Hay novelas que si se las termina de leer después de medianoche, potencian el horror y desasosiego que proyectan en el lector. Un gran ejemplo es la novela que acaba de publicar Fernanda Trías. Se sugiere guardar las últimas 50 páginas de Mugre rosa para esas horas en que estamos más vulnerables. Y se advierte: si se reside en Montevideo, cerca de la Rambla Sur, el efecto por lo menos se duplica.

No es buena idea develar ni el escenario ni la trama, así, tan rápido; sí contarles que hay algo paradójico, o más bien complicado, que empezó a suceder a finales de 2019, y me refiero a un conocido coronavirus que empezó a contagiarse en una ciudad china llamada Wuhan. También es importante contarles que Trías, radicada en Bogotá, terminó de escribir la novela unos días antes de que el mundo entero entrara en este tiempo denso y poco agradable. Y que Mugre rosa es, además de una novela del subgénero “la peste”, la reconstrucción que hace la autora de La azotea (2001) de la ciudad de su infancia y adolescencia, por lo que es una novela sobre Montevideo.

Trías se decide a jugar fuerte, y nos invita a ser cómplices de un relato distópico y exasperado que desacomoda, por lo cercano de su experiencia, por las conexiones entre lo que se narra y lo que vivimos en este infame año 2020.

¿Qué pensamientos te fueron asaltando a medida que escuchabas las primeras noticias sobre la covid-19, a medida que se acercaba y finalmente empezaron los confinamientos? Y vos, con Mugre rosa escrita, inédita...

Cuando oí hablar, a fines de 2019, de que había un misterioso virus en Wuhan, yo estaba en Montevideo dándole los toques finales a la novela que venía escribiendo de manera intensa desde comienzos de 2018. A la noticia de una ciudad china con un virus no le di mayor importancia. Como muchos, no había entendido aún lo interconectados que estamos, que somos un solo organismo, y por eso veía que aquello ocurría en un lugar muy remoto. Asumí que era otra escena más del terror mediático con el que nos bombardean en los últimos tiempos a diario. Cuando entendí la gravedad de la situación de la covid-19, la novela ya estaba en manos del editor y a la espera de publicarse. Recién en junio volví a leerla. Para entonces hacía casi tres meses que en Bogotá estábamos confinados, sin casi pisar la calle. Si salías, te arriesgabas a multas por parte de la Policía, que estaba aprovechando para hacer su cosecha, y además sólo estaba permitido que los hombres salieran en días impares y las mujeres en días pares.

Antes de entrar a tu experiencia personal en Bogotá, me gustaría saber qué te pasó en esa experiencia de relectura.

Fue muy impactante. Me encontré con una cantidad de puntos de contacto con lo que estábamos viviendo que ni siquiera recordaba haber escrito. También me encontré, y esto es lo que más me fascinó, con palabras que al momento de usarlas eran, digamos, “inusuales”, porque no eran parte del lenguaje de todos los días, y que se habían transformado completamente. En un período de tiempo muy breve, ciertas palabras y expresiones se habían convertido en lugar común, y me maravilló ser testigo de la manera en que el lenguaje está en constante movimiento, cambiando sus connotaciones, sus hablantes. Por ejemplo, la palabra “tapabocas”, o “máscara”, o la expresión “enemigo invisible”. Para referirse al viento rojo, el viento venenoso de Mugre rosa, la protagonista dice que “toda guerra tiene su tregua, incluso esta cuyo enemigo es invisible”. Y así me encontré con una expresión y una metáfora que había sido usada por el mismísimo Trump, y que por eso mismo ahora tenía una connotación incluso política. No sólo eso: en Colombia había habido toda una polémica sobre el hecho de usar expresiones vinculadas a la guerra para referirse al virus, no sólo por lo masculino y ridículo de ese universo, sino también porque –recordemos– Colombia es un país que está en una guerra interna en este mismo momento, con masacres, con asesinatos de inocentes a diario, y por lo tanto se corre el riesgo de banalizar algo tan terrible como la guerra que estamos viviendo y que es consecuencia directa del gobierno actual. Y así con muchas otras cosas: el papel autoritario y represor del Estado, por ejemplo; o cómo encontró la excusa perfecta para coartar, con la cooperación de sus habitantes asustados, las libertades individuales, como en el caso de Chile, y de muchos otros países. Se instauraron confinamientos por períodos de tiempo absurdos, y con reglas absurdas. En Colombia se prohibió que los niños salieran a la calle, ni siquiera por cinco minutos; estuvieron al menos dos meses sin poder salir, con todas las consecuencias psicológicas que eso tiene, y las personas de la tercera edad a veces eran arrastradas por la Policía por estar en la calle –pero los arrastraban por el suelo “para protegerlas”–, pues fueron las últimas en tener permiso de salir. Quedó de manifiesto esta sociedad horrible en la que, si se pudiera, los viejos se tirarían a la basura. A eso se suman todas las desigualdades que la pandemia desnudó... lo que ya sabíamos: que hay cuerpos que son valiosos, y que hay otros cuerpos que son descartables, como las personas en situación de calle o los migrantes. Varios de estos temas aparecen en Mugre rosa, a veces lateralmente, pero conforman esta distopía. Y, claro, mi pensamiento fue “quise escribir una novela distópica y terminé escribiendo una novela realista”.

Eso también nos pasa a los lectores, que no podemos evadirnos del “estado pandemia”, lo que indefectiblemente carga de horror a la novela. Y eso me lleva a preguntarte si no te viste tentada a la reescritura.

Mirá, enfrentada a esa lectura final del manuscrito, antes de ir a la imprenta, tuve que tomar algunas decisiones. Y luego de pensarlo un poco, decidí no cambiar absolutamente nada. Si me ponía a meter mano a esas palabras o a ciertas imágenes o situaciones a posteriori, creo que habría traicionado el espíritu de la novela. Ya esa novela era un fósil para mí. No podía tocarla, sólo mirarla y dejarla como un testimonio.

La protagonista de Mugre rosa toma la decisión de irse. Intenta no mirar hacia atrás. Deja una ciudad que es la misma ciudad donde vos naciste, donde están las marcas de tu barrio, de la Ciudad Vieja, de la plaza Zabala, de la rambla. Hace mucho que te fuiste...

Sí, pero tampoco sabemos –ni ella ni yo– a dónde se puede ir. ¡No hay para dónde escapar en este mundo! He llegado a decirlo. Porque ante la situación espantosa que estamos viviendo en Colombia, por ejemplo, un país que cuando llegué estaba haciendo una transición hacia la paz y había mucha esperanza vibrante en la población, que ahora nuevamente vive masacre tras masacre a diario, a veces me he dicho “no se puede vivir así”. Pero entonces, ¿a dónde? En todos lados estamos viendo un vuelco hacia la represión, hacia las derechas fascistas, o hay crisis económicas brutales, persecución de los migrantes, o hay catástrofes climáticas. Por eso no entiendo cuando alguien me pregunta por qué se me ocurrió escribir algo apocalíptico. Pienso: ¿cómo no escribir algo apocalíptico? Entonces, hay una incógnita. Porque se puede correr, pero tal vez no se pueda escapar. O sí, o tal vez haya una luz de esperanza. No lo voy a responder yo; es cada lector que podrá inferir su propia lectura. Pero ya entrando a un tema más personal, tal vez lo que siento es que no pertenezco a ninguna parte, que no tengo lugar. Como algunos matan a sus padres en los libros, tal vez yo debía destruir mi Montevideo. No hay ninguna parte del mundo donde no me sienta extranjera. Pero igual me gustó mucho volver a Montevideo en la imaginación y recorrer esas calles, mi barrio, los lugares que significaron algo para mí, y sobre todo los recuerdos de balneario, los recuerdos de los veranos de la infancia, eso que es lo más parecido que yo tengo a un paraíso perdido.

Foto: Fernanda Montoro

Foto: Fernanda Montoro

Me acuerdo de que escribías una columna en la revista Freeway que se llamaba “La vagabunda”. En una de esas columnas, desde Berlín, una de las ciudades en las que viviste, escribiste y abandonaste, te referís a las correcciones. Contabas del agotamiento que te produjo la reescritura de La azotea.

Más arriba te mencionaba la versión “mil” de Mugre rosa. Yo corrijo y reescribo mucho. Creo que ahí empieza el verdadero trabajo del escritor: cuando se sienta a pensar los materiales que fueron apareciendo durante la escritura del borrador. Y en el caso de Mugre rosa, me llevó un poco menos de un año escribir ese borrador, en el que ya tenía unas imágenes centrales que eran mi guía: tenía al niño, y tenía un conocimiento bastante cabal de su síndrome (lo había investigado leyendo desde artículos científicos hasta foros, y mirando documentales), tenía las imágenes de la ciudad bajo la niebla, todo gris, la ciudad gris, los edificios grises, el cielo gris, un bloque monocromático sólo interrumpido por este súbito viento que traía nubes rojas y enfermedad, y sabía que la narradora tenía una relación codependiente con un hombre del que no podía zafar. Pero de ahí a la versión final hubo mucha transformación. Durante otros 14 meses lo que hice fue corregir y reescribir, agregar y sacar. Así como podía sacar 30 páginas de un tirón, también podía escribir un capítulo entero en el medio, y de a poco algunos elementos fueron ganando más presencia de la que yo había imaginado al principio, como es el caso de Delfa, la empleada que cuidaba a la narradora de niña y que era una figura materna. Y luego, por supuesto, llega la etapa de leer en voz alta, que es agotadora porque te deja la garganta doliendo, pero esencial para trabajar la sonoridad y el ritmo de las frases.

En la lectura de Mugre rosa se transmite la sensación de que la escritura debió de ser un viaje en sí mismo, se intuye que hay dolor en el proceso y que las relaciones de la protagonista con su madre, con su ex, con el niño, con Delfa, tienen mucho de despedida. ¿Cómo fue tu proceso?

Yo salí de la escritura de esta novela completamente agotada, porque fue un esfuerzo de concentración muy grande en medio de todo lo otro que es la vida. Es un trabajo muy exigente, ya lo sabés. Es exigente para el cuerpo; tantas horas de inmovilidad, los dedos, los ojos, la garganta, la espalda, y es exigente con el entorno: las relaciones se resienten, se dejan de lado muchas cosas. A mí me ayudó mucho la residencia en la Casa de Velázquez, en Madrid, porque ahí no tenía que pensar en nada ni en nadie. Podía pasarme todo el día en piyama en la habitación monacal, sentada como una asceta, porque no había prácticamente ninguna comodidad. Y así logré avanzar ese primer tirón que me dio el impulso para continuar con cierta inercia. Estaba completamente imbuida de la atmósfera. Entraba al archivo como quien se sumerge en la niebla. Mentalmente no estaba en Madrid, sino en Montevideo, recordando las calles, tratando de hacer memoria de detalles de la ciudad que me llegaban del pasado, y más todavía del pasado del balneario, cuando veraneábamos en Piriápolis y en José Ignacio. Me encantó hacer ese viaje geográfico y temporal. Supongo que lo necesitaba, porque otros temas importantes sobre los que había escrito en La ciudad invencible y No soñarás flores ya los tenía procesados y habían dejado de interesarme, pero mi infancia y mi ciudad... ahí seguía habiendo una deuda. Entonces, sí, avanzaba un poco a ciegas por la trama, en el sentido de que tenía todos los elementos importantes: la atmósfera, el tono, los cinco personajes principales, y el contexto de lo que estaba pasando en la ciudad; es decir, tenía el planteamiento, pero no sabía para nada cómo se iban a resolver los múltiples conflictos. Eso en cuanto a la historia, pero no era menos importante el trabajo con el lenguaje. Yo quería lograr una cierta textura, también una cierta poesía. Así como la protagonista sigue viviendo en medio del cataclismo con sus pequeños dramas personales, quería que la poesía pudiera coexistir en ese entorno oscuro, para generar una especie de equilibrio entre lo denso y lo luminoso.

Un equilibrio que en Mugre rosa también se juega entre la niebla y el viento. ¿Por qué elegiste que fueran protagonistas la niebla y el viento?

Esas imágenes fueron las primeras, el germen, y son inconscientes, tal vez algún residuo de un sueño. Pero cuando vivía en Francia era común ver esos paisajes neblinosos. La neblina era tan espesa en la carretera que no podías avanzar. Los focos del auto no alcanzaban a perforar la niebla más de medio metro adelante. Y esa imagen siempre me fascinó. Una vez, entre la niebla rastrera, en el medio del campo, donde yo vivía, vi una plantación de espinacas y decenas de conejos saltando como si rebotaran. Fue como una alucinación ver esos conejos brillantes, fosforescentes, saltando entre la niebla, y de ahí me quedó la imagen en la que me basé para la escena de los cangrejos, mucho más inquietante. Y además, yo siempre asocio Montevideo con lo gris. Para mí es una ciudad muy gris, sobre todo en invierno. Bogotá, por ejemplo, es una ciudad roja y verde. Roja, porque la mayoría de las construcciones son de ladrillo a la vista, y verde porque estamos rodeados por grandes montañas muy tupidas todo el año. Entonces quise exagerar esa grisura. Y entre las primeras imágenes que tuve, antes de empezar a escribir, fue la del cartel de neón del hotel que brillaba como un faro entre la niebla y al que le faltaban un par de letras. Ese cartel obviamente es el del hotel Palacio, que está al lado de la casa que fue de Mario Levrero, en Bartolomé Mitre y Sarandí. Se trata de un pequeño homenaje.

Y como quien no quiere la cosa, terminamos hablando de Levrero.

Claro, porque él siempre estuvo participando en esta conversación.

Mugre rosa. De Fernanda Trías. Montevideo, Penguin Random House, 2020. 278 páginas.