Durante mucho tiempo, nos hemos acostumbrado a entender el terror como género de ficción en función de la presencia de entidades sobrenaturales: fantasmas, vampiros, zombis y otros “no muertos”; trols, duendes malignos, wendigos, sirenas y otros habitantes de parajes naturales inexplorados y hostiles; demonios, íncubos y súcubos, anticristos, brujas malignas y demás pobladores del inframundo; amenazas provenientes del espacio exterior o de otras dimensiones...
No obstante, el terror que un ser humano común y corriente, en un entorno cotidiano, es capaz de provocar a sus semejantes, sin explicaciones externas y sobrenaturales como hechizos o posesiones demoníacas, generalmente se ha considerado más bien dentro del género policial o la novela negra. Relatos tan espeluznantes como “La caída de la casa Usher”, de Edgar Allan Poe, o como “La gallina degollada”, de Horacio Quiroga, quedan en esa zona indeterminada que no acaba de encajar ni en el terror propiamente dicho ni en el estilo más racional y especulativo de los policiales y sus derivados, y termina utilizándose para ellos, a veces en forma demasiado extensiva, la categoría “narrativa gótica”.
Mariana Enriquez (Buenos Aires, 1973) es una consuetudinaria exploradora de estos géneros, desde su precoz y exitoso debut, Bajar es lo peor (1994), hasta su más reciente novela, Nuestra parte de noche (2019), que le valió el premio Herralde el año pasado. Recientemente, en una conferencia en FLACSO,1 hablaba sobre dos formas de concebir el terror en la literatura, que identificaba con dos de sus principales referentes: la de HP Lovecraft, quien considera esencial al género la aparición de lo sobrenatural, y la de Stephen King, quien estima que, más allá de la irrupción o no de estos elementos, lo que desencadena el horror en el lector (el “momento gore”) debe fundamentarse en lo que llama “presión fóbica social”, es decir, el repertorio de temores arraigados en el contexto social y cultural en el que se concibe la historia. La autora lo ejemplifica mediante el argumento de una de las novelas emblemáticas de King, Carrie, en la que, si sacamos el elemento sobrenatural (los poderes paranormales de la protagonista), lo que nos queda es la historia de una adolescente que sufre bullying y termina ejecutando una masacre escolar, lo cual, unos años después de la publicación de la novela en cuestión, acabó por ser una historia tristemente real y repetida en la sociedad estadounidense.
A diferencia de otros relatos de Enriquez, como la aclamada Nuestra parte de noche, en Ese verano a oscuras no hay monstruos, vampiros, demonios ni magia negra. Dos chicas en su temprana adolescencia, entre ellas la narradora, viven en un complejo de viviendas en una pequeña ciudad de Argentina, durante el sofocante verano de 1989, cuando la crisis económica tenía a varias familias en seguro de paro e imposibilitadas de irse de vacaciones, y la crisis energética –que también vivió Uruguay a finales de los 80– provocaba frecuentes cortes de energía eléctrica. Mientras pasan los tiempos muertos fumando marihuana prensada comprada en el mercado negro y leyendo un libro de biografías de asesinos seriales –todos, obviamente, estadounidenses–, se preguntan si será posible que existan criminales de ese tipo en Argentina. La realidad sorprende más cercanamente de lo que podían imaginar cuando uno de sus vecinos, después de asesinar a su esposa y a su hija de diez años de edad, huye y desaparece impune y misteriosamente.
Tal cual nos tiene acostumbrados Enriquez, la atmósfera inquietante se complementa con los rasgos del contexto histórico y social: la crisis económica de finales de los 80, el ocio tedioso de los padres de familia desempleados, el edificio de apartamentos baratos en el que el mismo esquema espacial se repite indefinidamente, el sopor del verano que vuelve rancio el olor de las cocinas en los pasillos, las aguas turbias de la piscina común, mal limpiada por los vecinos a falta de personal especializado, las primeras víctimas de la epidemia de sida y el perturbador recuerdo de los crímenes de la dictadura militar que vuelve ante cada intervención de las fuerzas del orden. Obviamente, la violencia de género que culmina en un doble femicidio forma parte también de un entramado social y cultural que sorprende a las dos quinceañeras protagonistas, que, en plena conformación de su feminidad, tienen ensueños eróticos con asesinos seriales de mujeres, como Richard Ramírez y Ted Bundy.
No obstante, la pesadez angustiosa con la que se exponen estos hechos no se basa en la explicitación verbal de la emoción. Aunque se vea patente la remoción de importantes cargas de angustia colectiva en ese vecindario cuya rutina se altera por el crimen, esta sólo se manifiesta a partir de la exposición de detalles meramente fácticos: “Más que de Carlitos y sus rizos de oro, nos hablaban de un hombre monstruo, asesino de niños en los años 30, un hijo de italianos de orejas enormes que dormía con cadáveres de pájaros bajo la cama y había muerto en una cárcel de Ushuaia (Mi padre quería mudarse a Ushuaia: decía que allá, en el fin del mundo, había trabajo)”. “La nena ya estaba muerta cuando su padre la colgó. La había apuñalado varias veces con un cuchillo distinto al que había usado con su madre –uno pequeño, de cocina, común, doméstico– y la dejó desangrarse en el piso del comedor. Después la ató a la ventana de la habitación, como si se tratara de una bandera o una muñeca”. Estilísticamente también nos acercamos más a Stephen King (o incluso a Horacio Quiroga, gran artífice de descripciones tan pesadillescas como naturalistas) que a otros cultores de literaturas emparentadas con el terror o lo gótico, como algunos textos de Poe o, muy particularmente, toda la narrativa de Lovecraft, en la que abundan evocaciones explícitas de sensaciones espeluznantes y adjetivos hiperbólicos, como “ominoso”, “terrible” o “inenarrable”. En todo caso, estas estrategias se relacionan, en definitiva, con dos aspectos complementarios del miedo: el que proviene de mundos desconocidos, trayendo amenazas que no podemos manejar porque funcionan con lógicas ajenas a nosotros, y el que se origina en lo cotidiano, lo real y racionalmente comprobable, y que tampoco prevemos porque se originan allí donde nos sentíamos seguros con nuestras percepciones, sin ver alteración alguna en nuestras rutinas ordinarias.
La edición, a cargo de la editorial madrileña Páginas de Espuma, especializada en narraciones cortas, incluye ilustraciones de la joven Helia Toledo, hechas predominantemente en tonos sepia y con un uso muy expresionista de los trazos diagonales, que apoya semánticamente la atmósfera abochornada y oscura del relato.
Ese verano a oscuras. De Mariana Enriquez. Ilustraciones de Helia Toledo. Madrid, Páginas de Espuma, 2019
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La conferencia, dictada en el curso de posgrado “Escrituras: Creatividad humana y comunicación”, puede encontrarse fácilmente en Youtube. ↩