En lo alto del tobogán azul, su hija se sujeta con las dos manos y mira alrededor. Es muy contemplativa para sus dos años. Tiene la nariz roja, los ojos húmedos. Al deslizarse por el plástico, sus pelos –finos y rubios, no se parecen en nada a los de él– se elevan, embrujados, eléctricos. Él no se acerca a atraparla. En los días fríos y secos como ese la niña sale del tobogán tan cargada que si estuvieran en la oscuridad se verían chispas a su alrededor. El piso de goma no ayuda en este lugar sin ángulos rectos, el reino de los colores primarios. Hace más de un mes que dejó de atrapar a la niña en pleno descenso, porque mostrar inseguridad es como envenenarla. Lo ha leído, se lo han dicho, así que pone en práctica el conocimiento. Como resultado, su hija aprendió a frenar apoyando los pies en la baranda. Eso provoca una estática todavía mayor, descargas sorpresivamente más dolorosas.

Él se crio en una casa precaria en la que había enchufes desnudos a la altura de las manos de un niño de cuatro años, cables ancestrales, materiales provenientes de un mundo que no conocía el plástico. Él jugaba con un imán de herradura. Hierro dulce. Era un imán poderoso con el que hacía bailar objetos en la mesa. La fuerza invisible que atravesaba la madera y arrastraba las chapitas y los clavos se parecía mucho a la magia. Se ve acercando el imán al enchufe. Los cables cuarteados, los tornillos que sujetan los hilos de cobre ennegrecido. En su mente de niño el tiempo se alarga, se infla, se vuelve pesado. Todavía no tocó el enchufe, todavía no hizo nada grave, no saltaron los tapones ni se quemó el motor de la heladera. ¿Está haciendo lo que está haciendo? El imán flota a unos centímetros de la corriente y tal vez no sea verdad, pero él ve el rayo vibrante que cruza el aire, la mordida en el hombro que le deja el brazo temblando desde adentro, con los nervios enloquecidos en la punta de los dedos.

Poco después de que dejara de atrapar a la niña en su descenso por el tobogán, la técnica de frenado falló, ella siguió de largo, cayó de culo en la alfombra de goma, se fue para atrás y se golpeó la cabeza. No se hizo nada. Ni siquiera lloró tanto. Y aunque pasaron un par de meses del incidente, la niña aún lo recuerda. “Me caí”, le dice al que quiera escucharla. ¿Dónde te caíste? “En la plaza”. ¿Cuándo? “Hoy”. ¿Hoy, en serio? “Sí, hoy”. ¿Te pegaste? “Acá”, dice, y se toca el punto exacto del golpe. Dramática, documental.

Más allá del reino de los colores primarios está el ninja, siempre bajo los árboles, en los aparatos de musculación que configuran sus dominios. Lleva un pañuelo al cuello, tapabocas, lentes espejados, auriculares y bandana. Remera, jamás. Él nunca ha visto la cara ni ha escuchado la voz del ninja. Para su hija, el ninja es un señor que siempre está jugando. Tiene una gran valija roja y un par de bolsos que ubica en un rincón. Todo lo que hace es ejercitarse o quedarse muy quieto al sol, aun los días en los que el sol es una presencia nominal. A veces, algún viejo de los edificios de enfrente, vencido por la curiosidad, se acerca a hablarle. La impresionante musculatura del ninja parece conferirle un halo de autoridad en fisioterapia, porque en algún momento de la charla los viejos suelen tocarse aquí y allá –no siempre tienen la decencia de no taparle el sol–, buscando en ese excéntrico gurú algún remedio olvidado por la ciencia.

Cuando llegan los niños del club, su hija abre más grandes los ojos, se mueve más lento, se queda más cerca de él. Los niños giran como una nube de electrones. Una niña de unos siete años tiene la mitad de la cara quemada, una franja de cabeza en la que no le crece el pelo. Salta la cuerda y la cola de pelo le flamea. Después la niña se trepa al cactus de acero, da tres saltos y llega a la cima, se cuelga de cabeza de la horquilla más alta, se balancea con los brazos extendidos y cierra los ojos. Él observa a su hija mirando a la niña escaladora, percibe el momento exacto en el que un mundo de posibilidades brota en su mente. Si la telequinesis existiera, su hija podría arrancar árboles con la intensidad de su atención.

Los demás niños están sorteando quiénes serán zombis y quiénes serán humanos. Comienzan a perseguirse, a morderse, a contorsionarse en el suelo en plena transformación hiperquinética. Él ve que uno de los niños se acerca al ninja. El educador también lo ve, así que le grita al niño que deje al señor tranquilo, pero el ninja levanta una mano en el gesto universal de no pasa nada. El educador queda tenso, alerta, pero vuelve a sentarse. El niño toca con un dedo el bíceps del ninja, que entonces lo contrae hasta que una vena gruesa como un cordón salta bajo la piel.

La niña escaladora sigue en lo alto del cactus, ya no puede subir más. Ahora está rodeada de zombis que gruñen y estiran hacia ella sus dedos artríticos. Para ese entonces, él tiene a su hija prendida de una pierna. Con cada gruñido se agarra un poco más fuerte. “No te asustes”, repite su hija, porque eso es lo que ella recuerda de cada vez que ha tenido miedo, el consuelo inmediato. “No pasa nada. Están jugando. ¿Ves que están jugando?”, dice él. Pero la niña en la cima del cactus ahora esconde la cabeza en los brazos y pide por su madre, se tapa la boca con la manga y llama a su mamá. Al principio parece parte del juego, pero cuando los zombis entienden lo que pasa dejan de gruñir y se apartan para que venga el educador. La niña le rodea el cuello con los brazos y el hombre le acaricia el pelo mientras se la lleva al banco en el que todos han dejado sus abrigos. Más allá, el ninja hace lagartijas con el niño curioso sentado en su espalda. La sonrisa del niño se le sale de la cara.

En 2008, los cuentos del escritor Leonardo Cabrera (San José, 1978) recibieron una mención en el concurso de la editorial Banda Oriental, que ese año los publicó bajo el título Mecanismos sensibles. Desde entonces, sus trabajos han aparecido en numerosas antologías, y también en las páginas de Brecha y en las de Garra. Fue también el fundador del blog colectivo de reseñas literarias Club de catadores.