Corre el aciago año 1943 en la cascoteada Europa cuando las dos hijas gemelas de una acomodada familia de Sofía renuncian a sus privilegios de clase y se suman a la guerrilla partisana búlgara, dispuestas a enfrentar al régimen monárquico y a la Alemania nazi. Tal es el disparador de Kara y Yara en la tormenta de la historia, la tercera novela del escritor búlgaro Alek Popov, luego de su inicial Mission London (sin traducción al español) y de La caja negra, publicada por la editorial Automática y reseñada algunos meses atrás en estas páginas.
Popov es un contumaz fatigador de la sátira, un glosador incansable de las miserias humanas que desnuda no ya las contradicciones del prójimo en sus acciones más nimias sino la errática maquinaria que impulsa a la sociedad como un todo compuesto de fragmentos. Y si en La caja negra los dardos arreciaban sobre la sociedad de consumo y el perverso sistema de vida útil al que debemos someternos al convertirnos en fuerza laboral, en Kara y Yara... el fuego graneado cae sobre el comunismo, tanto como doctrina económica y política, cuanto, y especialmente, en su costado revolucionario armado. Como Popov no es un moralista, la historia que cuenta adopta una mirada clínica que, a medida que los hechos avanzan, adensa la constitución (y la complejidad) de sus personajes, volviéndolos cercanos y queribles.
La acción se sitúa en unos pocos meses del año 1943 y sigue a la unidad encabezada por el legendario comandante Medved, que tras luchar en la URSS reaparece en un submarino en la bahía de Varna para hacerse cargo de una división partisana. Junto a él opera una variopinta legión de combatientes, en la que sobresalen el temible Enterrador del Capitalismo (o Enterrador a secas), el camarada Bótev, que después de leer el Breve curso de historia del Partido Comunista de toda la Unión (bolchevique) desarrolló una enfermiza compulsión por la autocrítica, y Tijón, un antiguo pope que tras ser enclaustrado en el monasterio de Cherepish por pecado dogmático, huyó al monte y se sumó a los revolucionarios, y acabó convertido en el cocinero de la unidad partisana. Justamente, las limitaciones prácticas del antiguo sacerdote ortodoxo en la cocina y los tres ingredientes predominantes del menú, a saber, tocino, alubias y cebollas, llevan a que la división se haga conocida como Campamento Cebolla. A ese lugar perdido en medio de los bosques, entre hondonadas, pasos traicioneros y poblados que tanto pueden albergar a aldeanos afines a la revolución como a colaboracionistas, van a dar las hermanas gemelas Kara y Yara, deseosas de dejar atrás la opulencia burguesa en la que crecieron y se educaron, para formar parte de la lucha armada.
La novela avanza a un ritmo demoledor, con el relato de las acciones de los partisanos en la clandestinidad (escaramuzas varias, luchas internas, emboscadas, incursiones a los pueblos cercanos por abastecimiento, etcétera), mientras que una segunda línea narrativa sigue los pasos del temible capitán Draguíev, conocido como Capitán Noche, la némesis de Medved, que como un sabueso investiga el pasado de las hermanas Kara y Yara en Sofía antes de echarse con su compañía a los bosques para desmantelar el Campamento Cebolla.
De forma similar a como ocurre en La caja negra, un motor importante de la acción (y del despliegue humorístico de lo narrado) se encuentra en los diálogos que Popov ensambla con envidiable soltura y precisión. En las conversaciones que los partisanos mantienen en las frías noches búlgaras, alrededor del fogón, se encuentra lo más destacado de esta novela irreverente y genial. Los temas pueden ir desde la teoría y práctica del comunismo (en aplicaciones precisas, con afán didáctico) a la conveniencia de saber qué pájaro imitar para dar una señal de aviso en la noche (“La tórtola vive en las llanuras. En los huertos, junto a los ríos, en el campo, allí es donde hay que buscarla. Si oyes a una tórtola por encima de mil doscientos metros, seguro que es un partisano. ¡Es como cantar La Internacional!”, ilustra un personaje); del peligro que conlleva el hurto de una prenda íntima femenina para masturbarse compulsivamente con ella en la oscuridad del campamento (desmayos, parálisis, demencia y copiosas diarreas) a la clasificación de las armas a utilizar en el combate (desde químicas hasta teóricas).
Cuando, en un momento de calma en el campamento, los combatientes deciden plasmar su actualidad en un periódico mural revolucionario perpetuado en los árboles, designan a una de las gemelas como dibujante. La exburguesa, que ahora tiene otro nombre, pinta entonces a un gigantesco Alekséi Grigórievich Stajánov, el mítico minero Héroe del Trabajo Socialista, padre del estajanovismo, como un gigantesco Superman que arrastra un martillo neumático, influenciada por sus antiguas lecturas de cómics estadounidenses. La confusión de los inmediatos lectores es superada entonces por la propia justicia de la revolución: “El mayor enemigo de los estajanovistas era el malvado Trotski: un enano verdoso y contrahecho que se introducía por los túneles del metro de Moscú y saboteaba la industria soviética. Después de cada fechoría, de su cabeza salían globos con una carcajada maligna: ‘¡Jo, jo, jo!’. Los estajanovistas lo amenazaban con el puño y, furiosos, en sus globos se podía leer: ‘¡Verás cuando te pille!’. En la última viñeta el martillo neumático aplastaba a Trotski como a un sapo: ‘¡PLAS!’”.
Cuando la política, la local, sin ir más lejos, se convierte en mera lucha de facciones o se deshilvana a través de Twitter, volviendo banales los cometidos más nobles, un novelista como Alek Popov subraya a través de su arte la efímera ridiculez del ser humano, esa de la que nadie puede escaparse cuando se agita, amenazante, la mismísima tormenta de la historia.
Kara y Yara en la tormenta de la historia. De Alek Popov. España, Hoja de Lata, 2020. 334 páginas. Traducción de Viktoria Lefterova y Enrique Maldonado.