Conocí a Daymán Cabrera a fines de los 80, en su pequeña imprenta en la calle Iturriaga. Vivía en un apartamento en la misma calle con su compañera, Raquel, y éramos vecinos.
Para 1989 yo había editado mi primer libro, Palabras sin nombre, que él decidió reeditar junto a la publicación de mi segundo libro, Los desprendimientos. Conocí en Iturriaga a su madre, Bahíta, Bárbara Sureda, y a Sarandy Cabrera, quien llegó de regreso a Uruguay antes de 1991, para habitar una casa que Daymán reconstruyó en la calle Pablo de María. Con el consejo y el cuidado editorial de ambos fue que ese libro se publicó con el título Desprendimientos.
Es en esta mezcla agridulce por la noticia triste de su muerte, de la ausencia definitiva, en la que vuelven a mí su cultura, su humildad, su generosidad, su franqueza, sus dolencias, el recuerdo de conservar un manuscrito suyo sobre mi poesía o mi vida, que no podría ubicar hoy pero sé que está, el correo que me envió en respuesta a una invitación a participar como editor, junto con otros, en el café literario que coordiné en el Centro Cultural de España, así como el día (sería la última vez que lo viera) en que nos cruzamos en el Ministerio de Educación y Cultura y, a pesar de los años y la distancia interpuestos, me propuso editar, con la amabilidad de siempre. Parecía que con él y Raquel nos hubiéramos visto ayer.
Sólo tengo los mejores recuerdos de su capacidad de trabajo, de su fe y de las aventuras editoriales del sello Vintén. Vaya como despedida mi gratitud y reconocimiento a su tarea constante y desinteresada, que durante años permitió a tantos poetas darse a conocer.