Sobre fútbol se ha escrito mucho, de diversos modos, con distintos resultados, pero en gran parte de las obras hay algo que se ha explotado, en ocasiones con cierto éxito, pero que con el tiempo terminó dando forma a la gran mayoría de los relatos sobre (o relacionados a) el mundo del fútbol. Una especie de romantización, por un lado, como si sólo se pudiera hablar de fútbol amándolo con pasión y, por otro, para matizar esa dulzura, cierta parodización de los personajes y los universos: todos los jugadores que son buenos son bohemios y con vidas venidas a menos, los representantes y dirigentes son medio chantas, los hinchas son locos que hacen lo que sea por el cuadro de sus amores, las cantinas son lugares detenidos en el tiempo casi sin relación con su entorno.
De alguna manera, son los mismos estereotipos que se activan cuando se habla de universos populares, lo cual es un doble estereotipo, porque por un lado se cree que las clases populares son un bloque homogéneo con esas características, y por otro, se comete el inmenso error de creer que el del fútbol es un universo estrictamente de las clases más bajas.
Se diría que casi todo el universo es tan arquetípico que por momentos se aparta demasiado de la realidad, como si los relatos de fútbol hubieran creado una realidad paralela y no pudieran dialogar con el contexto en el que fueron creados. Hay excepciones: algunas cosas de Eduardo Sacheri, Roberto Fontanarrosa, Horacio Convertini o de Osvaldo Soriano, pero aun en esos casos hay una fuerte tendencia a que el fútbol sea poco más que el paraíso utópico que nos saca por un rato de esta existencia sin sentido. Algo que quizás sea así para algunos, pero no para todos.
Los relatos que componen El bar de los pájaros, el último libro de Agustín Lucas, abren una saludable brecha en ese camino de integrar definitivamente el fútbol a su contexto, en una interacción e influencia constante.
En estos relatos el fútbol es algo que genera pasión, fanatismo, amor, pero también es un trabajo, un arte y un fenómeno colectivo. Es un recuerdo que al ser evocado dispara sensaciones felices, pero también melancolía y dolor. Las cantinas son territorio de soledad, son lugares llenos de bohemios nocturnos, pero también de familias, de cantineras, de gurises del barrio. Lo que en definitiva genera este corrimiento, esta decisión de sacar al fútbol para un costado, es que el libro termine siendo un gran discurso sobre la ciudad, sus rincones, sus habitantes y sobre cómo todo esto interactúa. De qué forma esa ciudad y esas personas fueron transitando de un capitalismo a otro, al que quizás no es tan fácil adaptarse. Y en ese andar descentrado, en ese vagar perdido, tambaleante, entre un mundo en constante cambio y otro que cada vez desaparece más, el fútbol es una parte, como el amor, la belleza, el trabajo, la alegría, la tristeza, el sexo, los vínculos, la vida y la muerte.
Para esto Lucas se vale de un narrador que parece flotar por la ciudad, un paseante, un caminante, a la manera de los personajes de las novelas de Jorge Asís pero sin el cinismo de estos, más como un Horacio Ferrer, sobre todo en esa recurrencia de lo poético en los detalles y en la elección de un discurso de los sentimientos y lo sensible. Los relatos pueden leerse como narrativa y, por momentos, también como textos poéticos. Lucas elige saludablemente no dejarse acotar por etiquetas o géneros y usar las herramientas discursivas de las que dispone, de la manera en que lo desea, de la forma en que el relato parece pedirlo. Así es que en el medio de un relato pueden aparecer oraciones que parecen versos, como “¿Será que el aleteo de esos pájaros suena como la ropa colgada? ¿O será que suena como los aplausos frente al jardín de una casa sin timbre?”; o se encuentra un relato como “Los otros bares del bar de los pájaros”, donde la narración se bifurca, se ramifica y se vuelve tan poética como una red, como un mural que se puede ver en simultáneo.
También aparecen otros recursos conviviendo en la narración como si fueran parte del mismo curso de agua, fragmentos que parecen diarios, otros que perfectamente podrían ser un relato epistolar, y a su vez, un permanente diálogo con la obra de otros autores que han escrito sobre fútbol, en un ida y vuelta que deja en claro que las búsquedas del autor van por otro lado, pero que no nacen de un repollo. Que son parte de un recorrido por caminos que otros abrieron.
Por todo esto, El bar de los pájaros es un libro político. Como toda obra de arte, se podría decir, sí, pero en este caso hay una intención de exponer la idea de que todo arte es político y que el fútbol y la literatura no son la excepción. Un retrato de la ciudad, los barrios, la noche, que cuestiona las jerarquías hegemónicas, las zonas rojas, los prejuicios, que expone las tensiones, los conflictos, que inserta al fútbol en el medio de todas esas fuerzas que tensionan y vuelve a la cancha, al vestuario, a la cantina, a la tribuna, verdaderos campos de batalla en los que se juega permanentemente la lucha política entendida como la búsqueda de cuestionar autoridades, hegemonías y poder. Mientras esta batalla cotidiana se da, los personajes se enamoran, escriben, leen, se ríen, lloran, viven, mueren, y en esa convivencia de universos e historias se termina de establecer un relato con la fuerte impronta de un narrador omnipresente, pero en el que los demás personajes, y hasta el contexto, hablan, cuestionan, se contradicen, generando un texto coral que termina de poner al fútbol y a la literatura como lo que realmente son, algo absolutamente inexplicable, pero nunca algo aislado de la historia, el presente y el futuro. En donde también la articulación de lo público y lo privado, de lo íntimo y lo colectivo, y los conflictos que derivan de esta confluencia de sensibilidades, determinan que el relato esté siempre oscilando entre el adentro y el afuera, lo que se ve, lo evidente y lo que muchas veces, entre tanta vorágine, no se suele apreciar.
El bar de los pájaros y otros relatos. De Agustín Lucas. Montevideo, Sujetos Editores, 2021, 107 páginas.