La venta de su antigua casa obliga a Ida, una mujer adulta que ya ha dejado atrás la juventud hace un buen tiempo, a dejar Roma por unos días y volver a su pueblo natal, en la isla de Sicilia. Allí la espera su madre, con quien no tiene una buena relación, pero principalmente lo que la aguarda es todo su pasado, que no sólo abrirá heridas que parecían cerradas sino que desnudará crisis del presente y pánico ante el futuro. Adiós fantasmas, la última novela de Nadia Terranova, se mete en un tópico muy explotado por la narrativa contemporánea, pero logra, a partir de ese punto, expandirse y contraerse para ir hacia varios lados diversos y lejanos, y también a lo más profundo y asfixiante de la existencia humana y la adultez en la época actual.

La vuelta al pueblo natal, las mudanzas, las casas, el retorno al pasado son tópicos utilizados desde la antigüedad y han servido mucho a la causa de la retrospección y el autoanálisis. Como si se tratara de portales que abren la dimensión temporal en toda su amplitud, como si todo el tejido pudiese ser visto en simultáneo, volver a recordar, en esas situaciones de fragilidad y vulnerabilidad, permite que ese acto de memoria sea descarnado y lavado, sin máscaras ni excusas, sin atajos ni trampas al solitario. Ida vuelve al lugar donde en algún momento fue feliz, y descubre que hasta esa mínima felicidad quizás no era más que una construcción que el tiempo fue volviendo real. Pero el retorno a un estado de plenitud y liviandad asociado con la infancia trae a escena todos los fantasmas. En primer lugar, el de la desaparición repentina de su padre. Pero también el de su pozo depresivo previo, que de algún modo forma parte de la desaparición, como si esa ausencia se hubiese empezado a consumar mucho tiempo antes. Y también el de toda la vida que aconteció luego de la desaparición, y cómo a partir de allí (o al menos, a partir de allí es que se hace evidente) todo se empieza a derrumbar, la vida se vuelve una sucesión de desmoronamientos que ni el destierro ni el olvido pueden frenar.

Ese desprendimiento permanente no es violento; ni siquiera pueden identificarse hechos trágicos o hitos que lo expliquen, sino que es progresivo. No parece estar relacionado con acciones concretas, sino más bien con una atmósfera, una luz. Los vínculos, las vidas, las rutinas comienzan a volverse color sepia, a secarse. El pesimismo, el malhumor, la desidia, la resignación absoluta invaden todo, a madre e hija, pero también a la casa, que se empieza a pudrir como otro ser vivo más. Esto se ve también en el estilo de la narración, que es seca, árida, amable pero distante, un poco cortante de más.

Hay un detalle importante: no sucede, como en otras novelas que giran en torno a una desaparición o una ausencia, que la persona que falta, por su carácter de naipe de la base del castillo, desmorone todo con su desaparición. Esto es muy común, y en algunos casos desde una perspectiva marcadamente patriarcal cuando se trata de la ausencia de un hombre que deja a mujeres solas y desamparadas viendo cómo sus vidas se derrumban ante la falta del patriarca. En este caso, a pesar de que el que desaparece es el hombre, en todo momento se percibe que el derrumbe comenzó mucho tiempo antes, que quizás nunca fueron muy felices, y que lo único que hizo la ausencia fue servir como excusa, como chivo expiatorio.

Este es otro detalle destacable de la novela. Poco a poco se va pasando de la concepción tradicional de la ausencia y del dolor por la desaparición –en donde este en realidad es una anomalía que viene a interrumpir el curso natural de vidas que fluían– a exponerlo en su realidad de excusa. El dolor no pone en evidencia nada, ninguna de las causas del estado anterior a la desaparición, sino que sirve a los personajes para justificar todo el derrumbe. Nos desmoronamos como familia porque al hombre de la casa se le ocurrió deprimirse y desaparecer, parecen decir madre e hija por el resto de sus días, encadenadas al dolor, dando vueltas en torno a la herida por más que el tiempo haya abierto otros caminos para alejarse de ahí sin necesidad de olvidarlo. Este orbitar en torno al dolor está condimentado por la culpa, que es una forma de responsabilizarse pero sin responsabilizarse del todo, como si echarse la culpa por lo que pasó fuese una forma de curar, cuando en realidad es sólo una forma de martirizarse, de perpetuar la herida.

Aun así, el retorno le permite a Ida cumplir con rituales y duelos pendientes, pensar su presente, el vínculo con su pareja, con quien quizás repita los mismos patrones de sus padres, enfrentar viejos vínculos que pasan de estar idealizados a ser violentamente tangibles, y, al mirar hacia atrás, ver que por más escasos que sean, en su vida hubo cambios y transformaciones, y si algo se transformó es porque, aunque parezca muerto, está vivo. Adiós fantasmas termina siendo una novela optimista, porque esa constatación, ese hallazgo de vida en existencias tan fosilizadas, hace que Ida admita, por fin, que no hay forma de cambiar el pasado, y que la única forma de evitar la muerte de esos brotes nuevos que surgen sin que nadie los busque es soltar el pasado y admitir que lo que pasó no se puede cambiar. Soltar a su padre, dejarlo ir por más que no haya habido ni un cuerpo para enterrar, soltar su casa, soltar su infancia, soltar la relación con su madre, soltar su adolescencia, a sus amigas, no para abandonar todo, para guardarlo en un baúl y tirarlo al fondo del mar, sino para saber que eso que se suelta siempre va a estar ahí, que es parte de su vida, pero que si no lo suelta va a terminar por transformarse, al igual que el dolor, en una piedra, en un árbol seco, de pie, pero muerto.

Adiós fantasmas. De Nadia Terranova. Libros del Asteroide, 2021, 232 páginas. Traducción: Celia Filipetto.