En 1971, la pequeña localidad de Illiers, cercana a Chartres, sufrió un cambio significativo en su nomenclatura. A partir de entonces, y al conmemorar un siglo del nacimiento de Marcel Proust, pasaría a denominarse Illiers-Combray, en alusión, este último añadido, al escenario campestre y ficticio creado por el autor para ambientar la deliciosa infancia del narrador de su obra cumbre, A la búsqueda del tiempo perdido, inspirada en sus propias estadías veraniegas en Illiers. Una rápida indagación en la web con la indicación “Illiers-Combray” devuelve postales que la imaginación del lector no tarda en asociar con algunos lugares emblemáticos de la Recherche, desde la cúpula de la iglesia de Saint Hilaire que responde al nombre real de Saint-Jacques y que parece estar siempre perforando un poco el cielo, a los camalotes que reposan suavemente sobre el Vivonne (río Loira). Desde luego, la estrategia de marketing turístico parece evidente, y seguramente haya rendido sus jugosos frutos. Pero, de algún modo también, la maniobra resulta elocuente para ilustrar ese poder sublimador de la literatura capaz de convertir un conjunto de construcciones y coordenadas geográficas en alimento del imaginario colectivo y, finalmente, en símbolo.

Hoy, a 100 años exactos de la muerte del demiurgo de Combray, ocurrida un 18 de noviembre de 1922, parece buen momento para volver tras los pasos de aquel muchacho que, de impecable mostacho, mirada evocativa y flor en el ojal, tal como lo revela el sepia de la fotografía, concibió una de las grandes cumbres de la literatura universal: una proeza inclasificable, fascinante y tan sobrecogedora y eterna como esas catedrales que, irisado su interior por la luz caleidoscópica del vitral, tanto supo admirar.

Impresionista y snob

Tras el fin de la Gran Guerra, cuando los alegres twenties imprimían su vértigo de jazz y electricidad, un Proust reconocido tras la publicación de Por el camino de Swann, primero de los siete tomos de la Recherche, temía que ya no hubiera lectores para su obra. En efecto, aquella exquisita cadencia destilada en cada página de su libro, macerada en unos salones de la belle époque que cultivaban el arte de la conversación y miraban de reojo, desde el pedestal de su nobleza rancia, el ascenso social de una burguesía deseosa de dar lustre a sus millones, poco o nada tenían ahora que ver con esta nueva sensibilidad desprejuiciada y arrebatadora. Le había costado publicar su primer libro: nadie parecía tomar en serio aquellas páginas iniciales que, tras uno de los comienzos más célebres de la historia de la literatura (“Hace tiempo que me estoy acostando temprano”), se daban el lujo de dedicar líneas interminables a las idas y venidas de su protagonista para conciliar el sueño. Muy pronto se corrió la voz de que aquella era la obra de un snob, un epíteto que el propio Proust se había ganado con su incansable peregrinaje por las reuniones de la alta sociedad. Ni el lúcido André Gide se dio cuenta, entonces, del valor de aquella pieza inicial de un engranaje mayor, siendo el suyo, así, uno de los arrepentimientos literarios más célebres de la historia.

Pero el libro se publicó, y lo que siguió es ya conocido: el reconocimiento de una obra transgresora cuya innovación narrativa, presente en ese fluir de conciencia que renovaría la narrativa del siglo XX junto con los nombres de James Joyce, Franz Kafka o Virginia Woolf, rompería para siempre la linealidad de la novela realista que había reinado durante la segunda mitad del siglo XIX. Frente a la pretensión de objetividad del realismo y su vocación descriptiva, Proust propone el impresionismo narrativo, la realidad fragmentaria y subjetiva, tal como es percibida por el ojo humano. Aceptar el viaje que supone la lectura de la Recherche es, de algún modo, entrar en un cuadro impresionista, atravesar el paisaje de una tarde de picnic en un Surat o contemplar los nenúfares alilados de un Monet desde la perspectiva de un pequeño puente.

En aquellos albores del siglo XX en que la cámara fotográfica primitiva era ya capaz de captar con fidelidad la realidad, la pintura debía encontrar otros caminos expresivos, y ese cambio de sensibilidad, que también abonaría la experiencia de los primeros quinetoscopios y esa reproductibilidad técnica en el arte que tan bien sabría explorar Walter Benjamin, parece ya manifiesta en la Recherche. Y es por eso, por ejemplo, que los ojos de Gilberta, hija del matrimonio inconveniente entre el exquisito Charles Swann y la cocotte del demi monde Odette de Crécy, pueden ser negros o azules en ese primer encuentro con el narrador en uno de los caminos de Combray. Todo dependerá del recuerdo de Marcel, el efecto de la luz o la distancia que se acorta entre ambos caminantes.

Siete libros que a falta de mejor denominación componen una sola novela (Por el camino de Swann, A la sombra de las muchachas en flor, El mundo de Guermantes, Sodoma y Gomorra, La prisionera, La fugitiva, El tiempo recobrado); tres mil quinientas páginas; más de un millón de palabras (cifras que pueden variar según el idioma de traducción); unos doscientos personajes, y una paleta de temas que involucran la reflexión sobre el arte, el tiempo y el recuerdo (notablemente influido, esto último, por la filosofía de Henri Bergson); más una estructura narrativa sin trama definida, son datos que pueden intimidar al lector deseoso de lanzarse a la aventura. Pero transitar esa espesura, animarse al viaje que supone la inmersión en una novela oceánica, puede ser también una experiencia transformadora, como suele ocurrir con los clásicos. Antes de iniciar el viaje, no obstante, conviene saber que, siendo el narrador un escritor de nombre Marcel, que procura un método para llevar adelante su obra y guarda enormes similitudes con el Marcel de carne y hueso, no es esta una novela autobiográfica. Y una novela que, por lo demás, resulta un libro dentro de un libro: el texto que sostiene en sus manos el lector es, curiosamente, ese que el narrador planea escribir al final de los siete tomos.

Marcel Proust.

Marcel Proust.

Foto: Roger-Viollet, AFP

Al igual que el Marcel narrador, Proust había nacido en un hogar acomodado de la alta burguesía parisina. Fue el primer hijo de un matrimonio compuesto por Adrien Proust, un prestigioso médico epidemiólogo que no tuvo más remedio que resignarse al ocio creativo y desmedido de su hijo mayor, y por Jeanne Weil, una madre cultísima de origen ilustre, acomodado y judío. Asmático a temprana edad, debilucho de nacimiento, Marcel fue mimado por esa madre amorosa que supo cincelar su interés por el arte y la cultura, y que llegó a asistirlo, incluso, en la considerable tarea de traducir a John Ruskin, autor de La Biblia de Amiens, de probable influencia en el pensamiento proustiano. Para entonces, el joven aspirante a escritor ya había publicado Los placeres y los días (1896), una miscelánea de textos que cimentó su fama pertinaz de snob, y se habría embarcado en la escritura de una novela que sólo vio la luz de forma fragmentaria y póstuma: Jean Santeuil, una suerte de borrador de la Recherche, en la que ya despunta ese hecho de singular impacto social que fue el caso Dreyfus. Habiendo sido Proust un defensor de primera hora de la inocencia del capitán Alfred Dreyfus, injustamente acusado de espionaje, no debió haber sido poco su estremecimiento ante la actitud abiertamente antisemita de esa nobleza que, desde entonces, ya no volvería a ver de la misma manera. Fue una inevitable toma de conciencia de esa mitad judía de su herencia familiar y el motivo seguro de su desencantado retiro de los grandes salones.

Dos caminos y una magdalena

La muerte de su madre, en 1905, hundió a Proust en una depresión que decidió transitar en solitario hasta su reclusión voluntaria en su apartamento parisino, donde solía llevar un régimen extravagante de sueño diurno y trabajo nocturno, matizado este con sus cenas en el Ritz. La irrupción de Alfred Agostinelli en 1907, su chofer, secretario y una de las relaciones importantes en la vida de Marcel luego del pianista de origen venezolano Reynaldo Hahn, supuso un bálsamo para salir del duelo. La historia de amor acabó con un accidente fatal en 1914, preludiando el comienzo de esa Gran Guerra en la que Proust quiso y no pudo participar (había hecho el servicio militar con entusiasmo), pero sirvió de sustrato para la historia de amor entre Marcel y Albertina. El amor homosexual, de hecho, destila en la Recherche ya desde el primer volumen, cuando el narrador observa accidentalmente a la hija del viudo compositor Vinteuil junto a otra chica, siendo evidente en la construcción del Barón de Charlus, quintaesencia de la fauna aristocrática que moriría con el fin de siècle.

El amor de pareja, en definitiva, sea cual sea su orientación, es uno de los grandes temas del libro, y uno que ya nada tiene que ver con la construcción romántica de un siglo atrás. De los tres grandes amores que aparecen en la novela, es decir, el de los ya referidos Swann y Odette, y los de Marcel con Gilberta primero y con Albertina después, el de Swann y Odette, cuyo tratamiento mereció uno de los tres apartados del primer volumen, resulta paradigmático para explorar la subjetividad intrínseca a la experiencia amorosa. Cuando Swann conoce a Odette no se entusiasma particularmente, si bien reconoce su belleza. Pero es recién al identificar en su rostro cierta fisonomía que la acerca a la representación de Séfora en un cuadro de Botticelli, cuando cae irremediablemente enamorado. El amor, pues, no es para Proust más que una construcción puramente subjetiva, un concepto rompedor para una época que recién estaba descubriendo, en las teorías freudianas, la poderosa influencia del inconsciente en nuestras afinidades y elecciones.

Por el camino de Swann, primero de los siete tomos, presenta ya la gran metáfora que estructurará la novela, esos dos caminos por los que la familia de Marcel decidía realizar sus paseos en Combray. Uno, el que pasaba por Tansonville, la mansión de Charles Swann, amigo de la familia de origen judío, mercader de arte e integrante insospechado (para la familia del narrador) del gran mundo social parisino. El otro, el de Guermantes, la poderosa familia aristócrata con ascendencia merovingia, idealizada especialmente en esa duquesa que el narrador niño sabe descendiente de la mismísima Genoveva de Bravante, personaje que preludia la llegada del sueño desde la linterna mágica de su dormitorio. Ambos caminos resultan, claramente, irreconciliables, la representación más gráfica posible de esos dos universos que sólo podrán entrelazarse una vez concluida la Gran Guerra, cuando el mundo sea otro muy distinto. Es entonces cuando, ya hacia el final de la novela, ocurre lo impensado, esa síntesis nueva que surge de los matrimonios entre madame Verdurin (la nueva rica en cuyo salón ocurren algunos de los pasajes más humorísticos de la novela) y el viudo duque de Guermantes, y entre Gilberta y Robert de Saint-Loup, sobrino de los Guermantes, es decir, entre el nuevo y el viejo orden social, la burguesía avasallante y los últimos estertores de la vieja aristocracia.

Ninguna nota sobre Proust, por modesta que sea, podría obviar una mínima referencia a Gustave Flaubert en la incidencia de esa fluidez característica de la prosa proustiana, del mismo modo que tampoco podría ignorar ese pasaje epifánico por excelencia que es el de la célebre magdalena mojada en té. Un trozo del famoso bizcocho, tan característico de la pâtisserie francesa, embebido en la infusión que la madre le ofrece al narrador, obra en su contacto con el paladar un efecto revelador que, a la postre, indicará un camino imprevisto para la creación artística. “Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal”, explica el narrador ante la emoción de recuperar de pronto, sin mediación de la voluntad y a partir de ese signo sensible que supone el húmedo bocado, todo su pasado en Combray. “¿De dónde podría venirme aquella alegría tan fuerte?”, se pregunta en medio del éxtasis, para constatar lo infructífero que resulta repetir la operación, porque la memoria involuntaria obra así, fuera de las leyes de la lógica, a merced del más estricto azar.

Ya en El tiempo recobrado, cuando tome nota de otros signos sensibles que despiertan reminiscencias –el tropiezo con una baldosa en la entrada del palacio de Guermantes que le trae a la memoria el baptisterio de San Marcos en sus viajes a Venecia; la servilleta con forma de cola de pavo real que lo remite a las olas del balneario de Balbec–, entenderá que allí reside la clave para la ansiada construcción de esa novela que se ha propuesto largamente escribir, el código definitivo para recuperar el tiempo que ahora, por fin, parece haber recobrado. Y es allí también, en esos destellos de eternidad donde el pasado y el presente conviven sin conflicto, donde el lector ha entendido por fin de qué ha ido el viaje: de que lo extraordinario, trascendente e inmortal de una catedral gótica irisada de vitrales puede ser también una potencialidad muy humana, tan singular y única como una pieza de arte exquisita.