Antes de que las redes sociales le permitieran al turista registrar y compartir en tiempo real los diversos desplazamientos durante un viaje mediante una seguidilla de selfies desenfocadas con la Torre Eiffel, las Pirámides o el monumento de turno detrás y con títulos tan pragmáticos e ilustrativos como “Escapada con amiguis”, “De paseo en familia” o “Qué belleza, por Dios”, un momento social especialmente soporífero ocurría cuando, de visita a un conocido que acababa de volver de algún destino lejano, el recién llegado mostraba y glosaba las fotos captadas en el periplo. Así, cada rectángulo coloreado en el que aparecía nuestro narrador se veía acompañado por la descripción de las particularidades del sitio de marras, la forma en la que había llegado la excursión a ese lugar y otras irrelevantes anécdotas de la aventura. Y mucho antes que eso, previo a la época en que la cámara se convirtiera en el común registro de cualquier derrotero, hubo grandes escritores de viajes, hombres y mujeres que visitaron diversas partes del globo y que fijaron por escrito sus impresiones con mayor vuelo y detalle que cualquier álbum fotográfico.

El escritor austríaco nacionalizado británico Stefan Zweig (1881-1942) supo ser, además de un autor muy leído en su época, con una importante variedad de registros (practicó el cuento, la novela, la biografía, la poesía, el ensayo y el teatro, además de redactar su impresionante autobiografía, El mundo de ayer, publicada pocos meses después de su suicidio por envenenamiento en Brasil), un viajero incansable. En una época sin redes sociales y con medios de transporte más lentos, Zweig viajó, observó y escribió sobre diversos destinos: anduvo por América del Sur, por Rusia y por toda Europa, conoció grandes ciudades y pueblos remotos, atravesó desiertos y selvas, se comió sus buenos plantones en estaciones, embarcaderos y aduanas, anotando siempre en su libreta determinados detalles que veía en el paisaje, los tipos humanos con los que interactuaba y las preguntas que la arquitectura, los vehículos o las palabras oídas al pasar le generaban.

El libro Viajes. Una selección compila 16 escritos de Stefan Zweig sobre otros tantos destinos, ordenados cronológicamente en un arco que comienza en 1902 con “Días de temporada en Ostende” y concluye con una suerte de evocación de su Viena natal (“Los jardines en guerra”), escrita en 1940. Lamentablemente, el volumen carece de cualquier tipo de introducción o notas que fijen el origen de los textos, las circunstancias en que aparecieron originalmente y el criterio de inclusión en la selección, por lo que queda atisbar en la propia biografía del escritor para cotejar y seguir de cerca los desplazamientos. Al margen de esa omisión, el volumen resulta un muestrario por demás interesante no sólo de la escritura de Zweig (un autor que goza de excelente salud editorial en español, tal como acreditan las permanentes ediciones de sus obras en el exquisito sello Acantilado), sino de la finísima capacidad de observación evidenciada en cada página, ya presente en sus tempranos escritos de viaje (“Brujas”, por ejemplo, en el que recorre la ciudad belga por la noche junto al fantasma del escritor Hans Memling, fue redactado a los 23 años).

Muchas veces, las impresiones viajeras de Stefan Zweig confrontan la riqueza del paisaje que antaño registraron otros cronistas, con la observación directa en su tiempo presente. Ocurre, por ejemplo, en Aviñón, la llamada “ciudad de los papas”, en la que un joven Zweig afirma que “como en todas las ciudades grandes, también en esta la realidad se esfuerza mucho por desilusionar a las emociones sentidas ante los grandes monumentos históricos. La fortaleza de los papas es hoy un cuartel francés: por las trampillas se ven rostros sonrientes con sus quepis rojos, y unos reticentes oficiales comandan en los patios a hordas de reclutas”. Ese progresivo desencanto, que avanza con el siglo, va de la mano de la consolidación del turismo de masas, fenómeno que Stefan Zweig veía venir y al que le temía como la peste.

En “Ir de viaje o dejarse llevar” (1926) reflexiona así sobre las legiones de turistas que se mueven detrás de un guía, asesinando con sus suelas cualquier posibilidad de aventura o de iluminación personal ante lo desconocido: “Ven los lugares dignos de visitar, claro, pero lo hacen todos igual, en las veinte cargas diarias del ómnibus, todos ven los mismos sitios, todos y cada uno experimentan lo mismo, y además a través de las explicaciones del mismo hombre. Ninguno vive nada en profundidad, pues se acercan a las piezas y mundos en compañía, parloteando y chismorreando, nunca contemplan nada solos, nunca se aproximan a la maravilla en soledad y devoción: lo que se llevan a casa no es más que el orgullo material de haber tenido ante sus ojos tal iglesia o tal imagen, más bien un registro de tipo deportivo que una sensación de crecimiento interior y de enriquecimiento cultural”.

Sitios tan diversos como Sevilla, Amberes, Ypres, Salzburgo y Hyde Park ocupan algunas de las crónicas reunidas en este libro. En ocasiones, la recorrida por una ciudad se decanta por un edificio en particular, como ocurre en las impactantes páginas de “La Catedral de Chartres” (1924), donde el viajero asume que no importa el nombre de los maestros que crearon aquella colosal pieza arquitectónica porque es el tiempo, indefectiblemente, la fuerza que termina dotando de grandeza a la estructura, al margen de la fe y la devoción de los mortales.

De lectura atrapante y envidiable concisión (sólo dos de los textos superan las diez páginas), estos Viajes de Stefan Zweig conforman una doble celebración: la del desplazamiento como búsqueda individual y la de la literatura como una de las más altas prácticas humanas.

Viajes. Una selección. De Stefan Zweig. España, Catedral, 2021, 150 páginas. Traducción de Esther Cruz.