Alrededor del planeta Borges, conformado por los libros que el escritor argentino publicó con su nombre en vida, por los que escribió en colaboración y por aquellos que con su firma se editaron póstumamente, se extiende un espacio ominoso, surcado por diversos satélites y forjado en ensayos, recopilaciones de entrevistas, biografías, tesis doctorales, obras de ficción y otras piezas dispersas, surgidas a la luz del astro mayor y destinadas a vagar un tiempo en sus órbitas o a desaparecer en su propio devaneo cósmico, como esos fuegos artificiales que se consumen en medio de un pedorreo y un chisperío fugaz, dejando el aire infectado de olor a pólvora.
Muchos cosmonautas se han acercado al planeta Borges para explorar las particularidades de su estilo (ese fantasmagórico sello “borgeano”), su trabajo con el tiempo y con los mitos, la recurrencia a ciertas imágenes, el tratamiento de determinados verbos de los que se terminó apropiando (“fatigar”, “conjeturar”), su sostenida lectura de Schopenhauer, sus opiniones políticas, su convivencia con la ceguera y su propia biblioteca, entre otros tópicos. El viaje siempre tiene algo de decepcionante desde el vamos, remarcado por el hecho de que el destino final es tan resplandeciente, brilla de tal forma en la celeste espesura que siempre se corre el riesgo de estrellarse, quemarse o, por lo menos, chamuscar el fuselaje.
Finitud
Ver expuesto en la vidriera de una librería un volumen firmado por el premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa, en cuyo título aparece el apellido del Ciego Mayor, capta al toque la atención del lector más escéptico y propicia la compra o, al menos, la ojeada detenida junto a la góndola de las novedades. Si el lector cautivado tiene el prejuicio del tamaño del ejemplar como prueba de solidez, seguramente enarcará una ceja, desconfiado, al sopesar el delgado Medio siglo con Borges, un centenar y poco de páginas impresas con una generosa tipografía y no menos generosos espacios en blanco. El lector cautivado, sin embargo, dejará atrás ese prejuicio infundado y olvidará, incluso, la frase lapidaria con que Juan José Saer enterró al escritor peruano (“Periodismo, política, literatura: ejercida por Vargas Llosa, cualquier profesión parece despreciable”). Pensará, en cambio, en los libros prodigiosos que surgieron de la pluma del hoy Marqués de Vargas Llosa, tales como Conversación en La Catedral (1969), La tía Julia y el escribidor (1977), La guerra del fin del mundo (1981), Historia de Mayta (1984), Lituma en los Andes (1993) y La fiesta del Chivo (2000), para mantenerse sólo en su novelística, el sector más destacado de una amplia bibliografía. Finalmente, se encaminará hacia la caja, buscará la tarjeta, pagará (“¿Caja de ahorro en pesos, verdad?”) y saldrá de la librería con el delgado volumen, el mismo que estrellará un rato más tarde contra el cristal de una ventana.
Dejadez
El primer despropósito de Medio siglo con Borges se encuentra en el hecho de que el propio Vargas Llosa parece haber tenido poco que ver con la edición del libro. La tarea da la impresión de haberle sido encomendada a un empleado de la editorial especialmente lerdo (ese sobrino del dueño al que aceptaron en la firma por su sistemática y probada inutilidad en otros trabajos), que se dedicó a rastrear todo lo que Vargas Llosa escribió en un lapso de 50 años sobre Borges. Como la suma de páginas encontradas era escasa y había que hinchar el libro para que contara con un lomo y no naciera como un simple folleto, se le agregó al inicio el poema ‘Borges o la casa de juguetes’, firmado por Vargas Llosa en Firenze, en junio de 2014. La composición es un pastiche en verso libre con todos los lugares comunes del imaginario borgeano (vikingos, Stevenson, paradojas, compadritos, caballeros, bibliotecas, agnosticismo, etcétera), que más que la obra de un premio Nobel parece un ejercicio poco logrado durante la primera sesión de un taller literario.
El volumen se integra por dos entrevistas que Vargas Llosa le hizo al autor de El Aleph: una en París, en 1963, a donde Borges llegó para participar en un coloquio sobre Shakespeare, y otra realizada “en el modesto departamento del centro de Buenos Aires donde vive, acompañado de una empleada que le sirve también de lazarillo”, y que motivó el célebre comentario posterior de Borges: “Me visitó un peruano que parecía ser agente inmobiliario”; y por una serie de ponencias y artículos fechados en épocas diversas y para públicos diferentes.
El texto más sólido y extenso del volumen se llama “Las ficciones de Borges” y es una conferencia que el autor leyó en inglés en Londres, en 1987. Allí, Vargas Llosa reflexiona sobre la brevedad de los textos de Borges y su actitud desdeñosa hacia la novela, aunque comete algún que otro brochazo gordo, como cuando desmerece el prodigio estructural y estilístico de la novela Pálido fuego (1962), de Vladimir Nabokov, para subrayar que el mismo trabajo con el género ya se encontraba en algunas piezas breves de Borges. Otra afirmación no menos temeraria se encuentra en el artículo “Onetti y Borges”, que en realidad es un fragmento de su libro El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti, de 2008, cuando sostiene que el uruguayo creó a Santa María en las páginas de La vida breve (1950) a partir de su lectura del cuento “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, incluido en Ficciones (1944). Y remata: “Onetti no fue probablemente del todo consciente de la deuda que contrajo con Borges al concebir en Santa María su propia Tlön, porque aunque leía a Borges con interés, no lo admiraba”.
En la maravillosa canción “Waiting for a miracle”, Leonard Cohen desgrana la ansiada llegada del milagro mientras se encuentra inmerso en una prolongada y aburrida espera, afirmando que aunque el Maestro diga que es Mozart, suena como chicle. Lo mismo aplica para este libro efímero y olvidable.
Medio siglo con Borges. De Mario Vargas Llosa. España, Alfaguara, 2020. 108 páginas.