La necesidad de cortar amarras con la cotidianidad, con el ritmo monótono que alcanza cualquier existencia en sociedad, de traspasar los límites pautados por los códigos y las instituciones, no constituye ninguna novedad. Desde que el hombre se piensa como unidad de sentido y ser independiente, procura establecer algo parecido al dominio de su accionar y sus circunstancias, creyendo así diferenciarse del resto y escapar de la inevitable medianía. El prodigioso siglo XIX de la literatura estadounidense aportó dos ejemplos icónicos de lo anterior, que en sus propias particularidades y diferencias redimensionan y complejizan la necesidad humana de evasión. Un caso es el de Wakefield (1835), de Nathaniel Hawthorne, el relato de un hombre que finge ante su familia un viaje de negocios, pero que en realidad alquila una habitación cerca de su propia casa y se dedica a contemplar la vida de sus seres queridos sin él; cuando la ausencia se prolonga le tributan un funeral, y los años se acumulan sin que se decida a regresar al hogar. El otro ejemplo es Walden (1854), de Henry David Thoreau, donde el autor relata los dos años, dos meses y dos días en los que vivió en una cabaña edificada por él mismo cerca del lago Walden, en estrecho contacto con la naturaleza, tras haber cortado amarras con el intrincado sistema de esclavitudes de la sociedad industrial.

Tanto Wakefield como Walden abordan la ruptura con el orden impuesto de la sociedad para con el individuo, con la insidiosa rutina, erigiéndose como modelos de rebeldía que, a pesar del tiempo transcurrido y de las circunstancias propias de sus autores, continúan dialogando con el presente en el que vivimos. Entre los variados condicionamientos que la pandemia de coronavirus le impuso a la sociedad se encuentra el de la relación directa con la realidad, pautada por una serie de normas, regulaciones, limitaciones y prohibiciones erigidas por el sistema sanitario y controladas por los diversos aparatos de poder que, en su aplicación diaria y personal, modificaron vínculos, rutinas y sentidos de pertenencia. Es en ese contexto que el escritor español José Ángel González Sainz (1956) ha emprendido la redacción de un proyecto de largo aliento, La vida pequeña, una trilogía compuesta por los libros El arte de la fuga, El arte del lugar y El arte del instante, cuya primera entrega acaba de desembarcar en las librerías locales.

Autor de una obra espaciada en el tiempo –a su primer libro de cuentos, Los encuentros, de 1989, le siguió la novela Un mundo exasperado, con la que se alzó con el premio Herralde en 1995, a la que continuó, ocho años después, la publicación de otra novela, Volver al mundo–, JA González Sainz también ha traducido al español a escritores italianos tan variados como Guido Ceronetti, Giani Stuparich y Claudio Magris, entre otros, además de enseñar Literatura por muchos años en Venecia. Luego de vivir durante largas temporadas en Barcelona, Madrid, Padua, Venecia y Trieste, González Sainz regresó a su natal Soria, desde donde emprendió, según reza un pasaje de la contratapa, con la proverbial tendencia a la hipérbole de este tipo de textos, “una suerte de dietario, de cuaderno de bitácora, compuesto por breves textos íntimos en busca de un nuevo modo de mirar y de vivir”.

El libro comienza con la clásica pregunta de situación espacial ante un fenómeno particular pero de importancia global, a saber, una guerra mundial, el 11S, etcétera: ¿dónde estabas cuando comenzó la pandemia? A partir de ahí, el autor ensaya una búsqueda introspectiva que se propone reconsiderar la vida que llevábamos antes: antes de los tapabocas, del confinamiento, de las cifras de muertos diarios. Esa búsqueda se propone dar con la “vida pequeña” del título, como una suerte de recuperación de la existencia no mediada por el caos del mundo, hacia un posible encuentro con una “nueva heroicidad” contra la velocidad y la aceleración global.

Aunque en su soliloquio se valga de lo que otros autores expresaron antes en circunstancias parecidas (desde el obvio y antes mencionado Walden de Thoreau a las disquisiciones sobre el espacio de Peter Handke o las caminatas de Rainer Maria Rilke y Stefan Zweig, entre muchos otros), la recurrencia a la paráfrasis, el comentario y la cita no evita que todo el tiempo González Sainz caiga en el lugar común, subrayado por un exceso de vocablos en cursiva o por disquisiciones que empantanan el razonamiento y la sintaxis. Y aplicando aquella máxima de que para muestra basta un botón: “Pero de nuestras sociedades, tan modernas, tan posmodernas o requetemodernas –tan poshumanas, empieza a decirse– o en su defecto tan atrasadas aún en la senda de la requetemodernidad, tan ricas en casi todo, incluso en nuevas penurias, y tan sin límites en sus posibilidades, tan chisporroteantes, tan sobreabundantes, tan fascinantes y tan de todo, tan tantas cosas todo el rato, quién sabe si, a causa de su inminente fragilidad de fondo, no necesitan llevarnos al cabo sino con el agua al cuello de un ronzal invisible”. Las cursivas son del autor, desde luego.

Chapoteando en las turbias aguas del manual de autoayuda, con una retórica por momentos mesiánica y por momentos intimista y confesional, que pretende unificar en una sola entidad todas las variaciones que ante un fenómeno (negativo, en este caso) enfrenta el ser humano, sin una sombra de elemento individual sino como figura colectiva y, por ende, esquemática (“¿Cómo hemos podido llegar hasta aquí? ¿Nunca miramos ya de verdad atrás? ¿Cómo hemos podido dejar que se llegaran a subir tantas cosas tanto de punto?”), hay que sumar El arte de la fuga a la larga lista de secuelas provocadas por el coronavirus.

La vida pequeña - El arte de la fuga. De JA González Sainz. Barcelona, Anagrama, 2021. 208 páginas.