Lynda Barry es una creadora de cómics activa desde hace varias décadas, que en 2016 fue merecidamente sumada al Salón de la Fama del Premio Eisner, uno de los más respetados en Estados Unidos en materia de historietas.

Semejante talento no había tenido gran distribución por estos lares ni en el mundo de habla hispana en general, por lo que fue muy bienvenida la edición de Reservoir Books de su ya clásico Mis cien demonios (One! Hundred! Demons!), publicado originalmente en 2002.

Lo primero que hay que tener en cuenta es la trabajosa tarea de maquetado y rotulado, ya que Barry acostumbra tratar sus páginas como si fueran scrapbooks (álbumes de recortes), y esta obra no es la excepción. Por suerte para nosotros, el trabajo tanto en las viñetas como en las páginas-álbum es perfecto y no distrae la lectura. Una lectura que es ágil, porque la autora nos hace un muestreo de sus demonios, que serán 100, pero en este libro solamente entran 17. Y los comparte con nosotros con el mismo fin catártico con el que tantos creadores han (hemos) realizado obras desde tiempos inmemoriales.

Su definición de “demonios” es muy sencilla. Se trata de “los momentos de la vida que te obsesionan, los que pasan a formar parte de ti”, según cuenta el texto de la contratapa. Yo le agregaría: esos momentos que pueden aparecer por la noche, justo después de apagar la luz y cerrar los ojos. Como pedir una goma de borrar para corregir un trabajo que había malinterpretado y descubrir que no se trata de una herramienta mágica y que siempre quedan marcas. Pero no estamos hablando de mí cuando tenía cinco años, sino de Barry.

A partir del cuadro de un monje japonés del siglo XVI que dibujó al centenar de diablillos del título, la artista de 65 años selecciona hechos intensos y fundamentales de su vida y los comparte en una mezcla de autobiografía y ficción que bautizó “autobioficcionalografía” y que originalmente se ofreció en forma serializada en internet.

El demonio de hoy

Cada uno de los 100... eh, 17 demonios tiene un comienzo similar. Barry dedica dos páginas a presentar el tema y ahí es donde más se evidencia su amor por el estilo scrapbook, que abarca la totalidad de la doble página apaisada con collages, que pueden contener fotografías, pequeños objetos (como esos ojitos saltones que se pegan a las cosas) o palabras escritas con brillantina sobre pegamento. De nuevo, buena tarea de quienes tuvieron que pasarlas al español.

A continuación comienzan los pedacitos de la vida de la autora, presentados en forma de historietas con dos viñetas por página. Lo que más se destaca es la narración, presentada con letras de gran tamaño, mientras que el dibujo parecería “aprovechar” el espacio sobrante, que en algunos casos puede ser tan sólo un tercio del total.

En cuanto al estilo de dibujo, estamos frente a una artesana. Barry no es una maestra de la anatomía ni quiere serlo. Sus personajes suelen conversar de perfil, con globos de texto que prácticamente los confinan a cada uno de los costados de la viñeta. La crudeza de los trazos funciona con las anécdotas y también con el resto de los elementos que componen el tomo, como un gran cuaderno de recortes hecho con más amor que técnica.

Ese amor queda de manifiesto en la honestidad con la que habla de sus demonios, pese a que en las primeras páginas nos confesó que algunos detalles de las historias son ficticios. Y estos demonios, como para la mayoría de las personas, aparecen especialmente en momentos clave de su vida, como la infancia y la adolescencia.

Lynda descubre que todas las casas tienen un olor particular, incluso la suya. Lynda descubre que algunas canciones parece que hubieran sido escritas para ella y la hubieran estado esperando. Lynda descubre que odia a algunas personas, y es castigada por ello.

Aquí queda de manifiesto el segundo gran personaje del libro, que es la familia de la autora. Sobre todo su madre, que se la pasa intercalando expresiones en filipino y hablando mal de casi todo el resto del mundo... pero jamás odiando, porque en esa casa está estrictamente prohibido odiar.

En lo que decide contarnos, su hogar familiar no se ve demasiado estricto ni los castigos son tan terribles. Sin embargo, hay otro texto debajo del texto con cosas que prefiere no contar, y hay una Lynda que comenzó a experimentar con drogas a edad muy temprana, a “liarse” con jovencitos, e incluso hay una única viñeta que podría aludir a un hecho demasiado terrible.

Lo que sí está, lo que se presenta a todo color y enmarcado por los recortes, son escenas que combinan la angustia con el absurdo de la vida cotidiana. Quizás no sea lo mejor leerlas de un tirón, ya que el colorido y la voz narrativa (con esa tipografía gigante) pueden resultar cansadores si se consumen de una sola sentada.

En estos 17 ejemplos, Lynda Barry construye el rompecabezas de una vida difícil, sin llegar a ser excesivamente abrumadora. Nos muestra algunos golpes y los moretones que generaron, pero desde una esperanza que solamente se exacerba por la forma en que ella decide lucir sus heridas. Y sobre los demonios finales se presenta a sí misma como una adulta funcional, en control de su vida y que si perdió la inocencia fue porque todos un día lo hicimos.

Ojalá la llegada muy tardía de Mis cien demonios permita rescatar más títulos de la obra de la autora, dando trabajo no sólo a editores y libreros, sino también a abnegados rotulistas y maquetadores, que deberán reconstruir sus textos de todas las formas y colores.

Mis cien demonios. De Lynda Barry. Reservoir Books, 2020, 232 páginas.