El colombiano Juan Cárdenas (Popayán, 1978) es, desde hace unos años, una voz ineludible para entender la nueva literatura latinoamericana. Con una obra diversa que va desde el horror hasta lo weird, de lo global a lo local, en su última novela, Elástico de sombra, se mete en el universo de la esgrima de machete, un arte marcial afro de la región del Valle del Cauca. Sobre la dificultad de escribir sobre expresiones de otras comunidades y otras cuestiones relacionadas con la literatura latinoamericana, el escritor, que fue uno de los seleccionados por el Bogotá 39 como uno de los más interesantes autores latinoamericanos menores de 40 años, dialogó con la diaria.
¿Cómo trabajaste con la comunidad la cuestión de la voz del otro en relación con el paternalismo o la exotización?
Durante los cuatro primeros años de mi trabajo los resultados del trabajo de investigación tuvieron un empaque más bien académico. El maestro Miguel Lourido produjo también un glosario de términos de la esgrima que yo complementé con un texto de análisis histórico. Con Miguel y don Sando [uno de los viejos esgrimeros] mi relación se convirtió muy pronto en una colaboración mutua entre investigadores. En fin, yo estaba muy contento con mi trabajo de simple recopilador y analista deportivo de la esgrima, pero los macheteros no. Para ellos no era suficiente, y decían que ese tipo de trabajo académico es importante, pero de alcance muy limitado. Hablamos de hacer una película y finalmente acordamos que yo escribiría una novela con todo lo que habíamos conversado en esos años. Queríamos que la esgrima fuera conocida en todas partes, y yo sencillamente utilicé las migajas de capital cultural asociadas a mi nombre para hacer eso posible, asumiendo todos los riesgos y las contradicciones para las que no hay ninguna solución consoladora. De hecho, barajamos todas las opciones: que yo no firmara el libro, que lo firmáramos los tres, que apareciera bajo un pseudónimo. Pero todo eso habría reducido el libro a una curiosidad bibliográfica, a un proyecto menor en el peor sentido, así que decidí poner allí mi nombre. Asumí conscientemente el riesgo.
¿Cuál fue la respuesta de los macheteros ante el resultado final?
Están muy contentos, sienten que el libro les hace justicia a la tradición y a sus luchas, y varios maestros, promotores de lectura y agentes culturales lo utilizan en la región como una herramienta pedagógica, de modo que ese libro ya quedó allí integrado como una pieza más del rompecabezas, como un elemento más de la tradición. Me atrevo a imaginar que con el paso de las décadas ya no importará quién firmó el libro o de qué color era mi piel. La tradición se comió la novela y acabará por diluirme a mí como un eslabón más del proceso de transmisión de ese conocimiento.
¿Cómo te paraste en el debate en torno a la apropiación cultural?
Uno de los objetivos, no sólo del libro sino de toda mi investigación sobre temas afrocolombianos, es comprender la obliteración y el despojo al que han sido sometidos los negros en América Latina. Un ejemplo que me gusta citar es el del bambuco, que desde finales del siglo XIX y principios del XX se consolidó como el ritmo nacional colombiano por excelencia, mucho antes de la cumbia. En pocas décadas el bambuco pasó de tocarse exclusivamente en las senzalas de negros, en bodas o funerales, a considerarse música de salón para señoritos blanqueados o campesinos mestizos. Casi nadie en Colombia sabe que el bambuco es negrísimo, africano, desde su patrón rítmico hasta sus armonías, que utilizan modulaciones, cadencias y disminuidos para pasar de tonos mayores a menores y viceversa. Pero no se trata de que los blancos dejen de tocar bambuco. O de impedir que un judío argentino baile un tango sólo porque eso sería, técnicamente, apropiación cultural de un ritmo africano. Se trata más bien de hacerle justicia a esa raíz negra para comprender mejor esos sonidos, para que el ritmo y el secreto de esa música resuenen dentro de nosotros con toda su profundidad y su compleja carga histórica.
Pero más allá de las intenciones del autor, la problemática también existe en función de la recepción.
Normalmente cuando se abordan estas cuestiones se opta por un enfoque ético; el artista se ve obligado a responder por qué su práctica sí se ajusta a las buenas normas de la propiedad. Pero quienes hablan alegremente de apropiación cultural no se dan cuenta de que están atrapados en la metáfora del mercado: no hay cultura, es decir, bienes comunes, sino propiedades y productos, hay competencia de vendedores segregados unos de otros por sus intereses individuales. A mí ese enfoque ético y mercantil, típicamente liberal, no me interesa porque provoca de inmediato una avalancha de santurronería progre y a menudo sucede que el artista acaba de rodillas pidiendo disculpas por sus pecados ante un jurado predominantemente blanco. Me interesa el enfoque formal, que es el más sencillo y el más difícil a la vez; estuve seis años escuchando las historias de los macheteros. Atento, con la oreja parada a las inflexiones del sonido, a los ritmos, a las duraciones. Fui fiel, no a las esencias, o a algún tipo de contrato social entre razas, fui fiel al sonido. Al ritmo. Al movimiento.
¿Cómo contar discursos de negritud no sólo siendo un hombre blanco, sino utilizando un dispositivo históricamente blanco y hegemónico como lo es la literatura?
Si considerás la historia de la literatura, te vas a dar cuenta de que ese blanqueamiento del canon es una cosa relativamente reciente, que no tiene más de tres siglos. Las tradiciones literarias del mundo llevan contaminándose unas a otras desde hace milenios y estos casi 300 años no son nada. Y la supuesta hegemonía blanca tampoco ha sido nunca tan clara. La influencia de la literatura india o china en el Mediterráneo ha sido permanente, la narración moderna no podría entenderse sin Las mil y una noches, el romancero español está lleno de cuentos provenientes de las tradiciones semíticas. Me parece importante dejar de pensar que la literatura o las matemáticas y las ciencias, que son obra de la humanidad en su conjunto, son propiedad exclusiva de los blancos. Somos una sola especie animal y todo lo que hacemos en un segmento se contagia a los demás.
Una parte del boom latinoamericano se centró en discursos de negritud, ¿cómo te relacionaste con esa tradición, qué caminos retomaste y qué otros negaste?
Prefiero leer directamente a los autores negros que fueron contemporáneos del boom, como Manuel Zapata Olivella o Arnoldo Palacios. O a algunos autores haitianos de la época, como Frankétienne o mi favorita de todos, Marie Vieux-Chauvet, que debería figurar en los programas de estudios literarios latinoamericanos. Una genia de alto voltaje. Por raro que parezca, el boom nombra una porción insignificante de la tradición global de lo negro.
¿A qué te referís con la idea de “lo urgente de la aniquilación del hombre blanco”?
Bueno, en parte es un chiste que ha generado otros tantos malentendidos. Un señor español en redes sociales me acusó de hacer apología del genocidio, pero por supuesto yo me refiero al carácter ficcional de la noción de lo blanco, que no nombra realmente nada preciso. No creo que nadie sea blanco. Los blancos no existen y los negros tampoco. Ambos fueron creados como parte de un proceso histórico de producción, dominación y saqueo, y para ello hubo que recurrir a una gran cantidad de aparatos culturales y discursos provenientes de la ciencia o el arte. Fue una ficción muy efectiva y acabamos creyendo en ella, con efectos devastadores para la humanidad entera y para el planeta. Creo que la cuestión racial se está combatiendo por el lado equivocado: tenemos que restituir el ritmo negro al centro del debate filosófico y cultural, pero tan importante como eso es destruir la ficción de lo blanco, que es algo que se da por sentado, como si fuera una esencia autoevidente. El truco ideológico consiste en que todos se dedican a ensalzar las identidades otras, pero la consecuencia no dicha de esa celebración es que nadie ataca la raíz del problema, que es la identidad que se cree central, incuestionable, hegemónica. Nos distraemos celebrando lo otro pero nos olvidamos de desmontar el eje, el pivote que marca la polaridad. Hay que acabar con el hombre blanco, que es un espantajo metafísico.
Hay una exotización de la hegemonía literaria de los centros de poder en torno a América Latina que celebra de forma bastante superficial lo negro, lo indígena, lo pobre, como si a veces lo único que se les permitiera a los latinoamericanos fuera escribir de eso. ¿Estás de acuerdo? ¿Cómo incide eso durante el proceso de escritura?
Vos fijate que esa celebración de la identidad casi nunca desemboca en nada. Se celebra al indio por indio, al negro por negro, pero esa demagogia forma parte de la estrategia de segregación del hombre blanco, cuyo objetivo es que el indio sólo hable de lo formidable que es ser indio, pero que nunca pueda imaginar o especular sobre teorías científicas o estéticas. Quieren indios decorativos, negros con maracas, quieren chamanes emplumados que te tiran dos píldoras de sabiduría de supermercado, precisamente porque tienen miedo de que los indios y los negros piensen el universo. En mi libro hay un énfasis muy fuerte en ese aspecto filosófico de los relatos de los macheteros. Don Sando y Miguel son dos intelectuales, dos iniciados, en medio de un viaje de iluminación. Y la esgrima de machete es, como todo arte marcial, una forma de pensar sobre las relaciones entre el alma, el cuerpo y el mundo a través del movimiento, a través de una dialéctica de la fuerza.
Muchos de los escritores y escritoras de tu generación son nómades o viven lejos de sus lugares de origen. ¿Cómo pensás que eso trastoca la noción de literaturas nacionales o de escritor latinoamericano?
Creo que no es tanto el nomadismo sino el mercado lo que inclina la balanza en un sentido u otro. Al final existe algo así como una división geopolítica de los temas y las estéticas. Como latinoamericano se espera que escribas sobre violencia, una noción que detesto; si eres mexicano o salvadoreña deberás hablar sobre cuánto sufren las mujeres de tu país y lo malvado y corrupto que es el Estado, controlado por unos machos de caricatura. La violencia como horizonte último del sinsentido de nuestras naciones, la violencia como destino natural de los seres bárbaros, siempre al borde de una animalidad de sainete. Ahora mismo tengo la impresión de que el tipo de libro latinoamericano que seduce a los públicos internacionales es el que logra una hábil combinación de violencia tercermundista, clichés feministas y catástrofe ecológica, con las debidas gotas de fantasía y referencias pop. Las aventuras conceptuales están casi que prohibidas, y cuando el libro en cuestión es celebrado por su audacia formal, lo que se aplaude en realidad son los moldes de un modernismo ya domesticado. El mercado y la academia neoliberal: esos son los dos extremos de la pinza con que se está modelando a la fuerza la identidad del escritor latinoamericano. Siempre al servicio de los temas y de las agendas, con un desdén absoluto por los procedimientos, con una alarmante desconexión respecto de las intimidades políticas de la forma. Y con esto no le estoy afeando el éxito a nadie. Todos somos relativamente “exitosos” en ese sentido, nos traducen, nos invitan a ferias, colaboramos con revistas de Estados Unidos o Europa, salimos en el periódico, aunque en algunos casos, como el mío, todo eso sea para públicos muy chicos. Ese éxito relativo debería provocar al menos una reflexión colectiva sobre lo que estamos haciendo y por qué. Para quién.