Hay algo en la poesía escrita que inevitablemente se pierde en el pasaje a otro formato: desde la lectura en voz alta que realiza el propio poeta ante un auditorio (en un evento sujeto a factores tan variados como la acústica de la sala, la atención del público y la pronunciación del vate) a la transcripción de los versos en un sistema de escritura diferente al de la página en que la pieza fue originalmente impresa (como puede ser, por ejemplo, la cita de un poema en una nota como esta, en la que la particularidad de las líneas en la disposición total de la secuencia se diluye al incrustarse en la forma del párrafo de un periódico, tal como se apreciará más adelante). No pretende ser esto, desde luego, una cruzada para limitar la lectura de poesía al soporte impreso, pero sí una constatación –nada novedosa pero siempre vigente– de que de todos los textos que conforman la vastedad de la literatura, el poema será siempre el que interpela con mayor fuerza y al mismo tiempo se complementa con el ojo lector. Estas consideraciones vienen a cuento de Lamer la luz de un jardín, el flamante libro del poeta, dramaturgo e investigador Andrés Echevarría (Melo, 1964), un manojo de poemas de variada extensión, disposición y sustancia que conforman un todo armónico, elemento no siempre logrado en los volúmenes de poesía, en los que la mera suma no adiciona, sino que fatiga y resta.

Dos elementos dispuestos en el título del libro –la deliciosa sinestesia presentada de forma impersonal y la figura del jardín– son, de una u otra forma, movimientos recurrentes en las 87 piezas que lo conforman, numeradas en romanos y en muy pocos casos bajadas por un título. La percepción gustativa no se refiere siempre a la luminosidad precisa de un espacio controlado, sino que adopta variantes que, en la suma, conforman una suerte de leitmotiv, como en los versos “aquel jarrón / lamió la luz de marzo / y la pileta / contó el goteo eterno / de un insomnio de abril” (LXXXVII), o en “lamer la luz / con la fruición de un hambre / desobediente / hasta que acabe todo / en un fundirnos juntos” (XXX), o en estos otros: “hacerse intemporal / y no ser prótesis de nada / para que diga la brisa / cualquier tarde del año / y no sentir el cuchillo / filoso de las causas / ni el resplandor de las cosas / sino la luz a lamer / con el sensual regocijo / de ascetas a la intemperie” (LXXV).

El efecto de unidad del que hablé antes se concreta en Lamer la luz de un jardín más allá de las estructuras diversas que adoptan los poemas: brevísimas piezas de cinco versos, presentadas como iluminaciones puntuales, decantaciones de la observación (como en “el mar nos pone / a orillas de un misterio / que se resuelve / haciéndonos marinos / de un barco imaginario”, del poema XXXIX), interactúan con una serie de sonetos dispersos, como los “remilgos de Herrera y Reissig” del poema IX (que dice en su primer cuarteto: “se entraman como ramas los arados / y el río ríe el raro repentino / rebelde ruido en donde el raudo trino / del revoltoso pájaro ha parado”) o el que describe las lúbricas contorsiones de un abrazo postcoital (LXX), o el que refiere el momento que precede la muerte de un pez enganchado en el anzuelo (LXXIX).

Pero hay también un conjunto de poemas estrechamente atados a puntos geográficos precisos, dispuestos como mojones o puntos de marcación en el mapa de desplazamientos que termina conformando todo el libro, tales como “Ronda” (XXII), que refiere a la región andaluza, patria del poeta Francisco Giner de los Ríos (1839-1915), “Durango” (XXIII), la localidad de Vizcaya bombardeada el 31 de marzo de 1937 por la aviación de Benito Mussolini en respaldo de Francisco Franco, o “Córdoba” (LIX), la ciudad andaluza en la que el poeta encuentra “una mezquita / que observa a algunos metros / petrificada / encarcelando un bosque / desde hace siete siglos”. Esa aprehensión del elemento geográfico para volverlo poesía –que, por ejemplo, incluye en “Ulises” (LXXXVI) hasta la datación precisa de la escritura, unos tres meses atrás en un bar de Madrid)– no es en Echevarría la grajea del turista extasiado ante la contemplación del entorno, sino la reafirmación de un sentido de pertenencia que desplaza territorios y fronteras, tal como lo afirman los versos finales del mencionado poema: “aquí en Madrid / ha empezado a llover / y en cada calle / se ha mojado una ausencia / donde vuelvo a existir”.

Finalmente, el elemento natural de Lamer la luz de un jardín (en ocasiones en primer plano y otras en sordina) conforma el sustento primordial de la poesía, un encadenamiento de imágenes y sensaciones que encuentra en el espacio del jardín –un sitio siempre pródigo en hallazgos, pese a su sostenida recurrencia por infinidad de artistas a lo largo de los siglos– a su auténtico centro. No es para nada menor que el poema en que el jardín se vuelve materia, espacio y palabra central (VI), a través de una proliferación de identidades y propiedades cambiantes, desterrada toda puntuación como la más vulgar gramínea (“el jardín de la hormiga bajo el sol el jardín de las baldosas sin huellas el jardín del caracol el jardín de la marca de la babosa el jardín de aquella nube...”), se cierre con la asombrosa figura del “jardín donde un escarabajo inventó el universo”. Ese carácter minúsculo (pero no insignificante) de un demiurgo que edifica todo un sistema de identidades y pertenencias puede ejemplificarse en la vastedad de un libro como este.

Lamer la luz de un jardín. De Andrés Echevarría. Uruguay, Versolari, 2022, 128 páginas.