Un libro de urgencias. Un libro que empuja hacia delante y está vivo: que quiere vivir, alimentarse, beber y salir adelante. Que quiere estar vivo. Lo necesita. Es El origen de las palabras, y también de la vida. Es el origen de todo. De la fuerza de no ceder en el mundo ante la rutina del tedio, del trabajo. Damián González Bertolino (Punta del Este, 1980), ganador en 2009 del premio Narradores de la Banda Oriental con el cuento largo “El increíble Springer” y autor, entre otras obras, de las novelas El fondo (2013) y Los trabajos del amor (2015), nos acerca con esta novela autobiográfica la épica de la presencia. Es una declaración del autor: estoy vivo, pero los que vivieron antes también me hicieron, y aquí están sus palabras, que me han dejado para entender. Y nos pregunta. ¿Ustedes? ¿Qué palabra los trajo hasta acá?
¿Los recuerdos son todos injertos?
Creo que sí. El libro comienza con esa idea, que se refiere de manera específica a esos recuerdos que nos son dados sobre todo por quienes nos criaron y que se refieren a una época de la que no tenemos memoria. Entonces vivimos en arreglo a ellos y los sumamos a los propios. Pero quizás ocurra así siempre, que recordemos de tal manera que incluyamos también en la elaboración del recuerdo no solamente todo ese infinito bagaje, sino lo que los demás esperan de nosotros, lo que los demás responderían, y así...
Más allá del barrio, de la mirada de lo cotidiano, hay un detalle de la vida familiar, de tus padres y sus vicisitudes. Del trabajo y la inestabilidad.
Este libro, entre otras cosas, también pretendió ser un homenaje a la vida de mis padres, sobre todo en el período que correspondió a mi primera infancia; a la mía y a la de mi hermana. Hubo, a los tumbos, un rasgo de nobleza radical para acometer los problemas de la existencia, desde los más acuciantes y concretos hasta los espirituales, que creo que merecía una atención particular. Es la historia también de muchísimas personas de este país en esa época. Cuando todo a su alrededor les mostraba que no había salida, ellos no sucumbieron.
El libro está atravesado por la potencia de lo docente, del legado de la palabra y la pasión por enseñar. ¿Cuánto interviene la memoria afectiva en todo esto?
En gran manera, porque gran parte de lo que somos como personas y de lo que nos une o nos separa de los demás se juega en las mismas palabras, en cómo las aprendimos o las sentimos, en lo que no podemos apresar de todo lo que nos dicen. A veces lo único que nos hace falta es decir una palabra, expresarla, y entonces eso va a liberar cosas que pueden sorprendernos. Es el ejercicio que le propongo a la gente en las presentaciones que hago de este libro (a excepción de las ferias del libro, donde el tiempo es más corto y pautado). Luego de que hablo unos minutos sobre el libro, cómo fue que lo escribí, y después de leer un fragmento, hago una pausa y le planteo a la gente que haga su propio “origen de las palabras”. Es increíble cómo la gente viaja hacia sí misma y te entrega una palabra que se quedó en su memoria arraigada desde su infancia, y esa palabra viene con una historia de su vida, con una sensación muy vívida de su pasado y su identidad. En lugares como Aiguá y Treinta y Tres, en los que la presentación fue por ese lado, me volví muy feliz, muy enriquecido con lo que el público me enseñó.
Decís que las palabras pesan.
Muchísimo, y es lo que una actividad como leer poesía nos enseña todo el tiempo. Nuestra tragedia diaria, y mucho más acentuada con la preeminencia de las redes sociales en nuestra vida, cercana a lo íntimo, es que las palabras se comprimen y se apagan, que no son más que una simple carta que se muestra sin reverso ninguno.
Intentás explicar lo que te pasa con Montevideo. Con los lugares públicos que emanan una sensación de espera. Mencionás una palabra –heredada de tu madre– que flota por todas partes: “cotolengo”. ¿Por qué?
Ahora que lo pienso, creo que en el libro me olvido de sacar una conclusión más o menos obvia al hablar de la palabra “cotolengo”. Mi madre, que es montevideana, hacía recaer en ese vocablo el peso de lo que le provocaba cierta experiencia de “lo montevideano”, que sin duda terminó por influir en mí. Y la conclusión es que “cotolengo” es una representación de la más radical de las esperas: es la espera de la misma Muerte. Una espera casi en soledad, al borde de la misma sociedad y sin chance quizás de reintegrarse a ella. Creo que mi madre en el fondo también hablaba de la desesperación de la pobreza o la miseria que había empezado a ver de cerca en Nuevo París a finales de los años 60 y comienzos de los 70. Era una idea que se podía proyectar no sólo a lo montevideano, sino al Uruguay en general, aunque se notara más en Montevideo por lo concentrado de la población. Desde que se fue de Montevideo al casarse con mi padre, mi madre siempre rehuyó la vida en las ciudades. Vivió en dos países más y siempre eligió lugares rurales. Creo que en esas palabras como “cotolengo” estaba presente una suerte de miedo o de desconfianza acerca de lo que la sociedad te hace ser y adonde te quiere llevar para reservarte al final un destino extraño.
Si este libro fuese una palabra, sólo una, ¿cuál?
Tal vez “melancolía”, y con un matiz irónico. Lo digo a conciencia, porque creo que a veces la literatura uruguaya está en exceso preñada de melancolía. De hecho, este libro estuvo a punto de llamarse “Los pasatiempos melancólicos”, pero después me decidí por el título que quedó, que fue el mismo desde que escribí la primera línea allá hace algunos años. Con lo del matiz irónico quería decir que en cierta medida esta puede ser la historia de quien al escribir logró salir de una cierta idea melancólica de la escritura y sus alcances, o por lo menos de una idea que a menudo llega bastante estereotipada desde la cultura cuando se empieza a escribir. Creo que una de las cosas que más me reconfortaron cuando empecé a recibir los primeros comentarios de los lectores fue el hecho de que el libro les había resultado gracioso en varias partes. Antes de que fuera publicado, no me sentía muy seguro al respecto, sobre todo porque no faltan episodios amargos. Pero quizás esa intervención del humor logró, por la misma naturaleza de lo que se narraba, poner en cuestión mediante una mueca esa melancolía que llama desde su abismo.
El origen de las palabras. De Damián González Bertolino. Montevideo, Estuario, 2021. 324 páginas.