El Día de Todos los Santos de 1755, un terremoto y luego un tsunami enterraron gran parte de Lisboa, 80% de sus iglesias y a entre 50.000 y 70.000 de sus habitantes.

Si el recuerdo de esta tragedia persiste, no es tanto por los números aquí evocados, sino por el acontecimiento filosófico que la sucedió: promediando el Siglo de las Luces, el terremoto inflamó a pensadores contrarios a la providencia cristiana, una forma de optimismo para la que la suma de “pequeños” males se componen en un bien mayor. Voltaire arremetió entonces en su poema “El desastre de Lisboa o examen del axioma todo va bien”: la providencia no podría ser nada más que cruel, y el terremoto fue trágico, justamente, por no poder hallársele causa o sentido. Rousseau le respondió en una carta: aunque el suceso fue fortuito, los edificios de la ciudad, precarios, amuchados y demasiado verticales, eran propensos (por error humano) al derrumbe.

Hace un año decretaron pandemia y los discursos que se disputan su significado proliferan, revelando otra vez la gramática con la que el presente se lee. Así, un optimismo providencial más blando afirma que la sociedad o las democracias serán mejores después de la crisis: confianza en un movimiento alternado riesgo/oportunidad (o quizá desinterés/oportunismo) que encarna al motor de la historia. Otras voces sostienen que la covid-19 es una palanca de freno: nuestro planeta, sufriente por un orden natural alterado, activó la infección. Finalmente, sin agotar una pluralidad inacabada, cierta forma de realismo alérgico a la Historia sostiene que el problema, por urgente, es más que nada técnico, y que su discusión debe economizar un disenso que enlentece su gestión.

En el caso de Francia, donde hasta comienzos del año pasado florecían huelgas y revueltas, la filosofía y su variante periodística no han sido ajenas a este fenómeno. Así, y desde un prisma político, pululan discursos que, en mayor o menor medida (quizá, por faltar más de un año para las elecciones), esquivan el griterío politiquero o partidario.

Dos filósofos amigos de las cámaras y de la generalidad oportuna, Bernard Henri Lévy y Michel Onfray, publicaron a los apuros sus apuntes: el primero en junio de 2020 (Ce virus qui rend fou) y el segundo en setiembre (La vengeance du pangolin). BHL critica desde una perspectiva que llama libertaria al “movimiento higienista”, estrategia de un gobierno que antepone la vida biológica a la civil. Según el polemista, el Estado ha remplazado el “contrato social” por un “contrato vital”, variante miedosa de la mala fe sartreana (“quiero, pero no puedo”) cuyo imperativo de preservar la vida contrabandea un impulso centrado en la seguridad. Onfray, gaullista confeso, ataca a los que ya eran, para él, culpables: China, la Unión Europea, Emmanuel Macron y un Estado que, por exceso de liberalismo y por alineado a los mandatos autoritarios globales, no supo gestionar las fronteras físicas ni epistemológicas. Ambos autores hacen uso de sus habituales refugios: si para BHL lo que merma es la libertad, para Onfray lo que padece es la soberanía, dos palabras multiuso que les han servido para reaccionar en el pasado contra movimientos de ocupación, la regularización de migrantes y, hoy, contra el más reciente enemigo invisible del gobierno francés, el “islamo-izquierdismo”.

Foto del artículo 'Lo peor no es siempre cierto: algunos discursos sobre la pandemia en Francia'

Con más cautela y a contrapelo de estos ejemplos, Barbara Stiegler publicó en enero de este año un panfleto: De la democracia en pandemia: salud, investigación, educación (De la démocratie en pandémie. Santé, recherche, éducation, Gallimard). Profesora universitaria en ética médica (y, anecdóticamente, hija del filósofo y atracador de bancos Bernard Stiegler), la autora actualiza otra tradición de la filosofía francesa: el análisis genealógico. Sin buscar causas u objetivos ocultos, Stiegler señala la continuidad de una estrategia que el gobierno de Macron, trastabillante y ya aterrado por el desorden social, aplicó ante la nueva amenaza: mantener en suspenso la democracia. Así, lo que vive Francia es para la autora una sindemia, y si el primer mal es el evidente, el segundo viene de más lejos. Desde 2019, los hospitales franceses se habían lanzado a una huelga por falta de personal: contratar a término y a destajo cunde en la administración del país, una estrategia que la filósofa define como el remplazo de una lógica de stock por la de una de gestión de flujos. En otras palabras, ante el lastre de las reservas improductivas (indumentaria, médicos, científicos), se sometió a la realidad hospitalaria a la temporalidad caprichosa de la eficiencia económica, una que (la crisis lo demuestra) rara vez se revela como tal. Otro ejemplo citado por la autora es la universidad, que Macron reformó para acercarla al mercado laboral, sacrificando su libre acceso para privilegiar un flujo eficiente de diplomados medido a partir de tasas de egreso y de empleabilidad. Esta estrategia encontró en la universidad conectada, cuyas reservas de estudiantes fueron remplazadas por flujo de conexiones, una continuidad que, aunque fruto de la contingencia, si es celebrada, confirma una tendencia oportunista.

En otro campo, el epistemológico, la pandemia revela para Stiegler una ruptura. Ante la respuesta médica empírica y situada se privilegió la gestión de comportamientos, consolidándose una gramática preventiva (utilizada ante amenazas previas como el terrorismo) que equipara civismo a disciplina y capacidad de resiliencia o adaptación. La filósofa encarna este proceso en la figura del nudging (o “teoría del empujoncito”), ciencia ergonómica contemporánea cuyo fin es predecir reacciones y propiciar comportamientos. Macron, como fue revelado por varios medios, acompañó el asesoramiento del comité científico-médico con el de una consultora especializada en nudging que diseñó varias de las políticas y dispositivos implementados para el control de la pandemia.

Así, y continuando lo que ha escrito en su anterior trabajo Il faut s’adapter: sur un nouveau imperatif politique (2019), lo que Stiegler observa en la pandemia es la actualización de un discurso fundante del neoliberalismo político ya en pleno funcionamiento: la proposición de Walter Lippmann, para el que la tarea del gobierno es “manufacturar consenso” y adaptar la población a un mundo cuya velocidad técnica excede el paso lento de los procesos democráticos. Lippmann teme a la política y propone un gobierno de expertos que adapten a la población, reduciendo así la democracia a un proceso de elección de esos mismos expertos como forma de salvarla de una tendencia al totalitarismo o a la guerra que él percibe como inherente. En otras palabras, como indica Johann Chapoutot en su genealogía sobre la continuidad histórica entre los teóricos nazis (coinventores del trabajo creativo organizado por proyectos) y el management corporativo, el neoliberalismo propone ser “libres de obedecer”: no es una forma radical de la tradición liberal, sino una versión autoritaria que prescinde de la democracia si esta enfrenta a un imperativo de progreso o de bien común, diseñado por lo alto.

Frente a la galvanización de la política, al chantaje de la urgencia, Stiegler, o el más conocido Jacques Rancière (quien se expresó en una entrevista en febrero de este año), propone recuperar la imaginación política y restituir, lejos del catastrofismo empobrecedor o de la paranoia ordenadora, una lucha que no es ni contra el virus ni contra la ciencia o un “gran poder disimulado” (expresión de este último), sino contra un proceso de producción de consenso como necesidad de lo común cuya inercia en pandemia es, de manera estratégica y oportunista, recuperada y amplificada.

La filosofía francesa hace así honor a su mejor tradición, la de la sospecha, una que no halla en la crisis respuestas, sino la rareza de la propia pregunta.