En épocas en que muchas personas, artilugio digital mediante, optan por reemplazar o reforzar una frase o una palabra con un emoticón, en que la alfabetización encuentra cada vez más escollos para que los estudiantes produzcan textos con una coherencia mínima y en que nuestros propios representantes políticos han convertido a la red social Twitter en la tribuna desde la que lanzan a diario sus invectivas pretendidamente inventivas (llevándose puestos, en muchos casos, los principios más elementales de la sintaxis), la aparición del libro Signos de civilización. Cómo la puntuación cambió la historia, del académico noruego Bård Borch Michalsen (1958) es, en principio, atendible.
Docente de Comunicación en la Universidad de Tromsø, en Noruega, Michalsen ha dedicado su vida académica al estudio y la reflexión sobre el lenguaje y la escritura, por lo que este libro se presenta como una decantación de innúmeras vigilias ante la página en blanco, largas encorvaduras sobre antiguos y pesados volúmenes y una progresiva miopía por la sobreexposición a diversas pantallas, en procura del dato exacto o la exégesis puntillosa para aprender y aprehender determinados aspectos de la tesis en marcha. Con un lenguaje preciso y ameno (vertido a nuestro idioma por el traductor Christian Kupchik), en un franco tono de divulgación y con eventuales giros de humor, Michalsen hurga en la historia de la escritura tras la aparición y la consolidación de diversos signos de puntuación, con especial atención al punto, la coma y el punto y coma.
Dividido en tres grandes bloques –‘1494: está hecho’, ‘Signos de civilización’ y ‘Una filosofía para un mundo en movimiento’–, el libro atraviesa varios siglos de historia tras la pista de aquellos hombres que fijaron los signos que hoy empleamos a diario y cuya “naturalidad” asumimos desde que sistematizamos la práctica de la escritura. El nombre inicial que se erige como un mojón en la materia, y que el autor rescata del ostracismo en el que ha caído, es el de Aristófanes de Bizancio (257-180 a. C.), quien a los 60 años se convirtió en el director de la Biblioteca de Alejandría y que fue el responsable de crear el primer sistema de puntuación del mundo. Como tantos otros inventos que el ser humano desarrollaría antes y después de Aristófanes de Bizancio, al erudito griego lo movió un principio de practicidad, aplicado en este caso a la escritura y posterior lectura de los textos, que aparecían dispuestos como un único bloque que debía leerse de corrido: “La idea básica de Aristófanes fue la de dotar al texto de distinctiones, puntos circulares que debían colocarse a diferentes alturas según la importancia y duración de la pausa a marcar. La comma (coma), el colon (dos puntos) y el periode (punto) constituían signos retóricos para pasajes que podían ser cortos, medianos o largos. Los signos que seguimos utilizando, como la coma y los dos puntos (y en algunos idiomas, punto por punto), originalmente no eran signos de puntuación sino indicadores de separación”.
Atado a una progresión cronológica, Michalsen avanza en su abordaje de los signos de puntuación desplegando diversas historias, tales como el proceso de alfabetización al que, ya de grande, se entregó Carlomagno, el llamado “padre de Europa”, de la mano del teólogo y erudito Alcuino de York (735-804), responsable de la aparición de las minúsculas carolingias, destinadas a dinamitar la omnipresencia de las letras mayúsculas, único sistema de escritura practicado hasta el momento; o el proceso mediante el cual el gramático, filósofo e historiador Boncompagno da Signa (1170-1240), que en verdad odiaba la gramática, fijó el uso de la vírgula suspensiva, el signo que sirvió de punto de partida para el establecimiento de la coma, tal cual la conocemos hoy en día, y que se terminó de concretar en Venecia, 300 años más tarde, de la mano del insoslayable humanista e impresor Aldo Manuzio (1449-1515), el padre total del libro como objeto en sí mismo, quien desarrolló un novedoso estilo de cursiva y una fuente de letra que al día de hoy es la más corriente, la Times New Roman, además de inventar, claro que sin saberlo en ese momento, en 1502 y al editar La Divina Comedia en formato miniatura, al mismísimo libro de bolsillo. La égida de Manuzio sobre estos asuntos queda subrayada en un breve párrafo con el que Michalsen realiza una suerte de llamamiento: “No se sabe con exactitud cuál fue el año de nacimiento de Aldo, pero sí que murió en 1515. Ocurrió el 16 de abril de ese año, y desde entonces se recuerda la efeméride como el Día Mundial del Punto y Coma. ¡Hagan una cruz en su calendario!”.
El estudio de los signos de puntuación que emprende Michalsen llega hasta este deslavado presente que habitamos, con la utilización que de ellos hacemos a diario en los mensajes que escribimos a través de los diferentes dispositivos tecnológicos. Redactar un mensaje de texto, señala, no implica que necesariamente vaya a ser entendido por el interlocutor de turno, por lo que el propio dispositivo dota a cada usuario de “un potencial estatus de editor”, así como de la posibilidad de recurrir al auxilio de los signos, con especial atención al uso (y el abuso) de los de exclamación. De lectura atrapante, formativa e hipertextual por su propia disposición informativa, Signos de civilización. Cómo la puntuación cambió la historia es un libro que puede ser leído con el mismo placer por estudiantes, docentes, lectores de a pie y, en el caso de que su permanencia en Twitter les deje algún tiempo para la lectura, por nuestra deslucida clase política.
Signos de civilización. Cómo la puntuación cambió la historia. De Bård Borch Michalsen. Buenos Aires, Godot, 2022, 180 páginas. Traducción de Christian Kupchik.