¿Por qué, aún, Hannah Arendt? La pluralidad del mundo, compilación de textos que recorren de manera panorámica la obra de la autora, nos ofrece una excusa para pensar, no sólo su vigencia, sino también qué ofrece este nuevo trabajo de recorte y selección.
Y es que si Arendt suele ser citada y criticada por analistas políticos acomodados en la tradición consensualista, defensores de una democracia formal y de partidos o movimientos plurales (cuya coartada es el peligro de un Estado totalitario), ella es también quien, desde otra lectura (más que nada francesa), parece proponer, con su teoría de la acción, una forma radical de la política que escape a otro totalitarismo: aquel que define lo humano como eso que vive, trabaja y se reproduce, que degrada lo público en gestión y economía. Miguel Abensour (Hannah Arendt contre la philosophie politique?, 2006) y Étienne Tassin son los dos mejores ejemplos de esta última postura. El segundo ofrece una definición de la teoría política de Arendt: una práctica que, en contra de explicaciones sociológicas o teorías de la comunicación, busca un sentido, siendo la política, entonces, una actividad creadora de sentido para un mundo en común.
Arendt es, además, una pensadora clásica que atraviesa toda la historia de su problema: filóloga paciente, critica a Platón y recupera a Aristóteles, retoma de manera original a San Agustín, refunda a Kant como pensador de lo público, hace una genealogía de la economía política de John Locke y Adam Smith y mantiene con Marx una relación que oscila entre el rechazo y la apropiación.
Finalmente, partícipe de un inacabado romanticismo alemán, Arendt escribe desde ese acontecimiento definitivo que fue la Segunda Guerra Mundial y su antesala: sus textos nacen de un diálogo con Walter Benjamin y Günter Anders, con Karl Jaspers y Martin Heidegger, filósofos con quienes mantuvo, al menos textualmente, una relación cercana. Esta particularidad, ilustrada aquí en la enumeración de nombres célebres, no hace sin embargo de Arendt una historiadora ni una pensadora de la generalidad: el problema que se lanza a pensar es restringido, y al igual que en la obra de su contemporáneo Michel Foucault (autor opuesto en la teoría y cercano en la escritura, especie de doble negativo de Arendt), o de su sucedáneo Giorgio Agamben, el abordaje impresionista construye un hilo particular de interpretación histórica.
La pluralidad del mundo, sin ser una edición crítica, da cuenta en el prólogo de Andreu Jaume de estas filiaciones, mientras entrelaza la cronología obligada de las obras de Arendt con una biografía breve. Jaume restituye en las primeras páginas los conceptos cuya profundización guía la selección de artículos: la diferencia que establece la autora entre labor, trabajo y acción, su genealogía precisa del totalitarismo, su concepto de autoridad y el devenir de un mal radical que luego descubrió banal durante el proceso de Adolf Eichmann.
El compilado de textos que sigue a la introducción puede leerse articulado alrededor de cuatro series. En ellas encontramos una entrevista, varios capítulos de obras de Arendt, conferencias, cartas y, finalmente, artículos fruto de su labor crítica, en los que comenta y homenajea a los contemporáneos ya citados. Entre estos textos figuran la traducción de una conferencia hasta ahora inédita en nuestra lengua, “Labor, trabajo y acción”, de 1964, y una nueva versión de “Franz Kafka”, artículo de 1944, ambas realizadas por Joaquín Chamorro Mielke, quien, conocedor de la filosofía alemana, evita equívocos fastidiosos.
La primera parte del libro es, entonces, una presentación de Arendt. Primero con una entrevista de Günter Gauss de 1964 en la que relata su experiencia del exilio, con sus maestros, con el judaísmo y la relación con su escritura, a la que define (rechazando el título de filósofa) como teoría política. A continuación, encontramos el primer capítulo de la ópera prima de Arendt (publicada recién en 1957), en la que comenta el diario de la escritora Rahel Varnhagen, mujer judía desafortunada que, a pesar del lugar que su época le asignó por esta doble condición, creó uno de los salones literarios más prominentes del siglo XIX. Arendt logra allí articular la intimidad de la escritura de Varnhagen con un análisis crítico de época (el iluminismo judío y el romanticismo), y aun si los estadounidenses han visto en este libro una forma de doble escritura auto/biográfica, para los que no tengan interés en estos vínculos este primer texto es, además, por su estilo, uno de los más bellos.
Un segundo bloque está dedicado a conceptos: así, entre fragmentos y conferencias sobre las dos obras magnas de la autora (las conclusiones de algunas partes de Los orígenes del totalitarismo, de 1951, y La condición humana, de 1958), el compilado logra restituir los más relevantes de su teoría. Formulado como una serie de preguntas, en este conjunto de textos Arendt aborda algunas de las siguientes: ¿cuál es la génesis histórica y el problema de pensar en “derechos humanos”?; ¿qué hizo del totalitarismo del siglo XX una forma de dominación específica?; ¿es la vida o el trabajo productivo objeto de la política?; ¿es, como suele decirse e incluyendo lo privado, “todo político”?
La autora responde a partir de un hilo histórico cuya tensión se articula entre la Antigüedad clásica y la ruptura radical que para ella supone la modernidad, momento en el que el concepto de “sociedad” entendida como una gran familia parece suplantar al de comunidad política. La frase de Réné Char, que la propia Arendt suele citar, “nuestra herencia no ha sido precedida de ningún testamento”, resume la ambigüedad de ese momento pesimista desde el que responde.
Finalmente, se destaca, por su vigencia, el último texto de esta segunda parte según el orden propuesto: “La crisis de la educación”, de 1958. Allí, Arendt, abordando lo que considera el problema central de la educación –la pregunta “¿por qué Johnny no sabe leer?”– ataca ciertos postulados que aún cunden: que la educación es un juego que enseña a “hacer”, que la pedagogía es una ciencia independiente de los contenidos que deben ser enseñados y, finalmente, que el espacio educativo puede prescindir de una autoridad que para Arendt (a partir del concepto de autoridad que ella misma teoriza) encarna paradójicamente la posibilidad de emanciparse.
Los tres textos que siguen son correspondencias que la autora mantuvo a propósito de su reporte del juicio de Eichmann, uno de los encargados durante el nazismo de concebir el sistema para trasladar judíos deportados a los campos (capturado por el Mossad en 1960 en Argentina, Eichmann fue juzgado dos años más tarde en Jerusalén). Este evento se traduce en la que es, quizás, la obra más célebre de Arendt: Eichmann en Jerusalén, un estudio sobre la banalidad del mal, publicada un año más tarde. La tesis que Arendt sostiene, la postulación de que no hubo nada de radical, maniqueo o propiamente antisemita en Eichmann, sino que llevó a cabo su tarea como un burócrata, horrorizó a muchos de sus contemporáneos. Las breves cartas que Arendt dirige a dos amigos (a la escritora Mary McCarty y al filósofo Gerschom Scholem, profesor de la Universidad Hebrea de Jerusalén) dan cuenta de esta polémica: Arendt defiende allí su posición teórica y explica, con ternura y pesar, cómo su fidelidad ha estado siempre tanto del lado de la amistad como del pensamiento. A esta época de su vida, Margaret von Trotta ha dedicado una película en 2006, algo que, introduciendo un par conceptual ya mencionado (la diferencia que establece Arendt entre vida privada y vida pública), da al relato biográfico cierto signo irónico.
Finalmente, una última serie de textos introduce la lectura que Arendt hizo de sus amigos y maestros. La encabeza la nueva traducción de “Franz Kafka”, texto en el que, en tanto crítica literaria y emprendiendo un trabajo similar al que hiciera en su Rahel, repasa la obra del escritor y encuentra en él aquello que alimenta su propio pensamiento. Esto continúa en el prólogo a la primera edición estadounidense de Iluminaciones: Arendt restituye allí tanto la especificidad de Benjamin como pensador (“un coleccionista cuya pasión es semejante a la del revolucionario”) como la particularidad de una reflexión política a partir de categorías que hoy llamaríamos arendtianas.
Dos homenajes, uno a Karl Jasper y otro a Martin Heidegger, cierran la compilación. Sobre este último, Arendt despliega primero una definición de lo que Aristóteles llamó “la vida contemplativa”, de la cual Heidegger –a quien llama el “rey secreto del pensar”–, dice, fue el mejor exponente. Esta vida consiste en pensar, y no piensa aquel que parte de objetos, ni quien persigue la acumulación erudita de datos, ni tampoco quien se lanza a demostrar una tesis: pensar es, ante un mundo que asombra siempre, perderse, o como dice el propio Heidegger, “acercarse a su lejanía”. Pero, también dice Arendt en la segunda parte de su exposición, pensar es una actividad solitaria que, por ese imperativo consustancial de huida perpetua y rechazo al presente, abandona al otro y al espacio en el que se construye lo público. Esta definición restringida de un pensar opuesto a la acción (otra afirmación contestable) es con la que Arendt justifica su separación de la filosofía y con ella el compilado, luego de haber desplegado lo que empero podríamos llamar “el pensamiento de Arendt”, termina.
Arendt es acusada a veces de concebir una política aristocrática, prescriptiva y formal similar a la del Estado de derecho liberal, una política que excluye la violencia y desconfía de los movimientos minoritarios (por poner un ejemplo, su crítica a las revueltas de los estudiantes negros en los Estados Unidos de los años 70 es tajante en este aspecto). Esto es, en mayor o menor medida, cierto. Sin embargo, como suele permitir la teoría, Hannah Arendt puede ser dirigida contra Hannah Arendt: los textos de La pluralidad del mundo, que en su variedad dan cuenta de esta forma proliferante y múltiple de la reflexión arendtiana (más amable con el pensamiento que con la bondad), permiten este tipo de lectura.
Es común que las editoriales, bajo un título auspicioso y según las modas, recopilen fragmentos de obras, conferencias o papeles perdidos (muchas veces destinados a nunca ser publicados), cuyo autor incrustado en la portada asegura la amabilidad de lo conocido mezclado con el hambre de novedad. Dicho procedimiento, del que logran escapar airosos algunos pensadores cuyas obras son consideradas indivisibles, resulta a veces en una carnicería sin mayor interés que la de ese encuentro dado por el cruce entre el oportunismo editorial y el aura de los clásicos. Felizmente, La pluralidad del mundo evita (por algo propio, quizás, de la escritura de la autora que compila) pertenecer a esta lista.
La pluralidad del mundo. De Hannah Arendt (ed. Andreu Jaume). Taurus, 2019. 480 páginas.