Entre los variados estragos que provoca la carrera de Letras en los incipientes escritores (exposición a teorías inútiles, redacción de monografías yermas, borramiento de cualquier elemento artístico de una obra en procura de la adscripción a determinados estilos y corrientes, miradas sesgadas de profesores mediocres, incorporación de modas estilísticas o hallazgos extraliterarios al análisis de un texto, seminarios extravagantes, simposios soporíferos, tesis destinadas al ostracismo, discusiones intrascendentes y categorización de autores en base a sistemas caprichosos y trasnochados) se encuentra la destrucción del genio creador. Es seguro que hay excepciones, pero el virginal autor que se sumerge en el claustro académico suele morder el polvo del olvido o la invisibilidad. No brillan las musas en las facultades que enseñan Literatura; no hay tesoros encantados en sus lúgubres pasillos, más allá de bedeles y otros miembros soñolientos del personal administrativo y, en el caso de nuestra otrora respetada y hoy alicaída casa de estudios local, abundante cartelería gremial, eternos estudiantes que se arrastran como almas en pena y el eco pistonero y amenazante de los ómnibus interdepartamentales que pasan por la calle Uruguay.

Una de las líneas que atraviesan Poeta chileno, la última novela del escritor chileno Alejandro Zambra, tiene que ver con la pugna desencadenada entre el bardo que escribe poesía y el bardo que enseña poesía. Otros temas paridos por el anterior, y también adyacentes, se dan cita en la obra: el poeta inédito, el poeta plagiador, el poeta bloqueado, el poeta pusilánime, el poeta que se cree un gran poeta (un mal necesario que en algún momento aqueja a todos los poetas), el poeta que efectivamente es un gran poeta, el poeta que escribe de espaldas a su círculo, el poeta que necesita de la mirada del otro para manifestarse, el poeta que abandona la poesía para no volver a escribir nunca más un verso y el poeta que abandona la poesía para seguir emborronando cuadernos y más cuadernos que nadie leerá (o quizá sí).

El otro Rojas

Uno de los protagonistas de Poeta chileno se llama Gonzalo Rojas, pero no tiene nada que ver con el Gonzalo Rojas (1916-2011) que escribió versos tan impresionantes como “Perdí mi juventud en los burdeles / pero no te he perdido / ni un instante, mi bestia, / máquina del placer, mi pobre novia / reventada en el baile” (“Perdí mi juventud en los burdeles”) o “Siempre estará la noche, mujer, para mirarte cara a cara, / sola en tu espejo, libre de marido, desnuda / con la exacta y terrible realidad del gran vértigo / que te destruye. Siempre vas a tener tu noche y tu cuchillo, / y el frívolo teléfono para escuchar mi adiós de un solo tajo” (“Retrato de mujer”).

El Gonzalo Rojas de Zambra es un poetastro mediocre, que arrastra como la piedra del tormento la doble carga de llevar el nombre de un gran poeta y de saberse un poeta menor, a tal punto que no duda en apropiarse de unos poemas de Emily Dickinson (en traducción de Silvina Ocampo) para deslumbrar a su pareja o en sepultar sus escasas dotes creativas convirtiéndose en profesor universitario.

En Poeta chileno, Zambra despliega el proceso de conversión en poeta de dos aspirantes (además del chasco Gonzalo Rojas hay otro, Vicente, hijastro de aquel), que concluye con la esperada publicación del primer libro. La gesta que se narra no es heroica ni valiente y no derrapa en la queja ni en el lamento, sino que se construye a través del relato doméstico de los hacedores de versos, en una suerte de patética escisión del mundo de las musas con el mundo práctico, el de todos los días, compuesto por trabajos mal pagos, gente ordinaria, mascotas que se enferman y un trasfondo escatológico que acompaña todo el libro, logrando algunos momentos especialmente –y magistralmente– desagradables.

Tierra de poetas

Está bravo convertirse en poeta en el mismo país que alumbró a Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Pablo de Rokha, Nicanor Parra, Enrique Lihn, Jorge Teillier y hasta el propio Roberto Bolaño (figura sobre la que vuelven varias veces algunos de los principales personajes de Poeta chileno), por nombrar sólo a un puñado de los vates más canónicos.

La forma en que Zambra compone la urdimbre que vincula a sus personajes con esa entelequia llamada poesía chilena consiste en dinamitar el propio concepto –manoseado, hinchado y siempre nocivo– de literatura nacional. Para ello incorpora a una tercera protagonista, una gringa zaparrastrosa que cae en Chile huyendo de una tormentosa relación homosexual, con el peregrino encargo de escribir un artículo sobre el país para una ignota revista de Estados Unidos. Al principio considera investigar y redactar una crónica sobre los perros callejeros en Santiago de Chile, una auténtica preocupación urbana, pero al final opta por cambiar de jauría y, en vez de canes, escribe sobre poetas.

En uno de los momentos más logrados de Poeta chileno, varios personajes peregrinan hacia Las Cruces para visitar a Nicanor Parra, que se apronta a cumplir 100 años. El periplo tiene toda la impronta mística del encuentro con quien entonces era el poeta vivo más importante de Chile, una suerte de deidad alejada del mundanal ruido a la que se enfrenta como un oráculo o una esfinge. Parra, sin embargo, los recibe entre risas, los invita a comer un enrollado con tomate y, en un momento de la charla, desliza una contundente verdad: “Siempre hay que andar con un pañuelo. Es bien útil, sirve para todo. Sirve para llorar y para bailar la cueca”.

Monumental en su construcción de la vida doméstica de un poeta, atravesada por un humor cáustico que, en ocasiones, funciona por acumulación y poblada por unos personajes tan patéticos que por eso mismo lucen reales y cercanos, Poeta chileno se lee con soltura y enarcando las cejas, como dicen algunos que también se lee la buena poesía.

Poeta chileno. De Alejandro Zambra. Barcelona, Anagrama, 2020. 424 páginas.