Los editores de las páginas literarias, los equipos de marketing de las editoriales, los organizadores de ferias de libros y los promotores de eventos alrededor de ciertos autores deberían evitar las hipérboles del tipo “el nuevo Dashiell Hammet”, “William Faulkner revivido”, “la simbiosis perfecta entre Marguerite Yourcenar y Henry Miller”, “el justo continuador de Cesare Pavese” y otras tonterías similares que abomban el sentido con el que se descubre a un nuevo escritor y que, en 99,99% de los casos, hunden como un lastre la obra del novel ejecutante cuando en los hechos, en la mera lectura, se percibe que el escriba de turno no es ni tan nuevo, ni tan revivido, ni tan simbiótico ni justo continuador de nada. Por eso, cuando en la solapa de la novela Las ocho montañas, del milanés Paolo Cognetti (1978), se cita un elogio de Die Zeit que ubica al autor junto a Ernest Hemingway, Jack London y Mark Twain, el lector desconfiado palpita el camelo y abre los ganchos. Y aunque Cognetti no comparte podio con los autores de Adiós a las armas, Colmillo Blanco y Las aventuras de Huckleberry Finn, su copiosamente premiada novela es más que atendible.
Curioso derrotero el de Cognetti: estudiante autodidacta de dos disciplinas tan disímiles como la matemática y la literatura norteamericana, egresó de la Escuela de Cine de Milán, rodó una serie de films documentales sobre variados asuntos (entre los que se destaca The Wrong Side of the Bridge, de 2006, protagonizado por los escritores Shelley Jackson, Jonathan Lethem, Rick Moody y Colson Whitehead) y luego se dedicó a otros dos temas también alejados entre sí, a saber, la ciudad de Nueva York (sobre la que publicó dos guías personales, New York è una finestra senza tende, en 2010, y Tutte le mie preghiere guardano verso ovest, en 2014, además de dirigir para la prestigiosa Einaudi la antología New York Stories, con textos de Francis Scott Fitzgerald, Dorothy Parker y Bernard Malamud, entre otros, en 2015) y las montañas, sobre las que escribió un diario, El muchacho silvestre (Minúscula, 2017), y también la novela que acá se comenta.
Profuso conocedor de la literatura estadounidense, el autor milanés debe haber leído con sumo placer el Walden, de Henry David Thoreau, cuya defensa de la vida en la naturaleza, alejada de la sociedad industrial, late durante toda la novela. Las ocho montañas encuentra un eco prolongado en cierto pasaje del segundo capítulo de Walden, que acá transcribo en traducción de Mario A Marino: “Todavía vivimos con mezquindad, como las hormigas, aunque la fábula nos dice que hace mucho tiempo fuimos convertidos en hombres; como pigmeos luchamos por migajas; es error sobre error, chapucería tras chapucería, y nuestra mejor virtud tiene como única ocasión un superfluo y evitable desasosiego”. Desde luego, no es la novela de Cognetti un llamado al regreso a la naturaleza (aunque de seguro algún autor de textos de solapas debe haber pensado en “el nuevo Thoreau” para presentarlo), sino una variación interesante sobre la confrontación entre la vida urbana y la vida salvaje.
Durante 40 años, Las ocho montañas sigue la historia de la relación entre Pietro, el narrador, y su amigo Bruno. Pietro es un trasunto del propio Cognetti (milanés, documentalista, viajero incansable, enamorado de las montañas), mientras que su amigo, el personaje central de la trama, es un hijo de campesinos que habita un desolado paraje de los Alpes, del que sólo salió una vez para conocer el mar. El relato de la amistad tiene mucho de novela de iniciación, a la que no le interesa el color local (la familia de Bruno, que cultiva cierta tosquedad montañesa, poco proclive a la camaradería con los extraños, es apenas un ruido de fondo), pero sí la pasión compartida de los dos personajes por la vida en la montaña. Cognetti se detiene en la contemplación de ciertos pasajes alpinos, en la descripción del lentísimo asentamiento de la nieve en las cumbres y su acuoso devenir en los valles, en la construcción de un refugio en medio del bosque, en las particularidades del sonido del viento nocturno, en el desollamiento de una gamuza y en la endeble protección que ofrece un puente sobre un arroyo turbulento, mientras Pietro y Bruno maduran, crecen, se separan durante muchísimos años, vuelven a encontrarse, a separarse, etcétera. Fragmentada, en los intersticios de su propia historia el narrador va intercalando la vida de su padre, de quien heredó el gusto por escalar montañas, aprender los conocimientos prácticos requeridos para sobrevivir en la intemperie y contemplar desde la cima de un pico nevado el pequeñísimo mundo que se ha dejado detrás. El padre, figura fantasmal y trágica, esconde en su pasado un oscuro secreto intrafamiliar, estrechamente relacionado a la ascensión de las montañas, que en un cuidado giro argumental el autor proyecta sobre los dos protagonistas, no sólo para adensar la trama sino, y sobre todo, para propinarle un cuidado cierre a la novela.
De límpida prosa, atenta siempre a los pequeños detalles que forjan, por su inevitable repetición en el tiempo, las particularidades de una vida, convirtiéndolas, por eso mismo, en mucho más inaccesibles de lo que a simple vista parecen, Las ocho montañas es la novela de un apasionado por el tema del que escribe, que nunca desbarranca en el cerrado manifiesto o en la sosa mistificación.
Las ocho montañas. De Paolo Cognetti. Barcelona, Random House Mondadori, 2018, 240 páginas. Traducción de César Palma.