José Enrique Rodó alcanzó su momento de mayor actividad e influencia hace unos 120 años, cuando el país y el mundo eran, obviamente, muy distintos. Sus principales objetos de preocupación a nivel local e internacional, por ejemplo, se volvieron aún más importantes a lo largo del siglo XX, aunque hoy pueda argumentarse que están en declive. Hablamos, claro, del batllismo uruguayo y del pragmatismo estadounidense, dos culturas disímiles entre sí, pero igualmente expansivas, feroces y de abierta voluntad hegemónica. Mientras tanto, Rodó se fue apagando: a nivel hemisférico, su protolatinoamericanismo fue discutido y superado, mientras que, en Uruguay, dejó de tener un lugar destacado en la educación formal. Hoy, Rodó se lee poco.
Ese desacople es un problema para celebrar los 150 años de su nacimiento. Especialmente desde el Ministerio de Educación y Cultura (MEC) se promovieron distintos emprendimientos –una publicación voluminosa, una breve historieta en línea para niños (Lola y los mundos de Rodó, de Nicolás Peruzzo y Alejandro Rodríguez Juele), charlas en el marco del Día del Patrimonio, dedicado este año a Rodó, y encuentros en el ciclo “Arena de debates”– que buscan no sólo difundir el pensamiento del intelectual homenajeado, sino, en el mejor de los casos, reivindicar su vigencia. Repasemos algunos de ellos desde esa óptica regeneracionista.
En compañía del norte
El libro José Enrique Rodó: una biografía intelectual, editado por Planeta y el MEC, es posiblemente el emprendimiento oficial más notorio en este plan de rescate. Su autor, Gustavo San Román, es un especialista uruguayo en la obra de Rodó asentado en la Universidad de Saint Andrews, en Escocia. De hecho, esta publicación en español es una traducción de un companion –un material de apoyo, individual o colectivo, muy común en las universidades británicas y estadounidenses, dirigido a quienes ingresan al estudio de una figura o fenómeno– dedicado a Rodó y editado en Londres en 2018.
El libro es el resultado de décadas de investigación, y muchos de sus capítulos habían circulado en versiones anteriores como artículos independientes. Como promete el título, es una auténtica biografía intelectual: las raíces familiares catalanas, la vocación precoz por la escritura, el rol fundamental como crítico literario y promotor del modernismo hispanoamericano, la incidencia del catolicismo, su incursión en la política, su faceta pedagógica, su viaje final son hitos que ayudan a comprender las obras de Rodó, que son la verdadera columna del estudio. San Román da cuenta de la recepción que tuvieron esas obras en el momento de su aparición (incluye angloparlantes, algo lógico, dado el cometido original del libro) y repasa las ideas de sus exégetas (Carlos Quijano, Carlos Real de Azúa, Emir Rodríguez Monegal, Alberto Methol Ferré, entre otros).
San Román también agrupa temáticamente los distintos tipos de críticas que fueron acumulando, por lo que su estudio, más allá del espíritu superlativo con que presenta a su objeto (“Rodó es el Cervantes, el Shakespeare o el Goethe uruguayo”), permite formarse una idea del tipo de discusiones que suscitaron, sobre todo entre sus contemporáneos, las ideas de Rodó. Esa visión problemática, sin embargo, no se traslada al presente, y más bien se opta por matizar las críticas más duras (elitismo, tendencia a la reacción, desconexión de los problemas sociales) para postular la pertinencia de Rodó.
Pueden resultar un poco forzados (y ya ni siquiera muy oportunos) los esfuerzos de San Román para detectar rodonianismo en José Mujica y Óscar Tabárez, y tal vez sus insinuaciones de que Motivos de Proteo se adelanta a los best sellers de autoayuda podrían haberse acompañado de otras vinculaciones. Por caso: aunque no conozco trabajos que relacionen a Rodó con su contemporáneo Max Weber, tanto la crítica al utilitarismo norteamericano como el reclamo de la no absorción por la profesión que aparecen en Ariel son vinculables a los análisis del alemán tanto sobre la sinergia de protestantismo y capitalismo como a sus observaciones sobre el avance del ámbito del trabajo en el de la vida privada; además, todo esto ofrece claras conexiones con la actual defensa de las humanidades ante saberes más “técnicos” y con la reivindicación de lo íntimo que proponen varias corrientes artísticas.
Criollo y mediterráneo
Para ser justos, a la obra de San Román le caben los mismos cuestionamientos que a varios de los que han intentado negar o moderar la naturaleza conservadora del pensamiento de Rodó (que José Pedro Barrán inscribió en una genealogía común a Luis Alberto de Herrera, Carlos Reyles, José Irureta Goyena y otros). Gran parte de esa complicación tiene una raíz absolutamente uruguaya, y es la de la relación con José Batlle y Ordóñez.
Algunos autores, como Daniel Mazzone, de la Sociedad Rodoniana, han analizado ese vínculo desde el ángulo de las rivalidades personales –el dirigente avasallador versus el intelectual prestigioso–, que tuvieron una expresión clara en los últimos años de vida de Rodó, dedicados a obstaculizar la propuesta de gobierno colegiado con la que inexplicablemente se obsesionó el batllismo en repetidas ocasiones.
Pero son otros episodios los que, a menos que se admita un revisionismo total de los avances democráticos, colocan a Rodó del lado equivocado de la historia. Su defensa, en Liberalismo y jacobinismo, de la presencia de crucifijos en los hospitales públicos es más sofisticada y racional de lo que puede esperarse, pero es insostenible tras más de un siglo de consenso en la separación de iglesia y Estado que impulsó el batllismo. Sus observaciones contrarias a reglamentar la jornada laboral de ocho horas, en cambio, podrían ser retomadas hoy por partidarios de la desregulación en el rubro, pero hasta ahora, que yo sepa, nadie acudió a Rodó por este asunto. Su desconfianza hacia la expansión social de la democracia es debidamente contextualizada y queda claro que era una inquietud compartida, pero San Román la redirecciona hacia una promoción de la meritocracia que, en el Río de la Plata al menos, es aventurado retomar desde los desastres de Mauricio Macri.
A pesar de los monumentos, parques y programas escolares que el batllismo le dedicó a Rodó, fue el progresismo inherente a esa corriente política el que terminó por marginarlo en Uruguay. A nivel internacional, fue un coletazo de la Revolución cubana el que mostró las limitaciones del proyecto “hispanista” de Rodó.
En 1971, el escritor Roberto Fernández Retamar publicó Calibán, un ensayo en el que discutía los roles asignados por Rodó a Próspero, Ariel y Calibán, los personajes de La tempestad que el uruguayo retomó en Ariel. De acuerdo a Fernández Retamar, Calibán, el nativo caribeño al que el sabio Próspero somete y busca reeducar en la obra de Shakespeare, es una figura más adecuada que el etéreo Ariel para representar al sujeto latinoamericano; Rodó, en cambio, despreciaba a Calibán, y lo aproximaba a las masas embrutecidas y a la bestialidad estadounidense. Aunque rescataba el antiimperialismo de Rodó, Fernández Retamar desató, con ese señalamiento, una atención, que continúa hasta hoy, a los colectivos excluidos por el uruguayo. Si bien el cubano no fue el primero en observar que en este posible cofundador del latinoamericanismo no había mención alguna a indígenas o negros, el contexto en que Calibán circuló volvió problemática la mirada a Rodó para los pensadores de izquierda (tanto Mario Benedetti como Arturo Ardao escribieron sobre Rodó antes de Calibán). El aporte de Fernández Retamar (fallecido hace dos años) entroncó con los nacientes estudios poscoloniales, al tiempo que la academia feminista también recobraba impulso (desde este ángulo, la mirada a La tempestad se centra en la figura de Miranda, hija de Próspero, y Sycorax, madre de Calibán, a quienes Rodó, por supuesto, no menciona) y sumaba ausencias molestas en las alegorías de Ariel, un libro que, simplificando mucho, alentaba la recuperación de los viejos valores del sur de Europa para enfrentar la modernización proveniente de Norteamérica.
Rentabilidad o muerte
Por supuesto, la intervención de Fernández Retamar no clausuró los estudios sobre Rodó, pero podría decirse que dificultó su puesta en diálogo con fenómenos recientes. En 2017, cuando se cumplía un siglo de su muerte, la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la República y la Sociedad Rodoniana organizaron sendos coloquios para homenajearlo. En la clausura del primero de los encuentros, Hugo Achugar jugaba, sin llegar a un juicio terminante, con la idea misma de la vigencia del pensador uruguayo (el ensayo se encuentra en su libro Piedra, papel o tijera: sobre cultura y literatura en América Latina). Con las ponencias del otro encuentro la Sociedad Rodoniana, por su parte, publicó Lecturas contemporáneas de José Enrique Rodó, un libro en el que menos de una quinta parte está dedicada a relacionar al uruguayo con pensadores actuales (se destaca el aporte de la rumana Casandra Boldor, quien trabaja sobre la idea de educación democrática en la filósofa Martha Nussbaum).
También filósofos uruguayos se han acercado, desde sus propios intereses teóricos, a Rodó recientemente. Yamandú Acosta, en Pensamiento uruguayo, rescata el antiautoritarismo del pensamiento rodoniano. Sandino Núñez, en cambio, a quien, por su continuación de la denuncia de la “nordomanía” cultural que escandalizaba a Rodó, podría pensarse como un posible actualizador de su obra, proclamó ilegible a su antecesor, en tanto escribía para una sociedad que nacía y hoy nos encontramos en una en declive (lo hizo en varios artículos publicados en Tiempo de crítica que se pueden leer reunidos en La vieja hembra engañadora, Hum, 2012 y en el blog sujetos.uy).
Por estos días, parece que les resulta más sencillo a algunas figuras de la derecha política reivindicar acríticamente a Rodó. El expresidente Julio María Sanguinetti, por ejemplo, enfatizó el coloradismo del ensayista (pero no su furioso antisaravismo) y el cofundador de la Juventud Uruguaya de Pie Hugo Manini Ríos, en un evento organizado por La Mañana, el diario que dirige, lo citó para proclamar la “superioridad espiritual” de los pueblos de nuestra región.
Quizás sea la “Arena de debates” en torno al arielismo, organizada por el MEC, la que ponga en evidencia nuevas dificultades para agiornar a Rodó. En el encuentro, realizado el 26 de agosto en el auditorio de la Biblioteca Nacional, varios de los asistentes –Mazzone, Helena Modzelewski, Ramiro Podetti y Facundo Ponce de León– destacaron la aparición de la anunciada traducción al chino de Ariel que hizo Yu Shiyangy, investigadora de la Universidad de Beijing, y se preguntaron por la naturaleza de las lecturas que generarán los flamantes lectores orientales de Rodó. Nadie mencionó que si hace un siglo largo a Rodó le atemorizaba el avance de Estados Unidos, hoy somos testigos del avance de otra nación que, entre otras cosas, demuestra su poderío traduciendo a un autor en apariencia lejano (como también hicieron los estadounidenses en su momento, aclara bien San Román). Si al uruguayo le repugnaba el materialismo de Estados Unidos y le parecía tan ajena su cultura protestante, será más que improbable que se lo retome hoy desde ese amplio abanico –que tiene centro en el herrerismo, pero lo excede por mucho– que ansía negociarlo todo, aun a costa de la relación con los países vecinos, con una superpotencia que –espanto arielista– ni siquiera pertenece a la civilización occidental. El pragmatismo, a fin de cuentas, tiene patria grande.