El pozo es una novela de la que se habla demasiado y que acaso recordamos más por su poderoso título que por el argumento que desarrolla Juan Carlos Onetti. La azotea –estupenda novela corta escrita por Fernanda Trías– viene a ser una contracara noventera (escrita todavía en el siglo XX), de ese pozo fundacional de la decadencia urbana y montevideana de clase media. Ese spleen, diría el Darno, y estoy seguro que convocaría de inmediato la melodía bellísima de “La casa de al lado”, de su amigo Fernando Cabrera, y si una cosa lleva a la otra, entre pozos y azoteas y recuerdos, no quiero ni puedo olvidarme de una construcción literaria en fragmentos, llamada La casa de enfrente, a la que su autora, Alicia Migdal, define como “una historia de amor en una casa, la historia del amor a la casa”, y que viene a ser la mejor descripción de lo que sucede y se vivencia en la lectura de Irse yendo, de puño y letra de Leonor Courtoisie, un libro que hay que acomodar, ahí, entre los grandes libros de nuestra ciudad. Es una novela que habla de su casa, de su pozo, de su azotea. Es, por lo tanto, un libro que habla de nosotros. De nuestros pozos, casas y azoteas, y agrego otros elementos sustanciales para no seguir reiterando: un árbol que hay que cortar, una familia que se desmiembra tras la muerte de la matriarca y otras muertes, una obra de teatro íntimo sobre la decisión de cortar el árbol luego de la muerte de la abuela, un libro que se escribe sobre todo esto, y otras tantas cosas que no enumeraré porque le toca al lector convocarlas cuando visite sus páginas.

Le comento a Courtoisie la impresión de que Irse yendo trata de un pozo, aunque no se refiera a ningún pozo en particular, sino a una casa, la casa de la infancia y casa en la que vivieron tíos, tías, primas, primos, madre, hermanos y ella. Es la casa de la que se está yendo, literalmente, en el día de abril en que nos encontramos en un bar para conversar sobre la primera edición, por el sello español Continta Me Tienes, de un nuevo libro con su firma y con entusiasta prólogo de su amiga española Cristina Morales. “Estoy terminando de hacer la mudanza de la casa”, me confirma Courtoisie, y esto bien podría ser el comienzo del volumen II de Irse yendo si se tratara de una saga, y que continuaría en el campo donde vive ahora, cerca de Trinidad. “Ayer estuve todo el día metiendo cosas en cajas y tirando cosas y así sucesivamente –no se termina, es una acción infinita– y en la casa no hay agua ni electricidad, y ahora me tomé un ratito de bar”. Vuelvo a la idea de pozo, aunque en formato pregunta, para dar comienzo “oficial” a la entrevista con dos preguntas que le advertí por email que le haría:

¿Cómo es el libro de un pozo?

Me quedé pensando en esa idea del pozo. Porque justo hace unos días caí en un video de Lucrecia Martel, en Youtube, en el que habla sobre narrativa audiovisual. Ella propone el ejercicio de escribir un fragmento durante 60 días, sin argumento, y después dice algo así como que se ha construido un mundo narrativo alrededor de la importancia del argumento y que el argumento es una pequeña pavada, un orden temporal que inventamos para organizar y compartir un pozo complejo de memoria, recuerdos y deseos. Ella dice que no hay nada más irrelevante que una sinopsis, y que no hay que confundir un orden temporal con el conjunto de experiencias y fragmentos que aparecen al cavar un pozo, y que alejarse de las técnicas que preponderan lo temporal o el argumento permite ingresar en zonas donde se puede contar lo otro, lo confuso, y que ahí, en el pozo, es donde está el misterio. Seguro no dijo eso tal cual, pero cuando me preguntaste cómo es el libro de un pozo quedé impactada. Lo mismo cuando me decís qué es tu libro, si es una novela o qué...

Y bien, ¿qué es para vos Irse yendo?

Yo creo que sí, que es una novela, y que más que un libro sobre un pozo o sobre una casa, es un libro pozo, un libro casa, un libro planta o un libro árbol, un libro que adquiere volumen y va mutando su textura, y el misterio del que habla la Martel va un poco en esa extrañeza cambiante, o al menos así lo percibí durante el proceso, y sigue sucediendo. Quisiera no resolver el misterio, que quede abierto o en el pozo.

Foto del artículo 'Un pozo, una pared, un árbol: Leonor Courtoisie y su Irse yendo'

Foto: Federico Gutiérrez

En un momento, hacia el final del libro, aparece una referencia acaso inesperada a Alicia Migdal y a su novela La casa de enfrente. Volví a releer esa novela y dialoga claramente con la tuya. ¿Ya le diste a leer Irse yendo?

No. Alicia no lo leyó todavía. Le dije que le iba a conseguir una copia, pero todavía no tengo ni siquiera la mía. Pude terminar el libro después de hablar con ella; la última vez que la vi conversamos mucho del libro, la atomicé con una sensación que tengo sobre no ser elegante en la escritura, y ella me dijo, a su manera, que me dejara de joder, que yo era como era y que tengo que escribir desde mi búsqueda propia, y después me escribió porque se quedó pensando, y eso que me escribió cierra el libro, que, más allá de un montón de temas que toca, tiene que ver también con la escritura, con el oficio y con la práctica de la escritura.

Afinando un poco el posible “tema” de Irse yendo, y sin contradecir a Martel, ¿cómo fue la construcción de un libro –antes incluso de una obra teatral– sobre una familia, la tuya, cuyo escenario es una casa con un árbol del que se debate sobre si cortarlo o no después de la muerte de la abuela?

Creo que es importante mencionar lo básico del corte de un árbol, lo literal de la imagen, y el haberlo realizado en una obra teatral. Si detenerse a observar un árbol es potente, ver cómo cortan uno es de una brutalidad desmedida. Hay algo en la observación del comportamiento de la vegetación que dio forma a la escritura. Las distintas muertes, de una abuela matriarca, de una casa, de un barrio, de un árbol y de un árbol genealógico; en la obra de teatro la estructura estaba relacionada con los espacios de la casa, la arquitectura definía la obra; en este caso, las distintas muertes y sus ramificaciones van disponiendo un cierto orden narrativo.

La novela parece estar preguntando por qué se derrumba todo y parece no haber forma de remediarlo.

Por un lado la desidia y la depresión tienden a colaborar con los derrumbes internos, pero habría que ser muy negadora para no ver cómo lo externo influye en las relaciones humanas. Es inevitable no atender que están tirando abajo la ciudad de Montevideo, construyendo tres edificios por manzana bajo el manto del progreso; es obsceno, especialmente en el Centro, que cada día haya más gente durmiendo en la calle bajo los edificios a medio construir y los carteles del Ministerio de Vivienda, sumado a los desalojos y los precios excesivos de los alquileres. Compartimos un adormecimiento colectivo, no sé si nos vamos a despertar a tiempo, lo dudo, y ese automatismo permea los vínculos familiares, los cuerpos, las narrativas, qué se yo; me parece que si golpeás un poquito la fachada del pan de masa madre y la cerveza artesanal, se te cae la mampostería encima, la clase media navegando en un decorado infame, precarizada y creyendo todavía que trabajar es digno. No sé si se derrumba todo o ya estamos en ruinas.

Tu lugar en la historia no es sólo escribirla, también dejás en evidencia que te aferrás a la casa y sus recuerdos, lo que no sucede con otros integrantes de tu familia.

Esa casa, y ese lugar afectivo, siempre fueron mi lugar en el mundo, el único lugar de seguridad al que podía volver pasara lo que pasara. Justo hoy le dije a mi tío que me sentía insegura y me dijo: ‘Ah, la seguridad, otro invento burgués’. Y tiene razón, pero ese cuestionamiento sobre la pérdida de la seguridad, las distintas pérdidas, el estar en y no avanzar, en un ir y retroceder constante, o en dos vectores que oponen la dirección, como en la física, se volcó en el proceso de escritura, pensamiento o meditación sobre mi lugar en el mundo y las acciones que genero a mi alrededor. Me costó creer que el único lugar que tengo en el mundo es a mí misma, y me sorprendí entendiendo que, además de a mí misma, mi lugar en el mundo es la escritura, que no importa dónde, ni con quiénes, ese es mi espacio de protección, reflexión y comodidad, más allá de los baches, bloqueos y peleas que se me aparezcan por el camino. Creo que hay una antología de [Cristina] Peri Rossi que se llama así, Mi casa es la escritura. Me pasó que cambié la casa de los afectos por la escritura.

Foto del artículo 'Un pozo, una pared, un árbol: Leonor Courtoisie y su Irse yendo'

Otros cuestionamientos, o más bien texturas de tu narrativa, pasan por plantear la dificultad de ser mujer en nuestra sociedad. Decís que es muy difícil ser la niña, la novia, la hija, la hermana, la que se fue a la azotea.

Supongo que hay algo con los mandatos de lo que debería ser como mujer, niña, novia, hija o hermana que te condicionan al punto de que es difícil salirte incluso en la invención, en cómo imaginamos, en la creación de un personaje o en cómo compartimos con otras personas. Hay algo de eso que se esboza en el libro brevemente, en las ideas sobre la actuación; como actriz mi cuerpo tenía que estar sexualizado porque si no, no era útil para el afuera, para la mirada del otro, varón y heterosexual, y recién cuando pude hacer mi propia obra elegí actuar y que mi cuerpo no se expusiera de ese modo. Y entiendo que la exposición y vulnerabilidad era mucho mayor, pero no desde la utilización objetual de la carne, que tampoco está mal; no es que debería ser una o la otra, pero sí se tendría que poder elegir construir el personaje que se quisiera sin que el arquetipo social de tu cuerpo delimite lo que deberías hacer. Es difícil ir contra el physique du role mental que tenemos en todo, en la ficción y en la vida.

¿Por qué decidiste escribir Irse yendo?

Pasa que siempre escribo, como te dije. Desde que aprendí a hacerlo, escribo muchísimo, siempre lo hice, lo hago desde muy chica, y eso se relaciona con lo que dice Alicia en el libro, o el plagio atrevido que hice de sus palabras, de ir contra el oficio, la no conciencia de estar escribiendo un libro, de estar en la escritura. Creo que este es muy distinto a un tipo de proyecto en que se tiene claro de antemano qué vas a decir, donde armás una estructura o maqueta y todo eso. La pregunta tuya debería ser por qué decidí que el libro fuera este... Porque cuando lo empecé a hacer, es decir, a organizar algunos materiales, mi idea era completamente distinta, y esas ideas quedaron en otras escrituras que andan por ahí, que no son este libro. Eso pasa porque debajo de los libros están las escrituras que guardo en los cajones, que son el sostén de lo que expongo. No publico ni muestro todo lo que hago; es más, diría que muestro sólo un diez por ciento de lo que escribo, pero el otro noventa por ciento igual está, aunque no se vea. Me cuesta mucho exponer porque soy hipersensible, entonces, últimamente, las veces que me animo, suelen ser pruebas que me pongo para poder seguir haciendo lo que me gusta.

Da la sensación de que tu registro se aleja de las autoficciones. Se me ocurre que es decididamente exhibición, fotografía hiperrealista. ¿Qué pensás de esta posibilidad?

Amo lo que decís del hiperrealismo. Me hizo acordar a una muestra que vi de Ron Mueck en Buenos Aires. No podía creer lo que estaba viendo: esas esculturas de humanos pero de mayor tamaño eran como verse en un espejo, entre lo tenebroso y la angustia absoluta. Recuerdo que me puse a llorar, porque no hay nada más siniestro que la realidad en la que vivimos, y no por la pandemia; me refiero a las lógicas de poder, la lucha de clases, no hay nada más extraño que las formas que hemos encontrado como sociedad para vivir, y en esto entran también los lazos familiares, los secretos, la hipocresía, seguir creyendo que el trabajo dignifica, como dije antes. El otro día leía un titular que era algo así como “Creo en el trabajo”. Dios, no puedo estar más en desacuerdo. Esa cultura de la permanencia y del que resiste como un valor, mantenerse oveja y seguir la manada, es la desigualdad pura. No te podés caer. Vivimos en un mundo donde no hay espacio para la fragilidad. Me fui un poco, pero sí, porque creo que el exhibicionismo, que se usa algunas veces como una adjetivación negativa, es una torpeza propia y también una elección. Cuando me hablan de autoficción, lo entiendo, me parece buenísimo, todo eso de los franceses, Sergio Blanco acá en Uruguay, pero siempre sentí que lo que hacen son operaciones sobre la biografía, es decir, un intento de modificar la realidad a partir de la escritura. Pero lo que yo escribo no es únicamente el registro de lo cotidiano, sino que transformo lo cotidiano poetizando la vida y después escribo. La forma de relacionarme con lo familiar es a través de la creación, o entiendo la vida diaria como parte de esa creación, ficcionalizo el día a día y observo cómo se modifican los comportamientos, cuáles son los patrones y las repeticiones. Más que un registro, ensayo, crónica biográfica, o autoficción, podría ser hiperrealismo de ficciones cotidianas.

¿Cómo decidiste manejar la exposición de tu familia a través de lo que narrás en Irse yendo?

Mirá, no quiero tener problemas con las personas, es decir, con los nombres de las personas, o con las personas de quienes hablo. El libro en su origen tenía todos los nombres, pero lo consulté con dos tíos, que me dijeron que lo mejor era cambiarlos. Por ahora creo que tienen razón.

Vuelvo, para cerrar la charla, a la referencia a La casa de enfrente, a las resonancias de El pozo y de La azotea, a la melodía de “La casa de al lado”...

Son todas referencias muy fuertes. Cabrera es, para mí, el mejor poeta que hay en Uruguay. Y a El pozo y La azotea, que son bien bien distintos, los siento muy cercanos.