Alcanza con abrir al azar un libro de Alfredo Fressia –Cuarenta poemas (Ediciones de UNO, 1989; Editorial Lisboa, 2018), Eclipse (Civiles Iletrados, 2003; Alforja Conaculta-Fonca, 2006; Melón Editora, 2013), Poeta en el Edén (La Cabra Ediciones, 2012; Civiles Iletrados, 2012; Editorial Lisboa, 2016), por nombrar apenas tres– para hallar en cualquier poema, en cualquier verso, la particularísima respiración de su escritura medida y al mismo tiempo torrencial, que al avanzar sobre el papel va dinamitando cada dique impuesto por los sentidos, reconvirtiendo imágenes y sensaciones en una construcción única que siempre tiene en el centro, evidenciada o no, la propia materia de la poesía. Ocurre, por ejemplo, en los versos finales de “Baldón”: “¿Cómo mantengo el imperio provisorio/ yo mismo solo en el oprobio y tarde/ o temprano el último poema?”; o en el descomunal arranque de “Poeta en el Edén”: “No, Señor,/ nunca huiré del Paraíso, tengo en mí/ la leche eterna de los padres y los hijos,/ y escribo poemas para la nostalgia”.

Joven profesor de Literatura y de Francés, Alfredo Fressia partió al exilio en 1976, tras ser destituido de su cargo docente por la dictadura cívico-militar. Ese periplo impuesto atraviesa como una llaga lacerante y en expansión toda su obra poética y se cierne sobre la propia cuestión del lenguaje: el español natal, el francés adquirido y el portugués del país que lo acogió y donde vivió la mayor parte de su vida y escribió prácticamente la totalidad de su obra. Así lo cuenta en su libro de memorias Sobre roca resbaladiza (Editorial Lisboa, 2019; Editorial Yaugurú, 2020): “Tuve que ser trilingüe. Mi vida tuvo que circular entre tres idiomas, el castellano ‘uruguayo’ (que incluye mi infancia), el francés y el portugués. Siempre supe que en ese trípode el ángulo central era el español, donde reencontraba mi intimidad, con ese barroco tan español, los sujetos pospuestos, los pronombres pleonásticos, las jotas como clarines”.

Cuando el martes de mañana se conoció la noticia de su fallecimiento, fueron muchas las manifestaciones de congoja, apreciación y recuerdo que circularon por las redes sociales, de parte de otros poetas, editores y amigos en general que, de forma unánime, señalaron la condición generosa de Alfredo Fressia, la continua cercanía que mantenía con los autores más jóvenes y su particularísima ubicación dentro de esa entelequia conocida como poesía uruguaya y, desde luego, en la propia poesía a secas. En ese cúmulo de despedidas no faltó la que le tributara el Ministerio de Educación y Cultura, que agitando la coctelera de los lugares comunes que la burocracia oficial siempre tiene a mano señaló que “su poesía aportó una dosis de frescura y honestidad en la escena local”, reduciendo así el alcance y la complejidad interna de la obra de Fressia a los meros contornos vernáculos, en un juicio tan deslavado como injusto para alguien que no sólo fue publicado en Brasil, México, Argentina, Perú, Francia y Portugal, sino que solía ser invitado a encuentros de poesía en sitios tan remotos como Estambul.

En 2013, a instancias del poeta Luis Pereira Severo, organizador de los Encuentros de Escrituras en Maldonado, armé un cursillo veloz de escritura de décimas espinelas, motivado más por un afán lúdico de practicar la versificación repentista con mis pares que por cualquier impulso serio en la materia. Recuerdo mi sorpresa cuando aquella tarde en la Casa de la Cultura fernandina, entre los asistentes, todos participantes del encuentro de escritores, lápiz y papel en mano se encontraba Alfredo Fressia, dispuesto como el que más a ensayar el octosílabo y la rima consonante.

Nos unió el recuerdo de Juan Introini, fallecido en julio de 2013, un amigo entrañable de Alfredo y de quien yo había sido alumno en Humanidades. El relato de la peripecia vital e intelectual de Introini –sus clases y sus libros, la injusta dispersión de su monumental biblioteca– conformaba en la voz de Alfredo una crónica del exilio, de sus tiempos en París y, también, de su amado Jean-Francis Aymonier, fallecido en 2012. Por el tiempo en que conocí en persona a Alfredo, el poeta arrastraba el luto por sus dos amigos muertos, que seguían viviendo en los vericuetos de su memoria y en cada una de las anécdotas compartidas (“Mis dos Juanes”). Con los años, mantuvimos una amistad epistolar (en su variante virtual de correos electrónicos, chats y sus particulares audios vía Whatsapp, que oscilaban entre los cinco y ocho minutos), además de encontrarnos para almorzar alguna vez en Montevideo, durante sus ocasionales visitas a la ciudad natal.

El odioso lugar común afirma que el poeta que muere en realidad sigue viviendo en sus libros, pero en el caso de Alfredo Fressia, ese hombre gigante, ligeramente encorvado, de inquieto bigote entrecano y contagiosa sonrisa, continuará acompañándonos a quienes lo conocimos a través de las innúmeras formas del recuerdo, una vez desencarnado de la envoltura terrestre, pues, como escribió en sus memorias, “a esta altura la botella con mi mensaje ya está arrojada al mar. Que flote o que se hunda, que llegue a puerto, si puertos hay, o que navegue sin cesar, si puede, por ‘la mar en medio’, ya todo estará fuera de mi alcance. Yo quedo solo en esta roca resbaladiza”.