Hubo una vez un Uruguay en el que imperaba la frase “acá no se puede”. Circulaba entre la gente y, sobre todo, se transmitía desde el sistema político. Esa frase nunca desapareció totalmente; después de todo, no se trata de un cuento de hadas, sino de uruguayos en Uruguay. Pero el clima de 2022 frente al de los años 80 y 90 es otro, porque se ha demostrado que sí se podía hacer mucho y las actitudes políticas evolucionaron desde entonces. De esos cambios da cuenta el libro autobiográfico de Gerardo Grieco, exdirector del Auditorio Nacional del Sodre, del Solís y de la Sala Zitarrosa. Su comienzo se ubica, precisamente, en 1990, y su cierre, en 2010.

Voluntades

“Hay tres cosas que deben suceder y que son la base para que el sistema funcione: la primera es poner a las personas adecuadas al frente de las organizaciones culturales. Es determinante. Deben ser los mejores”, escribe Grieco en uno de los capítulos de Para los que se sueñan, en referencia a la gestión de Julio Bocca al frente del ballet del Sodre. “Lo segundo: generar un marco normativo que permita la fluida gestión de recursos, ya sea económicos, financieros, así como los contratos de artistas y funcionarios… Tercero y último: la vocación de servicio público y la perseverancia del equipo que lleva adelante la misión de un teatro”.

Cuando se habla de gestión cultural en el ámbito público en Uruguay, Grieco es uno de los principales referentes, junto a Luis Mardones (director nacional de Cultura entre 2006 y 2008), Thomas Lowy (quien tuvo el mismo cargo, pero antes) y Gonzalo Carámbula (director de Cultura de la Intendencia de Montevideo entre 1995 y 2005). A esa lista se podrían sumar otros nombres, como el de Mariana Wainstein, actual directora nacional de Cultura, que participó activamente en la creación de los Fondos de Incentivo Cultural. Desde el ámbito privado podrían aparecer más nombres, pero al no contar con la proyección país que permite el Estado, pueden tener menos reconocimiento.

Y bien podría decirse que la gestión resulta mucho más sencilla cuando se tiene el sueldo asegurado y los fondos públicos reducen los riesgos, pero este libro muestra que la realidad es otra. Por eso mismo, Grieco habla de la coincidencia de equipos y voluntades políticas. El caso de Julio Bocca es emblemático. Grieco comenzó a colaborar con él hacia 1995, cuando hicieron las primeras coproducciones de óperas, y la historia continuó una década después, cuando José Mujica lo habilitó para dirigir el ballet del Sodre. La combinación de voluntad política, respaldo institucional y construcción de equipos fue lo que permitió que el proyecto cuajara y fuera exitoso.

Años antes, cuando el auditorio estaba todavía cerrado, había quienes decían que no tenía sentido abrirlo porque con el Solís ya había suficiente para abastecer al limitado público que se interesaba por el ballet y la ópera. Ese público, sin embargo, resultó ser mucho mayor al esperado, y su multiplicación tuvo que ver con la nueva dimensión que tomó el ballet del Sodre, con su prestigio y con la accesibilidad de las entradas.

Grieco cuenta en el libro que Bocca puso algunas condiciones para hacerse cargo del ballet: quería hacer audiciones internacionales para marcar estándares de calidad, necesitaba salas de ensayo y escenarios en buenas condiciones, presupuesto para producir y contratar, y tener libertad artística para decidir.

Ricardo Ehrlich, como ministro de Cultura, lo apoyó. Mujica, como presidente de la República, hizo lo mismo. “Se dio todo rápido porque estaban las personas en el lugar correcto para que sucediera. Y a eso se sumó equipo y trabajo infinito, y así se construye. Claro que si hubiera estado otro presidente al que le hubiera parecido muy caro, el auditorio todavía seguiría cerrado”, afirma Grieco en entrevista con la diaria.

Destinatarios

El título del libro es casi una dedicatoria. Está pensado para los gestores culturales y también para los artistas, que necesitan espacios y gente que los respalde. Y es una dedicatoria porque está contado desde la experiencia personal y no desde lo teórico, cosa que convierte a su relato en algo muy entretenido para cualquier curioso que quiera conocer los entretelones de algunos espectáculos y salas que se destacaron en las últimas décadas.

Lo interesante del enfoque de Grieco es que se centra en anécdotas, que comienzan cuando él era un promotor independiente y quiso armar un espectáculo que reuniría a Fernando Cabrera y Eduardo Darnauchans en el Solís, en 1990. Ese fue el primer acercamiento de Grieco al buque insignia de la cultura uruguaya: el teatro que luego dirigió, cuando se reformó y reabrió sus puertas. Las historias sobre sus dolores de cabeza cuando se enfrentó a la burocracia y a ciertas tradiciones de ética dudosa entre los funcionarios no tienen desperdicio.

El hecho de que se apoye en el anecdotario permite que el libro fluya sobre un hilo narrativo casi sin pausas. Si bien hace referencias a experiencias del autor como exestudiante de ingeniería desde los 80 hasta sus años al frente del auditorio, el eje está en el teatro Solís. Sus viejas formas de gestión y organización son relatadas con mucha sinceridad y, con la distancia del tiempo, se ven como un reflejo humorístico de un Uruguay no tan viejo, pero que ya quedó, felizmente, atrás.

El relato continúa con las historias de Grieco de cuando entró a la División de Cultura de la Intendencia de Montevideo, luego de cuando se hizo cargo de la inauguración y la dirección de la Sala Zitarrosa, y de ahí al teatro Solís. Se trata de años de aprendizaje casi sobre la marcha, pero siempre con capacidad de estudiar las experiencias previas y las formas en que se desarrollan tareas de este tipo en el exterior. La idiosincrasia uruguaya, por lo general, hace que en la comparación con modelos extranjeros se considere que lo que hay a nivel local es de menor nivel. Un punto valioso del libro es que esas comparaciones se hacen de forma inteligente, tomando en cuenta la experiencia de otros países para contar qué correspondía aplicar y qué no.

Educación

“Se trataba de una formación silvestre”, cuenta Grieco en referencia a los recursos de aprendizaje que podía tener un incipiente gestor cultural en los 80 y 90. “Yo leía libros de empresa para robar y aprender cosas. La formación que tuve es esa mezcla que nace de mis actividades durante aquella Semana del Estudiante del 83, de trabajar con el Darno, de ser pegatinero y después dejar la facultad para empezar a trabajar con músicos populares”.

Hoy la gestión cultural es una disciplina de estudio que incluso ha sido absorbida por universidades. Recién a principios de los años 90 empezaron a aparecer carreras que permitían estudiarla en España y otros países. Tiempo después, en Uruguay, la fundación Bank Boston abrió una diplomatura y Thomas Lowy, entonces director nacional de Cultura, habilitó algunas becas para complementar los estudios en España. Uno de los que las utilizaron fue Manuel Esmoris, gestor recordado, entre otras cosas, por haber promovido la historieta desde su lugar en el Instituto Nacional de la Juventud.

Grieco es docente en el Claeh y este libro, según nos dice, nació de las anécdotas que les contaba a sus alumnos. Por eso tiene esta forma y no la de un manual puro y duro. También por eso trata el tema desde un lugar serio y reflexivo, pero sin solemnidad.

Si bien podría parecer que se trata de una carrera exitosa, debido a que Grieco estuvo al frente de tres espacios públicos que marcaron un antes y un después en cuanto reabrieron sus puertas, un aspecto jugoso de su libro está en los problemas que enfrentó. Para los gestores culturales, los productores e incluso los artistas es importante estar preparado para las contingencias, aunque es poco común saber con anticipación cuáles podrían ser. En el caso de Grieco, una de las que recuerda es, por ejemplo, una derivada de medidas sindicales resueltas por la Asociación de Empleados y Obreros Municipales, como un concierto que se demoró una hora y estuvo a punto de ser cancelado porque no había flautista debido a un paro. Sin embargo, es cuidadoso y conoce el medio a la hora de hacer valoraciones sobre estos y otros problemas. “Lo digo con claridad: defiendo la estabilidad, pero no la inamovilidad. Además, no hay un elenco artístico que pueda desarrollarse sin una base de estabilidad. El problema es que con el tiempo la inamovilidad se convierte en otra cosa”, nos dice. “Es obvio que la inamovilidad en la administración central es necesaria, si no los cambios de gobierno y partidos políticos harían que todo fuera imposible. Eso se maneja bien en algunos países desarrollados, como los nórdicos, donde está delimitado qué cargo es inamovible y qué tarea necesita de un contrato acorde a la naturaleza de la función”.

Para los que se sueñan está escrito en primera persona. Sin embargo, la coautoría es de la comunicadora Elena Firpi, quien trabajó junto con Grieco como jefa de Comunicación del Solís hasta 2014. Podría parecer un detalle menor, pero es representativo de lo que él transmite a lo largo de su anecdotario: pueden destacarse las grandes figuras, pero si no se forma un equipo sólido a su alrededor, no hay emprendimiento que funcione del todo bien.