Noé

Era rumbo a Rosario, más de treinta y cinco años hace. El ómnibus de línea llevaba un pasajero con rostro conocido. Era, aquella, una época de imágenes reducidas, y uno debía interrogar a la memoria para descubrir que ese rostro muy blanco, algo ajado, cubierto por una barba cana, pertenecía a Noé Jitrik, quien acababa de retornar a su país. En el congreso organizado por la Universidad, el primero al que asistíamos, se agigantó la palabra de ese hombre menudo y de ojos vivaces.

Vivir y escribir

Jitrik nos había abierto un nuevo mundo con Horacio Quiroga, una obra de experiencia y riesgo, publicado en 1959 –con una cronología de Jorge Lafforgue y Oscar Masotta, otros dos intelectuales clave–, que Arca reeditó en Montevideo en 1967. Sin tanta difusión como la de ese libro y del transitado autor que abordara, Noé tenía una obra vastísima donde se conjugan la poesía, a la que se dedicó desde muy joven, la narrativa, la crítica, el ensayo, y también la actividad como editor de revistas literarias y académicas, pero además las notas sobre la vida cultural o política, como las que hacía sin cesar para Página 12. En cualquier caso, su escritura de sintaxis serpenteante esquiva la compartimentación: los ensayos, aun los más académicos, se disponen narrativamente y acuden a las imágenes; la poesía y la prosa de ficción tienen un tono reflexivo que las acercan, por momentos, a los modos del ensayo y la teoría literaria; en los libros de memorias, que publicó en los últimos años, proustianamente la reflexión se impone sobre la evocación de un episodio, que parece robado al azar para el mejor tránsito del “placer del texto”, al decir de su admirado Roland Barthes.

Noé Jitrik entregó su larga vida a la literatura, y a consecuencia de sus trabajos la literatura argentina dejó de ser la misma. Una vez que debió salir al exilio –en el siempre recordado México– comenzó a intervenir en otros territorios, entre los que la teoría literaria empezó a tallar fuerte. Suyos son los inevitables trabajos sobre José Hernández, Domingo F Sarmiento, Leopoldo Lugones, Roberto Arlt, Leopoldo Marechal, Jorge Luis Borges –al que combatió para encontrar su propio lugar en la vida literaria, y al que más tarde dedicó estudios reposados–, Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, las cartas de Cristóbal Colón, las ficciones de Julieta Campos, la novela histórica, los viajeros, la vanguardia, el acto de leer... En términos cuantitativos, medio centenar de libros propios, varios publicados en los últimos dos años, en los que mostró una rara plasticidad crítica.

Primero, y sin ortodoxias, se acercó a lecturas sociológicas, bajo el magisterio de Jean-Paul Sartre, luego huyó de sus rutinas más empobrecedoras para concentrarse en la fuerza del texto, como solía decir, cerca del posestructuralismo y desde el deslumbramiento por Maurice Blanchot; al fin, heterodoxamente, recuperó los contornos en Panorama histórico de la literatura argentina (Buenos Aires, El Ateneo, 2009) o en la Historia crítica de la literatura argentina (Buenos Aires, Emecé), obra colectiva que dirigió entre 1999 y 2015: cuatro mil páginas y un centenar de colaboradores, más o menos.

Contra el olvido

Noé desafiaba al tiempo. Visto varias décadas después de aquel encuentro mantenía su elegancia algo compadrona, la tenue y prudente voz ajena a cualquier histrionismo. Quien lo frecuentaba podía olvidar que estaba ante un hombre próximo al centenario, por su agilidad mental y física, su disposición al diálogo, su despliegue en la escritura, la intervención pública, la enseñanza y la gestión académicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, que a fines del pasado año lo distinguió con el título de doctor honoris causa (su discurso puede leerse en Brecha, 7/1/2022).

Siempre tuvo unas ganas insaciables de aprender. Por eso, estuvo atento al trabajo de los otros. Durante dos largas jornadas de un seminario que organizamos en su homenaje, en 2010, Noé escuchó y comentó el trabajo de los más curtidos y el de quienes se iniciaban en el oficio, con observaciones siempre oportunas, respetuosas, nada condescendientes. Por su obra, y también por esa conducta, Noé fue el último y genuino maestro latinoamericano en su campo. Quizá su gran lección final la impartió el 12 de agosto, cuando se presentó el libro Redes intelectuales y redes textuales. Formas y prácticas de la sociabilidad letrada, coordinado por Liliana Weinberg (México, UNAM/CIARLC, 2021). En la ocasión, sin redundancia ni tropiezo, expuso sobre el sentido de una revista, su estructura y sus alcances.

Un poema de la compilación Cálculo equivocado (Buenos Aires, FCE, 2009), “Los olvidos”, enumera las pérdidas: las brumosas imágenes de poetas cuyas palabras se le han escapado, la fuga de seres y situaciones –como su propio parto–, “pero de todo lo demás/ no me olvidé/ no me olvidé/ de respirar/ ni de estar aquí”. Noé Jitrik murió muy lejos de su Buenos Aires natal, en Pereira, Colombia. Había viajado hacia esa localidad montañosa a fines de agosto último para dictar un curso. No pudo cumplir con su última gran actuación, que sumaría más de una centena desde sus comienzos en la Universidad de Córdoba, a fines de los años cincuenta, donde conoció a la escritora Tununa Mercado. Un accidente cardiovascular lo derribó. En la madrugada del jueves 6 cesó de respirar, pero Noé sigue aquí.