En un mundo saturado de vehículos, radares y sensores, sistemáticamente contaminado y vorazmente urbanizado, cada vez más parcelado, restringido y explotado, el hecho de caminar, de desplazarse sobre sus propios pies por el simple hecho de hacerlo, sin sujetarse a rutas y horarios, es uno de los últimos gestos revolucionarios que puede emprender el ser humano. Quizás el único. Caminar por el sencillo placer de sentir el suelo bajo las suelas de los championes, no sobre la cinta rutinaria del caminador del gimnasio o del living. Desconectado de cualquier elemento tecnológico que altere los ritmos y establezca interrupciones al movimiento pautado por los pasos (auriculares, mensajes de texto, llamadas, etcétera) y aprehendiendo, al desplazarse, las contingencias que el mundo dispone alrededor, permitiendo así que aromas, sabores, sonidos e imágenes se incorporen a la práctica de forma armónica, no entorpeciéndola, desviándola o, eventualmente, impidiéndola.

La historia de la literatura es pródiga en la existencia de escritores que han sido grandes caminadores. Ahí tenemos, por ejemplo, al poeta Matsuo Bashō (1644-1694), que dedicó gran parte de su vida a recorrer Japón a talón limpio, y para quien viento, lluvia, frío y calor no eran impedimentos, sino alicientes para seguir marchando; o al escritor suizo Robert Walser (1878-1956), que murió en plena travesía por un campo nevado, mientras se dirigía hacia las ruinas de Rosenberg; o, desde luego, al filósofo estadounidense Henry David Thoreau (1817-1862), que caminaba no menos de cuatro horas por día y que en los alrededores de Concord fue investido como inspector de tormentas, lluvia y nieve, dado su contacto permanente con la naturaleza.

Para el sociólogo y antropólogo francés David Le Breton (1953), caminar es tan importante que le ha dedicado no uno ni dos sino tres libros. Caminar la vida. La interminable geografía del caminante, el volumen que acaba de aparecer dentro de la Biblioteca de Ensayo de la editorial Siruela, complementa y sigue los pasos, valga el facilismo, de Elogio del caminar (2000) y Caminar. Elogios de los caminos y de la lentitud (2012). Por las páginas de Caminar la vida aparecen Bashō, Walser y Thoreau, pero también lo hacen el arqueólogo y escritor francés Victor Segalen (1878-1919), muerto durante una caminata por el bosque de Huelgoat, el naturalista escocés John Muir (1838-1914), uno de los mayores caminadores de los que se tiene registro (“Más de ochenta kilómetros recorridos hoy, sin comer ni cenar. Nadie me ha querido acoger en su casa”, escribe en Mi primer verano en la sierra, el libro de 1911 en el que relata la travesía de 1.500 kilómetros a pie entre Indianápolis y los Cayos de la Florida), y el periodista y escritor francés Bernard Ollivier (1938), quien tras jubilarse realizó su primer viaje a pie hasta Santiago de Compostela para emprender luego, también a pie, los 12.000 kilómetros que van desde Estambul hasta Xi'an por la llamada “ruta de la seda”. La importancia de la caminata para Ollivier lo llevó a fundar una asociación destinada a la reinserción de jóvenes con dificultades de sociabilización, a través del senderismo.

El libro de David Le Breton no es un compendio de escritores caminantes ni una simple exaltación de la práctica, sino una profunda reflexión sobre la despersonalización de la vida en las grandes ciudades y la pérdida de los placeres mínimos que nos proporciona el entorno. A pesar de los datos duros que salen al cruce al inicio del libro (“En Francia, durante los años cincuenta del pasado siglo, se caminaba de media siete kilómetros al día. Hoy son apenas trescientos metros”), el tono no es apocalíptico, ni siquiera alarmista. Tampoco cae Le Breton en el rapto místico de la exaltación del contacto con la naturaleza, aunque alerta sobre los daños que ciertas baratijas tecnológicas les han infligido a la capacidad de desplazamiento, el sentido de la orientación y el propio manejo del tiempo, como cuando señala que “recurrir al GPS en detrimento del mapa o de la intuición dificulta la memorización del recorrido; la atención deja de centrarse en el medio, ya que está cautivada por la pantalla. Se impone entonces una representación sin relieve del espacio, y las percepciones del camino se reducen a su condición unitaria con la meta”.

Atravesado de innúmeras historias sobre la práctica del caminar, el libro reconstruye travesías y redescubre lugares (hay, por ejemplo, un largo capítulo dedicado al Camino de Santiago de Compostela, donde al hibridar la historia bíblica del apóstol Santiago con el establecimiento del sitio sagrado de peregrinación y las derivas actuales del negocio turístico, Le Breton brilla como el gran escritor que es), al tiempo que desmenuza el hecho de la caminata en sí para integrarlo a un todo armónico en la propia existencia del individuo. Sobre el final, escribe que “el regreso a casa es un reencantamiento paradójico de los lugares familiares. Así como partir significa el alivio de escapar a las rutinas personales, sociales y profesionales –una fuga de lo previsible–, volver siempre aporta consigo una nueva consideración de las nuevas certidumbres de la vida cotidiana”. El camino no se agota en la propia geografía por la que se desplaza el caminante, sino que sigue desarrollándose bajo sus pies. Y el mundo, como siempre, seguirá siendo tan cercano como profundamente perturbador.

Caminar la vida. La interminable geografía del caminante. De David Le Breton. España, Siruela, 2022, 188 páginas. Traducción de Hugo Castignani.