretarse entre sí. Las sillas de tapizado burdeos, colocadas en disciplinada formación en el patio del Cabildo, siguen el protocolo de la distancia. Con la voz aferrada a las crines de la ironía, pero sin dejar de “creer” del todo en el aguijón gótico de lo que está leyendo, Levón, nuestro actor mayor, cabalga en su lectura de Los cantos de Maldoror.

Los faroles sobre el muro colonial parecen haber perdido la opacidad eléctrica y se diría que les tiembla, en su interior, una llama. Maldoror acecha a su presa en la voz de Levón y esa dicción –tan familiar– es el único salvavidas para que esa balsa de piedra no se hunda en el océano abismal que propone quien ha escrito esas páginas.

Es la presentación de la primera edición completa de Los cantos de Maldoror parida por una editorial uruguaya. Hum, en este caso. Parece mentira que recién esté ocurriendo en octubre de 2020. En la mesa están las curadoras de la traducción, Beatriz Vegh y Alma Bolón. Esta última, elocuente representante de la promoción francófila de la generación del 68, esa que estableció el puente más político con la tradición francesa y, desde ahí, con este conde desfasado. También está el ilustrador Carlos Musso, porque los artistas plásticos casi siempre lo entendieron mejor que los filólogos. Y está el poeta Luis Bravo. Lo que dirá Bravo, y que en la cáscara podría confundirse con una ponencia emitida desde la erudición, será, en verdad, la puesta en voz de una referenciación literaria de lo inasible. Una continuación por otros medios de la lectura de Levón. Una misa negra –y roja– en honor de quien hizo sonar sus pasos “acá cerca”, como dijera Beatriz Vegh.

* * *

El “acá cerca” empieza en la calle Camacuá. Se ha perdido la exacta seña geográfica de su casa. Está, sin embargo, en la paralela Reconquista, la “Nave Lutetia”, del escultor francés Guy Lartigue. El homenaje de Francia a los tres poetas que Montevideo le prestó a su lengua; Lautréamont, Jules Supervielle y Jules Laforgue. A través del vacío que queda en medio del granito, en el que parece flotar el barco metálico, se observa el río.

Obra de Matías Nin, premio Cezzane, en el Subte de Montevideo. Foto: Ernesto Ryan

Obra de Matías Nin, premio Cezzane, en el Subte de Montevideo. Foto: Ernesto Ryan

De la pampa de agua que se abre más allá, de ese océano, habla Lautréamont en sus cantos. Habla con la voz del malditismo romántico. Entronca con la sensibilidad gótica. Pero lleva ese universo varias millas náuticas más allá. Como si esa nave fuera la única con la que pudiéramos alcanzar el borde del mundo como un plato y caer hacia ese otro lado de monstruos inimaginables. Antes que nada, la monstruosa negación de un dios bondadoso. Y desde ahí, desde esa roca de ángel caído, es que se pone en jaque todo el mundo establecido.

No ha de extrañar entonces el mito que quisieron creer los “surrealistas rojos” de un Ducasse enrolado en la Comuna de París. No importa que las fechas no cuadren. Muerto Ducasse un año antes del estallido es Lautréamont quien se alista. “Delgada torre roja”, le llama Pablo Neruda. Es Lautréamont y no la libertad de pechos al aire quien guía al pueblo. No lleva una bandera de tres colores sino el espectro de Maldoror como emblema. Y de pronto, cuando se produce la metralla, ya no es el conde tampoco, sino el fantasma. “Y en las masacres Maldoror no cayó”, sigue Neruda. Es esa indefinición de los contornos al interior de esa tríada lo que afila su carácter revulsivo.

Cada vez que se aborda Los cantos... se llega a la pregunta de quién –o qué– es Maldoror. Encarnación del mal, se le ha dicho. Otras veces vampiro, por asociarlo a las criaturas góticas, aunque en verdad esas construcciones son sus instrumentos, así como lo son los piojos que cría en una fosa enorme para lanzarlos, cual meteorito, sobre la sáurica humanidad. Es, más bien, un mutante. Alguien que se volvió algo. Porque tuvo infancia, porque en algunos pasados reconoce sus formas humanas, pero pronto va cambiando hasta ser distinto de todo lo hasta entonces conocido. Un anfibio amante que se lanza al mar para copular en medio de la tormenta con una hembra de tiburón. Un pulpo gigante y metafísico, provisto de mandíbulas suctoras en los tentáculos que aprisiona los planetas mientras le sorbe la sangre al Todopoderoso, su igual.

Es tan brutal Maldoror en su blasfemia que se ha dicho que la intención de su autor no puede ser sino paródica. Que leer Los cantos... como una obra gótica sería tan naíf como leer el Quijote como una novela de caballería. Pero tampoco le cabe por completo el traje de la parodia. Su primer gran traductor al español, y uno de sus más finos exégetas, Aldo Pellegrini, parece ser quien más se acerca en este juego de aproximaciones: hay dos caras, una “irónica vuelta hacia (contra) el mundo de lo convencional” y otra que mira hacia el mundo del misterio.

Sea parodia o sea regodeo en las reglas del género, lo cierto es que si es una fuerza negativa la que expresa, esta es una negación seminal. “La literatura como transgresión última del pensamiento”, dirá Emir Rodríguez Monegal en su artículo “Le ‘Fantóme’ de Lautréamont”, incluido en su Obra selecta.

Así, la dupla Lautréamont-Maldoror, el primero como cronista y el segundo como ejecutor, es la primera línea de contestación. La de la barricada. El tam-tam adolescente que empapa cada una de las páginas del libro a la vez que va inventando. Quizá sin darse cabal cuenta de lo revolucionario de la forma que construye, porque parece construir a medida que escribe, sin plan, sin programa, en trance.

Hay que situarse expresamente fuera de la filología y arriesgar que esa lozanía de Los cantos... tal vez proceda del tercer vértice de ese triunvirato de las tinieblas. Si el par Lautréamont-Maldoror ha sobrevivido con tanta frescura es gracias a la trayectoria vital –individual y social– de Ducasse. Ese joven que firma Isidoro el ejemplar en español de La Ilíada. Ese liceal que extrañaba en Francia la libertad de sus años montevideanos. Ese que volvió, un par de años antes de morir, a su ciudad, para irse de nuevo. Ese que se dolía de estar fuera de los círculos literarios y que se avergonzaba de no entroncar exactamente en los engranajes de la tradición literaria de la que estaba abrevando, pero que, precisamente por esa extrañeza, pudo colocar sus cantos fuera de la coincidencia exacta de las ruedas dentadas de la literatura y así, en ese “fuera de sitio”, hacer chirriar el mecanismo. Es desde ahí que puede conectar con cada relectura que hace cada generación y volver a ser un libro que le abre la puerta a las nuevas vanguardias. No es sólo Maldoror, aquí, el mutante.

* * *

La mano parece desafiar al Altísimo mostrándole (o devolviéndole) la manzana mordida del conocimiento. Se levanta desde las miasmas rojizas de un mundo en llamas. Desde el ocaso de un reinado. O desde un alba que ya no necesita del Creador. Como si los cinco dedos rosados del amanecer homérico se hubieran apretado en esa garra apenas figurativa. La portada de esta primera edición uruguaya completa de Los cantos de Maldoror está realizada por Carlos Musso. La elección fue natural, dijo su editor, Martín Fernández, al presentar el libro. Y no exageraba. Musso forma parte de una generación crecida pictóricamente durante la dictadura, una generación que se rebeló –como dirá su aparcero Carlos Seveso– contra la paleta ocre y gris del Taller Torres.

Decir Seveso en esta circunstancia implica citar ese cuadro vibrante que casi siempre integra la muestra permanente del Museo Nacional de Artes Visuales: “Entrada de Ducasse en Montevideo” (1992). Un reptil o un alien antropomorfo que retorna a su ciudad, casi en el aire, triunfal, entre banderas de franjas multiplicadas y un blandengue ensangrentado. Un pasacalle lo proclama por su apodo: “Montevideano”.

De Seveso hay que volver a la mesa de la noche de la presentación en el Cabildo, el 27 de octubre. Intercalados con Vegh y Bolón, que adaptaron al Río de la Plata la traducción española de Ángel Pariente, están, ya se ha dicho, el plástico Musso y el poeta Bravo.

Ambos son un salto en el tiempo: en mayo de 2016 Bravo y Gustavo Wojciechowski (Maca) leyeron fragmentos de Los cantos... junto al cuadro de Seveso. Los dos poetas integraban el grupo Uno, pariente literario del grupo Los otros, del que formaban parte Musso y Seveso. Dos instancias de contestación cultural de los 80 reunidas, naturalmente, al pie del gran contestatario.

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–¿Se sabe quién era?

–Un conde.

El triple enigma Ducasse-Lautréamont-Maldoror tuvo, en Uruguay, varios intentos de respuesta. Lo intentó en 1969 Marguerite Duprey en el fascículo 44 de Capítulo Oriental. Titulado “Uruguayos de Francia”, el trabajo cierra, significativamente y fuera de toda cronología, esa historia de la literatura uruguaya del Centro Editor de América Latina.

Cinco años antes se había conocido en Buenos Aires la primera traducción íntegra al español de Los cantos de Maldoror, en la voz porteña de Aldo Pellegrini. El espíritu de los 60 nos había preparado para recibirlo.

No en vano en 1967 comienza a publicarse en Montevideo la revista Maldoror. Bilingüe español-francés, se declara dispuesta a reflejar la realidad latinoamericana, y uruguaya en particular, de ese mundo “cotidiano y furioso”.

Habrá que esperar, sin embargo, un cuarto de siglo hasta que esa misma revista dedique, en octubre de 1992, una entrega especial a Lautréamont que Carlos Pellegrino presentó, en un editorial programático, bajo el título de “restituciones”.

Ya se había restituido a la criatura con el nombre de la revista, ahora llegaba el tiempo de restituir a su creador. A ese joven cuya partida de defunción fija como “hombre de letras”, muerto en París el 24 de noviembre de 1870. El número es, entonces, una “Exhumación proyectada”, como se titula el texto que incluye de Miguel Ángel Campodónico: “Al exhumarte serás otra vez (por un momento) el virus del siglo que destrozará a quienes se empolvan las pelucas en las piezas de servicio de la academia”.