En la ficción el tiempo siempre es más maleable que en la vida real. El demiurgo que mueve los hilos de los personajes, monta los decorados y dirige cada escena también dispone de la potestad de manejar a su antojo el cauce del devenir, ciñéndose o no a los parámetros de ese flujo constante que nos envuelve desde antes de nacer y que, imperturbable, sigue girando a nuestro alrededor cuando desaparecemos, en un ciclo que va desde la concepción de la célula a la desintegración de la osamenta. Dentro de la atmósfera controlada de una obra de ficción, una novela, pongamos por caso, el creador ensambla el tiempo en función de la trama general y de los desplazamientos internos de los personajes, cebándose en ocasiones con los propios parámetros del azar (un personaje entra a una habitación en el preciso momento en que alguien termina su discurso mencionando equis cualidad negativa del recién llegado; otro irrumpe corriendo al aeropuerto antes de que el viajero suba al avión; el testigo de un crimen muere en el momento preciso en que va a revelar el nombre del asesino, etcétera). Como lectores asumimos desde el arranque ese manejo caprichoso del tiempo y bajamos la guardia ante las sorpresas que nos ha preparado el constructor de la historia, aunque dos por tres el lápiz se vea impulsado a subrayar un pasaje en el que la omnipotencia del escritor se ha convertido en lisa y llana inconsistencia.
Lo anterior viene a cuento de la lectura de la novela Una herencia y su historia, uno de los libros más conocidos de la escritora inglesa Ivy Compton-Burnett (1884-1969), que la editorial Anagrama publicó en 1984 y que ahora ha vuelto a poner en circulación en su serie Compactos. Como en otras novelas de esta prolífica autora, de sostenida presencia en la escena editorial en español –Los últimos y los primeros (Planeta, 1973), Un dios y sus dones (J Batlló, 1974), Padres e hijos (Anagrama, 1985), Criados y doncellas (Lumen, 2008), Una casa y su dueño (Lumen, 2009), Una familia y una fortuna (La Bestia Equilátera, 2010) y un largo etcétera–, la historia está enteramente construida en base a diálogos, en un particularísimo despliegue mediante el cual la voz narradora queda relegada a la función de un mero acotador y la acción se desarrolla a través de las diversas conversaciones entre los personajes.
Tamaña decisión formal, estilística y argumental problematiza sobre el papel los apuntes sobre el tiempo de la ficción enunciados más arriba, ya que el transcurso de la acción se enuncia en tiempo real en la voz de los propios personajes, a través de diversas fórmulas que ofician como cambios de escena en una obra teatral o fundidos en negro en una película (“Ahí viene fulano de tal...”, “Ahora que mengano se acaba de ir...”). El mecanismo no sólo le exige al lector la ubicación espacial en el cuadro que arma cada escena, potenciando la característica de meros fisgones que asumimos siempre al avanzar en una trama, sino que le impone una suspensión absoluta de la incredulidad, pues página tras página los personajes entran o salen de la habitación (Una herencia y su historia transcurre prácticamente toda entre cuatro paredes) en el momento preciso que lo requiere una determinada vuelta del argumento.
Una herencia... se ambienta en las diversas estancias de la vieja mansión de una familia inglesa en decadencia, a partir de cierta disposición testamentaria que altera la vida de un puñado de personajes (los hermanos Simon y Walter, su madre Julia, el tío sir Edwin, las hermanas vecinas Fanny y Rhoda). Una de las virtudes del sistema conversacional dispuesto por Ivy Compton-Burnett para desarrollar sus historias tiene que ver con la economía descriptiva para presentar a un personaje, que siempre es referido por la voz de otro personaje, siendo el ejemplo más notorio el del mayordomo Deakin, testigo privilegiado de los diversos tejemanejes intrafamiliares y que asiste, impávido, al proceso de corrupción moral, pautado por ocultamientos, engaños y agachadas varias, de algunos de los miembros del clan.
En el prólogo de la novela, la escritora francesa Nathalie Sarraute señala que “las conversaciones petulantes de los personajes de Compton-Burnett, a la vez rígidas y sinuosas, no recuerdan a ninguna conversación anterior. Empero, aunque nos parezcan extrañas, nunca producen la impresión de algo falso o gratuito”. La aseveración, expresada originalmente en el ensayo “Conversación y subconversación”, que integra el canónico libro de Sarraute La era de la sospecha (1956), no deja de ser válida desde el punto de vista enteramente formal, pues evidencia la férrea determinación de la novelista inglesa de elevar construcciones catedralicias con el único material de la conversación. El problema, que en su ensayo Sarraute deja entrever apenas, es la falta de humanidad que terminan adoptando los personajes que Compton-Burnett despliega en sus tramas. No hay empatía posible, ni identificación y, en un punto, ni siquiera interés por seguir las idas y vueltas de estos aristócratas decadentes que peroran, secretean y se mandan figurativas puñaladas traperas antes de ser llamados a almorzar o durante la hora del té. La falsedad del entramado es demasiado falsa, valga el subrayado, y las hilachas no dejan de llamar continuamente la atención sobre la fragilidad de las costuras. Al final del día, y del libro, tanta conversación acumulada le deja paso, inclaudicable, al aburrimiento.
Una herencia y su historia. De Ivy Compton-Burnett. España, Anagrama, 2021, 270 páginas. Traducción de Carlos Ribalta.