Metódico, prolífico y desbordante son tres adjetivos que pueden aplicarse al escritor belga Georges Simenon (1903-1989), pero hay más, muchos más. La permanente reedición de sus libros en diversos idiomas, el arraigo de su personaje más célebre en la cultura popular y los diferentes registros que alcanzó con su escritura lo han convertido en un particularísimo fenómeno no sólo de la literatura en lengua francesa, sino de la literatura a secas. La engañosa capa de simplicidad en el manejo del idioma, abonada por boutades que él mismo profirió, como la de que no utilizaba más de dos mil palabras al escribir, tensan los abordajes críticos y problematizan la propia inclusión de su vastísima obra en las rígidas estructuras de las literaturas de género y las literaturas nacionales. Más allá de estilos y de preferencias, de la aceptación popular y la valoración crítica, de la complejidad o chatura de las tramas y el manejo propio del idioma, nadie puede negar que Simenon fue, entre otras cosas, un novelista poliédrico, que durante varias décadas de escritura le dio forma a una obra conformada por diversas facetas: desde el policial de corte sociológico de El perro canelo (1931), uno de los primeros títulos del ciclo del comisario Maigret, a la autobiografía disfrazada de novela de Pedigrí (1948); desde la puntillosa construcción y destrucción de un triángulo amoroso en La habitación azul (1963) al tono confesional y cercano de Carta a mi madre (1974).
Los tres primeros volúmenes de la flamante colección dedicada a Georges Simenon, lanzada al mercado de forma conjunta por las editoriales españolas Anagrama y Acantilado, materializan lo expresado anteriormente al poner en circulación tres títulos muy diferentes entre sí –por ambientaciones, tonos y estructuras–, en un muestrario preciso de la obra de este polifacético escritor.
Aire de western
El fondo de la botella, la novela que inaugura la colección, se publicó originalmente en 1948, el mismo año en que aparecieron Maigret con la muerte en los talones, Las vacaciones de Maigret, La nieve estaba sucia, Los fantasmas del sombrerero, El testigo de Maletras, La yegua perdida, La primera investigación de Maigret y la ya mencionada Pedigrí. Ambientada en la región de Tumacacori, en la frontera de Estados Unidos con México, la trama sigue a Patrick Martin Ashbridge, un abogado que vegeta con los ricachones del lugar, entre juegos de cartas y altos faroles de whisky, usufructuando junto con su esposa la herencia que esta recibiera. Todo cambia cuando una noche de lluvia se presenta en los fondos de la casa su hermano menor, prófugo de la Justicia, que pretende escapar hacia México cruzando el río Bravo.
Más allá de los giros de la historia, que son variados y sorprendentes, abriéndose en revelaciones y no pocos golpes de tensión, así como el logrado aire de western que campea por cada página, conviene anotar acá dos aspectos que subrayan la maestría de Simenon en la arquitectura argumental. Uno tiene que ver con el manejo del paisaje y el clima, elementos que condicionan no pocas determinaciones de los personajes, a veces como limitaciones para la acción y otras como propulsores de esta. Gran parte de la novela se desarrolla bajo el dominio del agua, ya sea como una lluvia que cae inclemente y se avizora desde las primeras páginas, en un presente tan cercano como inquietante (“Falta poco para las doce. Desde que anocheció, se ven relámpagos y se oye un sordo retumbar de truenos por el lado de México”), como en los episodios que transcurren a las orillas del río Bravo, ese largo cauce que atraviesa varios estados hasta desembocar en el Golfo de México (“En pleno centro de la corriente, el caballo vaciló, como si quisiera volverse atrás. Y era porque buscaba su camino, y con los cascos, tanteaba el fondo”). Ese dominio del paisaje y el clima sobre las determinaciones de los personajes fue magistralmente presentado por Simenon en su temprana novela Pietr, el Letón (1929), la primera del ciclo del comisario Maigret, en la que el frío no le da ni un minuto de respiro al protagonista, que dos por tres corre a refugiarse junto a una estufa.
El otro elemento a señalar en esta “novela norteamericana” de Simenon es la elaboración sutil, en capas, de una peligrosa histeria colectiva, en concreto, la que se produce cuando los miembros prestigiosos de una apacible comunidad se enteran de la presencia de un criminal en la zona. En ese sentido, El fondo de la botella establece ciertos puntos de contacto con una pieza mayor del género, que aparecería unos pocos años después, a saber, La serenata del estrangulador (1951), de William Irish.
Cuarto cerrado
Maigret duda, el segundo título de la colección, corresponde a una novela de doble madurez: la del autor, que entonces tenía 65 años, y la del propio comisario, que ya gozaba de un altísimo prestigio entre sus colegas y subalternos y también, aunque esto él no lo sabía, entre su amplia masa de lectores. Publicada en 1968, el mismo año en que vieron la luz Maigret en Vichy, El amigo de infancia de Maigret y La prisión, la novela explota, a la manera de Simenon, el esquema del enigma del “cuarto cerrado”, a saber, la investigación de un crimen en un espacio interior (una oficina en este caso), con una lista limitada de sospechosos. Al apuntar antes lo de “a la manera de Simenon”, me refiero a que no encontraremos acá la estructura más convencional de este tipo de relatos –acumulación de pistas, establecimiento de coartadas, aplicación del método deductivo y la exposición final que determina la resolución–, sino que nos mediremos ante los parámetros del modus operandi de Maigret: largas conversaciones con los integrantes de su brigada, intercambios con su esposa sobre el menú de la cena, disquisiciones sobre un tema que no tiene nada que ver con la trama en un mano a mano con un personaje (en este caso, sobre derecho marítimo) y ese tono general de pachorra, de engañosa bonhomía que rodea cada movimiento del protagonista (“Aprovechó el buen tiempo para bajar por los Campos Elíseos hasta la Concorde y allí ya cogió un autobús. No había sitio en la plataforma y tuvo que apagar la pipa y sentarse en el interior. Era la hora de la firma en la Policía Judicial, y en veinte minutos más o menos despachó el correo. A su mujer la sorprendió verle llegar a las seis, muy animado”).
En Maigret duda, el disparador de la acción es una carta anónima que el comisario recibe en su despacho y que le avisa de un inminente crimen. El anuncio de una segunda carta incluido en el mensaje parecería dilatar la muerte anunciada, pero Maigret y su equipo comienzan a investigar a partir del único elemento concreto que tienen delante: el papel en que fue escrita la misiva. La pesquisa inicial, resuelta de forma demasiado fácil, ubicará al comisario en la residencia de un prestigioso abogado, donde conocerá al elenco de habituales –la esposa, los hijos, la secretaria, los ordenanzas, el mayordomo, el portero– entre los que se encuentra el asesino y, como el crimen aún no se ha cometido, también la víctima.
Desarrollada bajo una estructura teatral –largos diálogos, el tránsito por unos pocos ambientes cerrados, personajes que entran y salen de escena ante la exigencia argumental–, Maigret duda no alcanza las cimas poderosas de títulos como El ahorcado de la iglesia (1931), Maigret y la anciana (1949) o la sublime Maigret tiene miedo (1953), pero no deja de sorprender por la proliferación de giros finales y por la forma en que su protagonista entiende la aplicación de la justicia, cuando nociones como castigo, condena y absolución se desdibujan o, lisa y llanamente, escapan de las sentencias en letra de molde de los códigos.
Dos en la ciudad
El punto más destacado de los tres títulos iniciales de esta nueva colección de Georges Simenon lo conforma la novela Tres habitaciones en Manhattan, originalmente publicado en 1946, el mismo y extremadamente prolífico año en que también editó Maigret en Nueva York, El testimonio del monaguillo, El cliente más obstinado del mundo, Maigret y el inspector sin suerte, No se mata a los pobres tipos, El mayor de los Ferchaux, El círculo de los Mahé, Las bodas de Poitiers y Carta a mi juez. La ciudad de Nueva York –ciertos barrios, ciertas calles, ciertos bares, ciertos hoteles de mala muerte– enmarca la historia de amor entre Frank y Kay, dos desplazados de las coloridas marquesinas de la sociedad, que vegetan como almas en pena y que, por acción y destino del demiurgo que los creó, están destinados a encontrarse. Frank en realidad se llama François y es un veterano actor francés de teatro que, tras un moderado éxito en su país natal, desemboca en la Gran Manzana huyendo de la separación de su esposa. Kay, una joven y esquiva mujer de aires aristocráticos bajo su modesto atuendo, flecha el corazón del actor desencantado, iniciándose así una historia de amor tan intensa como retorcida.
En esta novela de alcoba están presentes todos los elementos del naciente idilio (el encantamiento progresivo, las confesiones, los arrumacos, la pasión desenfrenada, el letargo poscoital, etcétera), pero también están, y sobre todo, los sentimientos de dominación y zozobra mental permanentes ante la ausencia o el eventual desvanecimiento del otro (los celos, las conjeturas desbordadas, las largas esperas junto a un teléfono que no suena, los gritos). Como lo lograra en otras novelas, Simenon se mete de lleno en la mente de su protagonista y opera desde el interior de la estructura de conexiones para verter sobre las páginas el devenir de sus pensamientos. En las largas esperas de François por Kay, la ciudad deja de ser un escenario para convertirse en testigo y compañera muda de sus cavilaciones y desplazamientos: “Y todo lo que veía a su alrededor, esa peregrinación a través del mundo gris, donde unos hombres negros se agitaban en el haz que proyectaban las farolas eléctricas, esos almacenes, esos cines con sus guirnaldas de luces, esas cafeterías o tiendas de dulces asquerosos, esas máquinas tragaperras, gramolas y juegos en los que meter las bolas en unos agujeritos, todo lo que una gran ciudad ha podido inventar para engañar la soledad de los hombres, todo eso, podía mirarlo en adelante, por fin, sin repugnancia ni miedo”.
Esa ciudad nocturna, que brilla o titila entre las brumas de las alcantarillas, poblada de sonidos y atravesada por seres que deambulan de un lado para el otro, termina volviéndose la gran protagonista, evidenciada ya en el propio título del libro, en la senda de lo que ocurre en esas tres grandes novelas nocturnas y de historias de amor desencantadas de Alfred Hayes: Los enamorados (1953), Que el mundo me conozca (1958) y Mi perdición (1968).
Leídas en el orden progresivo que integran en la naciente colección, estas tres novelas de Georges Simenon evidencian las variadas facetas del genio creador y propician la espera de nuevas entregas. La literatura, como siempre, se empeña en alumbrar estos pequeños prodigios.
El fondo de la botella. 176 páginas. Traducción de Caridad Martínez. Maigret duda. 168 páginas. Traducción de Caridad Martínez. Tres habitaciones en Manhattan. 192 páginas. Traducción de Núria Petit. Todas de Georges Simenon. España, Anagrama & Acantilado, 2021.